21/04/2020

Oro

Oro

Anoche estaba solo en casa y podía escuchar los autos perderse hasta diez cuadras por Beschtedt hacia el sur. Fue por eso que el chirrido del portón que da a la calle sonó como un estruendo. Eran cerca de las dos y no había invitado a nadie.

Impulsivamente me asomé por la ventana y vi la figura de un paisano. Bombachas, chaleco y boina podían distinguirse en su figura esbelta, a contraluz. Caminó por el patio hasta mi puerta y golpeó fuerte tres veces.

- ¿Quién es? -pregunté con asombro.
- Busco a Ariel García -lanzó.

La voz aflautada era de una mujer. Y el tono era extranjero. Era evidente por esa manera que tienen los ingleses de pronunciar las erres.
Giré la llave y le abrí.

- Permiso, me dijo. ¿Es usted el señor García?
- El mismo. -La mezcla de prepotencia y femineidad me tenían desconcertado- ¿En qué la ayudo?
- Me gustaría hablar con usted de un asunto pendiente -me dijo.

Hablaba con naturalidad y confianza, como si me conociera. Desde que se sentó, comencé a sentir una mezcla de misterio y fascinación. Le convidé del coñac añejo que tenía en la mesa. Ella se sacó la boina y soltó sus largos cabellos rubios. Sus ojos azul profundo fueron mi ancla al escucharla hablar de Jacobacci, Maquinchao y su vertiginosa vida en la Línea Sur.

La vida, amigos míos, se resume en un instante. Toda la historia y todo el porvenir son un juego inocente de la Literatura. La mente viaja y se enreda, se entretiene con naderías borgeanas o se estanca en la pantalla estúpida de un televisor. Todos tejemos esa trama indescifrable que a fin de cuentas no tiene sentido, porque todo pasa y todo queda, como resume el poeta. Y todo se expande, se abre, en este infinito ahora.

Abruptamente -tal vez por efectos del alcohol-, el tono de la charla cambió. Elena frunció el ceño y comenzó a hablar de cierto tesoro que, ella juraba, había enterrado en el fondo de casa. Le dije que era una buena noticia, pero si había tal tesoro no se lo iba a regalar a una desconocida y que si no bajaba la voz más bien pensara en marcharse.

Fue en ese momento cuando se puso de pie muy lentamente, con el sigilo de quien es experto en asuntos de esgrima criolla. Enrojecida de furia me miró muy fijamente, sacó un cuchillo y me juró entre insultos que obtendría lo que quería, porque era suyo.

Entendí que el acero y no el oro, sería mi inapelable destino. Intenté forcejear, resistirme, pero por algún motivo no tenía fuerzas. Su blanca piel transmutaba una inocencia que podía adivinarse tras la demencia de la avaricia y la prepotencia.

Fue cuando el facón entró en mi pecho que un dolor intenso de sangre y fuego me despertó. Sobresaltado aún, vi que a mi lado, entre mis sábanas yacía abierto, boca arriba el libro “La inglesa bandolera” de Elías Chucair.

Un larguísimo cabello rubio se enreda aún entre sus hojas.

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