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| 19/09/2021

Historias de familia

Historias de familia
Domingo y Adelina.
Domingo y Adelina.

Quienes conocimos a Domingo Salamida, podemos decir que se prolonga en sus hijos, por su calma, sencillez y bondad. Del árbol sale la astilla: Susana, Oscar (Cacho) y Miguel. Una jugosa charla en la tarde, entre herramientas, fierros y maquinarias del taller del barrio Ñireco, en el solar familiar donde también se encuentra el vivero.


Miguel, en la entrada del puesto del mercado.

Domingo llegó con algo más de veinte años a Bariloche, procedente de Médanos, provincia de Buenos Aires, a visitar a un pariente, Sito Salamida, que ya se hallaba aquí y poseía un puesto en el mercado, además de un par de camiones con los que hacía fletes a El Valle. Poco tiempo después, ingresó al Mercado Municipal como barrendero. Volvió a Médanos por “un pendiente”: la hija de los patrones para quien trabajara en su pueblo, Adelina Sabatini. Una especie de rapto fue aquel matrimonio, con esa jovencita de apenas diecisiete años, a quien sus padres no dejaban casar. El amor y la rebeldía pudieron más. Al tiempo lograron alquilar un terreno, al lado del ACA, en la costanera. Allí llegaron a tener quinta.


Patio trasero del mercado. 

Por esos tiempos, Domingo alquiló un puesto número 6 en el Mercado, donde antes funcionaba una lechería. Con la ayuda de compañeros y amigos que le prestaron plata, que pronto devolvió, al comenzar a trabajar.


Interior del puesto del mercado.

Fueron naciendo y creciendo los hijos de aquel matrimonio. Calores de verano, lluvias de otoño y nieves de invierno iban pasando. Escuelas, barra de amigos, adquiriendo oficios y profesiones con las que hoy son reconocidos en nuestra ciudad: Susana, una de las primeras profesoras de matemática recibidas en Bariloche. Miguel, especialista en electricidad del automotor y Cacho, mecánico, entre otros oficios. Una especie de “Giro sin tornillo” si se evocan las revistas de Disney.


Motor de la BZ.

En el taller de los Zimmermann, Mitre al 500, Cacho fue aprendiendo y forjando la pasión por los fierros. “Con el Beto armamos aquella famosa moto BZ. Fuimos juntando partes de otras motos, copiando lo que veíamos. Íbamos hasta la usina de Puerto Moreno, donde nos prestaban un torno. El jefe era Aldo Zimmermann. Con ese torno hicimos las piezas más grandes de la moto. ¡Ocho tapas de cilindros llegamos a hacer! Se nos quebraban y teníamos que volver a empezar.


Casco de la BZ.

Beto era inquieto. Había hecho un auto adentro de una habitación, tuvimos que romper la pared para sacarlo”. Los recuerdos siguen aflorando y llegan las carreras de motos. “Pastor Méndez, el Petiso Fernández, Otano, Zimmermann, Soriani, el Loco Cueto… ¡Pero a la BZ no le podían ganar! Cuando se largó el Gran Premio del Sur, nos dimos cuenta de que a la BZ nadie le había medido el consumo en ruta. La carrera iba hasta El Maitén, de ahí a Jacobacci y vuelta a Bariloche. Largó y cuando llegó a Tacuifí, se quedó sin nafta. ¡Gastaba como una F100!", dicen entre risas los hermanos. “Beto Zimmermann era un autodidacta, inventor. Una vez se hizo un barco. Resulta que vio hundido en el lago, en puerto Loro, un remolcador que se había hundido, por los años 30. Se las ingenió para reflotarlo, con una plataforma que armó con tambores y troncos. Con ese barco quería sacar arena volcánica del brazo Machete. Después lo contrataron para llevar el tendido de cables por el lago, desde la costa del km 22 hasta la isla Victoria. También acarreaba vigas de coihue, desde El Machete y El Rincón. Era un barco a vapor, al que Beto le adaptó un motor.”


Cacho.

Cacho sigue recordando anécdotas que quedan de aquellos años. “Con Beto Zimmermann armamos un camión Canadiense, que lo adaptamos para guinche, con motor Ford V8. Con ese levantábamos los pilares de cemento para el tendido eléctrico entre Junín y San Martín de los Andes. Yo también puse las torres de la aerosilla de Chapelco”, dice como al pasar, este hombre que, con apenas algo más de veinte años, inquieto, andaba aprendiendo e inventando. Desde sacar estaño pegado a los focos quemados de la luz de los autos, hasta levantar postes de tendido eléctrico.

En los años 50, Domingo compró el terreno donde hoy viven sus hijos, en el barrio Ñireco, cerca de donde decían que pasaría la ruta y también de la estación del ferrocarril. Tuvo que traer la luz hasta aquel lugar tan alejado del centro. En el solar de enfrente se encontraba Celeste Visconti, en cuyo taller trabajaron Cacho y Miguel, aprendiendo de aquel pionero italiano los secretos de la electricidad del automotor, bobinados y mecánica.

Cacho da un largo sorbo al mate y, asaltado por un recuerdo, suelta una carcajada. “Un domingo de mayo del 60, yo había ido al Tiro Federal. A la vuelta, pasamos con unos amigos a tomar un Gancia a Bomberos. Cuando llegué a la casa, mi mamá me pidió que la lleve al Picadero, a ver una exhibición de gimnasia, de unas chicas. Le pregunté si quería ir al museo, porque no había ido nunca. Cuando estábamos adentro, pensé que me había caído mal el Gancia, porque se me movía todo: ¡era el terremoto! Salimos todos afuera. Vi romperse el muelle y al Modesta, que lo levantó una ola gigante. Le vi la hélice”.


Miguel.

“¿Te acordás de...?, ¿sabés a quien vi...?, ¿vos estabas...?" Recuerdos que van aromando la charla. Miguel recuerda las carreras de autos por el centro de la ciudad. “Venían por la costanera, subían al Centro Civico y doblaban por Reconquista, bajaban por Quaglia e iban hasta el ACA y vuelta por la costanera”. Se le ilumina la mirada viéndose pibe, palpitando el rugir de los autos de entonces. Deja que Cacho recuerde y hable; él va aportando y corrigiendo. “Tenía 12 o 13 años y mi viejo me hacía manejar el camión desde la estación acá”. Esos lujos de la época que se permitía un niño, aprovechando que por las calles del Ñireco no andaba casi nadie.


Susana.

Linda gente los Salamida. De hablar con los perros, darle de comer a los gorriones (aunque un burro no arranque) y cuidar plantas. Si hasta parece que todavía anduviera don Domingo, con su jardinero, o doña Adelina, entre los cajones de platines y las macetas. Hoy, Susana ocupa ese lugar, guardando aquella mística y amor al trabajo. Dedicados a ser buena gente.

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