12/05/2020

Los atónitos

Los atónitos

Nos vimos. No diría “qué bien nos vimos” pero, si yo la vi, ella también me tiene que haber visto así. Su gorrito rosa, incómodo, asomaba entre juguetes y cuadernos, al otro lado de ese cielo de enanos. Consumistas, claro; lejos de la ciudad, el paraíso estaba en el lugar opuesto a un supermercado, pero esta amorfa mancha entre montañas ya es una urbe.

Íbamos. Las dos caminábamos buscando una misma meta: concretar los sueños, comprometernos con la rutina de la semana o del mes. Avanzábamos las dos cargadas. Caminábamos a buen ritmo y creíamos ser, hasta ese minuto fatal, felices.

El cajero, sin mirar, quitó el cartel de “caja cerrada” y su gesto indiferente fue para mí un disparo al aire. Cuando ella asomó tras la góndola, advertí claramente que parte de mi carga conquistaba unos cuantos centímetros más que la suya y razoné que me correspondía el primer lugar.

Nos miramos. Nos despreciamos. Sinceramente no imaginé que ella se iba a apurar. En esos momentos uno piensa que hay cierta humanidad, cierta capacidad de ponerse en el lugar del otro, o al menos, de reconocer con respeto que naturalmente la otra (en este caso yo) tiene más derecho que uno. Pero no. Ella apuró el paso y cuando lo hizo, di instintivamente un paso largo, siempre hacia la meta. Estiré los brazos lo más que pude para reclamar mi evidente legitimidad de usar la flamante caja habilitada.

No lo voy a descubrir yo, los científicos lo vienen repitiendo hasta el cansancio: hay espacios del tiempo que no son cuantificables. Momentos en que se comprueba aquello de Minkowski: donde va la atención del observador las coordenadas espacio-temporales se expanden. Y mi atención estaba puesta tanto en mi carga, que no sentí la furia hasta que su carro impactó con el mío.

Medio chango le llevaba cuando recibí el choque y hasta ese momento solo nosotras sabíamos de esa actividad bélica privada, casi doméstica. Pero el ruido de los fierros llamó la atención de todos en el autoservicio, que ahora miraban azorados e impávidos nuestra metáfora rodante de las carreras cuadreras.

La fuerza del golpe me dolió por su efecto, cuando voló por el aire el triple paquete de Traviatas que iba en la cumbre, y llevaba mi sueño de queso y miel. La miré de costado para interpelar su actitud, para cuestionar su voraz deseo de ganar un puesto en ese universo diminuto. Confirmé entonces que somos planetas cuya improductividad y carencia resultan consecuencia taxativa del despotismo y la avaricia. Hay volúmenes fenomenales en las bibliotecas de las academias más prestigiosas que se derrumbarían sin tino ante los garabatos de un niño. Pero ella me fue indiferente y, mordiéndose el labio con furia, avanzó inclinando el cuerpo, patinando, y dándome la espalda. Su imagen confirmaba mi odio a los jeans baratos. Sueño de a dos.

A la distancia y ahora que lo pienso, otra hubiera sido la historia de no haber visto el atún, pero en ese momento, una lata cómoda para el cuenco de mi mano, era un milagroso guiño del destino; de manera tal que dispararle a la cabeza fue casi un acto reflejo.

Acierto. Se desplomó sin emitir sonido. Era mi momento.

Parecía que me quedaban cuatro o cinco metros hasta la caja. Serían dos. Así que me apuré lo más que pude, con el miedo en el pecho y la sensación en la nuca de que en cualquier momento ella se pudiera levantar. Mi respiración agitada y las altas dosis de adrenalina agudizaban mis sentidos y mi victoria era evidente.

De pronto, una mano me sacó arañando un zapato y la otra me agarró firme del tobillo. Caí lentamente, estirándome. Al principio agarrándome fuerte con mis dos manos del carrito; después, golpeando con la nariz en el piso. Mi cara se entumeció y mi mano solícita se llenó de sangre. En este punto, mi deseo de llegar a la meta se trastocó en furia y mis acciones eran por demás incontrolables.

Mientras me iba poniendo de pie la vi pasar: un hilo rojo le caía por su rostro como un sudor globulado. Tambaleante y ya sin carro, con un paquete de pañales y una leche en cada mano, ella avanzaba impune hacia el final. En una milésima recordé a mi hijo, Martín, y tiré lo que en sus clases de rugby se enseña como un perfecto tacle francés.

Los atónitos nos vieron caer, enredadas en el piso, con la uñas erizadas y el amor a flor de piel.

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