¿FUE CLEMENTE ONELLI EL QUE TUVO MALA PUNTERÍA?

| 07/04/2024

Una especie hoy en extinción y su “crimen frustrado”

Una especie hoy en extinción y su “crimen frustrado”
Izquierda: Clemente Onelli alimenta a un rinoceronte bebé. Equipo de fotógrafos de Caras y Caretas (1908). Derecha: Caricatura de Cao en la misma revista.
Izquierda: Clemente Onelli alimenta a un rinoceronte bebé. Equipo de fotógrafos de Caras y Caretas (1908). Derecha: Caricatura de Cao en la misma revista.

El luego director del Zoológico de Buenos Aires llegó a Bariloche y zona por primera vez en 1903. Se maravilló ante la belleza del Nahuel Huapi y, afortunadamente, a él o a alguien de su partido le tembló el pulso.

En su escrito no dice que fuera él mismo quién disparara, pero durante el primer viaje de Clemente Onelli a Bariloche y área circundante, el grupo divisó un ejemplar de una especie animal que hoy está en peligro de extinción. Felizmente para la frustrada víctima y para el prestigio de naturalista del italiano, el balazo no fue muy certero y su blanco continuó con su vida con tranquilidad.

“El lago Nahuel Huapí (sic) ha tenido la suerte de no haber sido conocido cuando el romanticismo embadurnaba, con sus afeites idílicos y bucólicos, los cuadros grandiosos de la naturaleza. Este lago, el rey de los lagos del mundo, no se describe; se admira en silencio y después, en las largas noches de invierno, rodeados por hijos y nietos, se dicen sus maravillas, como cuentos de hadas. Pero resultan hasta ahora escasos entre los argentinos aquellos que puedan decir: ¡yo lo vi!”

El párrafo precedente inaugura el capítulo 2 de “Trepando los Andes. Un naturalista en la Patagonia argentina” (Ediciones Continente-2007), libro que lleva la firma del viajero y ganó la calle en 1903, un año después de que un decreto gubernamental reconociera la existencia de San Carlos de Bariloche. Al repasar sus líneas, resulta evidente que el oriundo de Roma se dejó fascinar por la majestuosidad del Nahuel Huapi y sus alrededores.

Más allá de su crítica a los escritores del Romanticismo, la prosa del italiano no se distanciaba demasiado y, a pesar de su aseveración, invirtió varios párrafos en trazar una semblanza del lago, ya que su desconocimiento por parte del público argentino justificaba la aparente incoherencia. “Trataré entonces de dar una lejana idea de esa placa de cobalto bruñido, agitada y rumorosa, quieta y solemne, que se extiende riente entre praderas, cubiertas de calceolarias de oro, que acaricia con sus olas cristalinas los rugosos troncos de los cipreses y de los robles, envueltos por enredaderas que columpian, péndulos sobre el agua, racimos de flores, y que estalla en argentinas carcajadas de olas erizadas y blancas allá donde un peñón atrevido intenta, inútilmente, invadir los serenos dominios de su cuenca encantada”.

El tono maravillado continúa: “Al Occidente, el enorme anfiteatro del lago está ocupado por los adustos picos andinos, que, vestidos de armiño, cubiertos los pies de oscura y espesa manta de bosques, desde siglos reflejan su imagen solemne, borrada apenas cuando las nubes oscurecen su frente inmaculada, y que le envían en cascadas sonoras, en torrentes espumosos, en hilos de plata, el continuo tributo de sus nieves seculares”.

Onelli no solo era europeo, además era dueño de una considerable formación a raíz de su origen noble. Antes de recalar en el puerto de Buenos Aires a sus 24 años, había recorrido buena parte de Europa, a juzgar por los permanentes paralelismos que traza entre las geografías autóctonas y las del Viejo Continente. “Y este lago riente, como aquellos besados por el sol de Italia, poético como una cuenca engarzada en el fondo de un valle suizo, toma aspecto severo y terrible allá donde el buril incisivo y artístico de sus aguas heladas, en paciente trabajo de siglos, ha labrado en las entrañas de piedra, abismos sombríos, columnas y pilares de templos siniestros, donde parecen haberse inspirado los arquitectos de Brama y de Zaratustra”.

Durante su viaje inaugural tuvo chance de navegar por el gran espejo de agua. “Todo calla. Se oye apenas el eco lejano de las mansas y cortas olas que arriban a la playa de afuera y de cerca, el golpe compasado de los remos, que han sustituido la vela inerte. Entre dos alerces frondosos, que surgen macizos en una grieta de piedra gris y lavada, aparece inmóvil y a tiro de fusil, la silueta de la gamuza alpina, el huemul. Una bala poco certera no distrae su curiosidad, y la montaña repercute largo tiempo, en roncos y sumisos truenos, el estampido del crimen frustrado”. Afortunadamente.

Antes de terminar su periplo en San Carlos de Nahuel Huapi, según llamó Onelli a Bariloche, la embarcación hizo una pausa “en el puerto Anchorena de la isla Victoria, donde el capricho imitable de ese millonario ha levantado edificios, ha iniciado industrias, y ha, en fin, fundado la primera villa, que hará, más tarde, la villeggiatura (itálicas en el original) obligada de los argentinos y de turistas cansados de los paisajes reglamentados y maquillés que el bueno de Tartarín (un personaje mitómano y fantasioso) llamaba truc de campagines (truco de la compañía)”. Se refería a Aarón Anchorena, claro. Proféticas las palabras de Onelli.

Lee también: ¿Cómo era el Bariloche que vio Clemente Onelli 121 años atrás?

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