03/08/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Un buen plan

EMOCIONES ENCONTRADAS: Un buen plan

Manuel llegó corriendo a la casa de Quique.

- Chimino va para el centro – dijo con voz entrecortada por el cansancio – dame las cámaras- ordenó a su amigo.

Chimino era un vecino que cuidaba unas casas, esos chalets que sus dueños ocupaban solo en los veranos o algunos días en el invierno, cuando llegaban de vacaciones. Les cortaba el pasto y hacía el mantenimiento. Tenía un Rastrojero color verde, con caja de madera, en él iba una o dos veces por semana al pueblo, a buscar cosas para la casa y, de paso, le hacía fletes y mandados a algunos vecinos. Manuel le ayudaba y Chimino le pagaba unos pesos.

- ¡Vamos! – lo entusiasmó Manuel – al mediodía estamos de vuelta.
- No puedo – se lamentó Quique – tengo que ir con mi hermano a bajar una pila de leña que dejó juntada mi viejo – dijo mirando el carro que estaba allí cerca.

El papá de Quique cargaba leña en el carro y repartía por toda la zona. Mientras se iba a hacer algunas changas les dejaba encargado a sus hijos que bajen la leña para repartirla. Era uno de los pocos vecinos que tenía carro y bueyes. Por suerte, las picadas todavía no dejaban entrar vehículos de carga, era indispensable el carro.

Las cámaras a las que hacía referencia Manuel, eran un par que habían encontrado en la carpintería vieja. Un edificio abandonado, en la parte de atrás de una propiedad deshabitada. Aparentemente, eran de un camión. Las iban a hacer revisar y, si estaban en condiciones de ser usadas, inflarlas, para navegar en el lago. La idea les parecía apasionante.

Chimino le dijo a Manuel que, al llegar al pueblo, iban a pasar a dejar las cámaras en la gomería de Ojeda y a la vuelta, ya con las compras y los encargos, las pasaban a buscar. Ojeda las miró y dijo que para flotar en el lago iban a servir, seguramente les pondría algunos parches y las inflaría. A Manuel le gustaba ir al centro, vivían por la ruta a Llao Llao e iban a la escuela por allí cerca, la ciudad era una excursión interesante; además, Chimino daba vueltas por todas partes: corralones, despensas, algún taller, pasaba por el correo a ver la casilla, siempre contándole cosas, alzando la voz por encima del rezongo del motor del Rastrojero. Pasado el mediodía ya estaban en el camino de regreso a casa, con las dos cámaras infladas cargadas en la caja, atadas con unas sogas.

- Metámoslas en el galpón – dijo Quique al ver llegar a su amigo con las cámaras – ¡quedaron buenísimas! – se entusiasmó.
- Mañana temprano vengo – concluyó Manuel, yéndose – tenete la puerta preparada – le gritó.

Manuel vivía del otro lado de la ruta, cerca del lago. Su papá era mozo en un hotel y su mamá mucama, estaba casi todo el día solo, al cuidado de su hermana mayor. Tenía la misma edad que Quique, sus padres se conocían de toda la vida, se habían criado ahí.

La mañana siguiente era sábado, de un principio de diciembre soleado. Quique sintió que su perro ladraba contento, no necesitó asomarse a la ventana para entender que su amigo había llegado. Efectivamente, Manuel estaba en el galpón, mirando las cámaras. Las apoyaron en el piso y Quique trajo del patio una puerta de madera, vieja, que también habían encontrado en la carpintería abandonada. Era bastante más grande de lo normal, alguna vez había estado pintada color marrón. Le habían sacado las bisagras, el picaporte y todo aquello que pudiera provocar pinchaduras. Ataron las cámaras con sogas, luego pusieron unas bolsas de arpillera sobre ellas y amarraron la puerta, a lo largo. Quedó firme, algo pesada e incómoda. Con esfuerzo recorrieron la distancia que los separaba del lago. Pararon un par de veces. La apoyaron con cuidado sobre las piedras de la orilla, satisfechos, dispuestos a la botadura de la embarcación. La bautizaron Cauquén. Suavemente la empujaron al agua. El lago estaba calmo. Era el día ideal. Un par de tablas eran los improvisados remos, que suavemente se hundían en el agua, impulsando la barca. En principio decidieron navegar pegados a la orilla, hasta ver como se comportaba; cuando comprobaron que era estable y flotaba bien, soportando el peso de los dos, se aventuraron lago adentro, al centro de la península.

Esa mañana el Nahuel Huapi era un espejo, nada se movía, solo se escuchaba a lo lejos el golpe de algún hacha o el motor de algún vehículo al pasar por la ruta.

- ¿Trajiste las botellas? – preguntó Manuel, mirando a su compañero.
- Si, papá, anoche las preparé – contestó Quique, abriendo su bolso.

Eran unas botellas plásticas, vacías, de dos litros. Tenían la tapa agujereada, por ella salía un pedazo de tanza de unos dos metros, sujeta por dentro, con un anzuelo en el extremo y una carnada.

- ¿Andará, che? – preguntó Quique.
- Mi viejo dijo que cuando eran chicos pescaban así – respondió entusiasmado – no tenían ni para un tarrito con tanza – concluyó, divertido.
- ¿Hay que dejarlas que floten nomas? – preguntó Quique.
- Si. Cuando tiene un pique, la botella se pone de punta para abajo – dijo Manuel, mostrándole con una de ellas – no se hunde. Solamente hay que seguirla.

Luego de apoyarlas en el agua, separadas una de otra, se dedicaron a remar suavemente, sentados en el Cauquén. En una pequeña bahía, una huala dejaba oír su lamento, mientras cada tanto un chucao les auguraba buen destino. Manuel se había tendido boca abajo sobre la puerta sujeta a las cámaras y miraba el fondo del lago. Navegaban justo donde comienza el veril.

- ¡Mirá! – alertó Quique.

A unos doscientos metros lago adentro, una de las botellas estaba de punta e intentaba hundirse, moviéndose de un lado a otro. Sin ninguna duda, había una trucha en el anzuelo. Remaron hacia allí. Con ansiedad, Manuel tomó la botella, sentía como se zamarreaba la tanza con la trucha enganchada. Le costó algo de trabajo subirla a las tablas. Una vez allí, comprobaron que era un hermoso arco iris.

Remaron hacia la orilla. Unos metros antes de llegar, Quique se zambulló y nadó hasta la orilla. Su amigo ya había encallado la embarcación. Entre ambos la retiraron del agua.

- Traete la parrilla – ordenó Quique – yo junto leña – dijo, metiéndose en el bosque – ¡y fósforos! – le gritó, cuando se iba.

Luego de asar y comer aquella trucha, ambos se tiraron a descansar, recostados sobre las piedras. El sol marcaba la tarde cruzando el cielo y los dos amigos hicieron la siesta, satisfechos, no solo por la comida, también por la aventura que seguramente quedaría grabada en sus memorias para toda la vida. Había sido un buen plan.

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