27/07/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: La mesa de ciprés

EMOCIONES ENCONTRADAS: La mesa de ciprés

Jorge respiró profundo cuando el avión se posó sobre la pista del aeropuerto, había sido un vuelo con algo de turbulencias. Miró por la ventanilla y vio todo nevado. Le pareció una sonsera, pero esa nieve era diferente a la de Europa; sería por el entorno y el recordar que la que veía era la de su lugar. Años atrás había partido por el esquí, a hacer una temporada y se quedó allá, tanto tiempo.

Luego de retirar su valija salió del aeropuerto y tomó un taxi. Recordó a Manuel, aquel taxista amigo de su padre, que lo fue a buscar a la casa para llevarlo hasta allí el día de su partida, en ese Falcon pintado de azul y blanco. “Los autos de ahora suenan todos iguales. A aquellos uno los reconocía por el ruido del motor, sabías si era Ford o Chevrolet”, le comentó al chofer camino a la ciudad. Le pareció todo tan diferente a veinte años atrás. Había partido solo, único hijo de padre viudo. Rudolf, aquel viejo alemán, no quiso ir a despedirlo. Con los años, Jorge lo entendió, había perdido a sus padres en la guerra y por un azaroso camino, llegó a través de la Cruz Roja a suelo argentino; luego perdió a su compañera, a poco de dar a luz a su único hijo, ese que partía. No le puso trabas el día que Jorge le comentó sus ansias de hacer aquel viaje, se refugió en su carpintería. Ahí, al lado del banco, rodeado de maderas y aserrín, fue la última vez que se vieron.

Se alojó en un hotel del centro, al día siguiente iría a la que fuera su casa, a eso había vuelto, a desmantelarla y ponerla en venta. Le costó dormirse, enredado en pensamientos y algún reproche.

Siempre estuvo a punto de volver, no le había ido bien con el esquí, terminó de encargado de un restaurant, con una compañera y un hijo. Rudolf, con los años había endurecido aquella coraza que lo rodeaba, en sus cartas, Jorge se dio cuenta de que no quería volver a verlo, tal vez para resguardarse o vaya a saber por qué.

Era un hombre de silencios largos. Lo recordó en la carpintería, vestido con ropa de trabajo color gris y el infaltable lápiz rojo en su oreja derecha. A veces lo veía acariciar las tablas luego de pasarlas por la garlopa, o mirar lo que estaba haciendo, con las manos apoyadas en su cintura, como supervisándose a sí mismo, para luego continuar.

Al día siguiente llegó a la que fuera su casa, un matorral y pastos crecidos en el frente y en el patio, reafirmaban el abandono. El candado del portón le dio la bienvenida, con él, abrió un cofre de recuerdos a cada paso, con sus ojos descubriéndolo todo, reencontrándose. Al fondo, la carpintería.

Ya no estaba el ciprés a su lado, ese viejo árbol que juntos apearon un día, ya crujiente amenazaba caer sobre la casa. Luego de dejarlo secar, Rudolf había decidido hacerlo tablas. “Ya veré para que lo voy a usar”, le había dicho. Ese árbol lo vio llegar a ese terreno, donde posteriormente levantaron la vivienda y el taller. Abrió la puerta de la casa, el triángulo de luz que se coló, prepotente, se dibujó en el piso de madera de lo que fuera el comedor. Al abrir los postigos, se fueron iluminando las paredes y los recuerdos. Se fue desperezando aquel nido de sombras en que se había convertido la que fue su casa. El hogar en un rincón, donde ardieron tantos leños, los antiguos sillones, la mesa pequeña entre ellos, los cuadros en la pared y un florero vacío sobre la mesa. La vieja cocina a leña, la mesada de granito y la alacena de madera, las ollas de aluminio.

Se dirigió al que fuera su cuarto, allí estaba su cama, la mesa de luz y su velador, el ropero. Lo abrió, allí estaba colgado, en una percha, su bléiser azul, con el escudo del colegio. Un largo suspiro lo llevó por el pasillo hacia la puerta de atrás, para salir y cruzar el patio hasta la carpintería. Al abrir el portón, se encontró con ese mundo tan de su padre. Y de él. El banco contra la ventana que daba a un costado del patio, los veintiséis vidrios pequeños sostenidos por varillas que la formaban, dejaban entrar la luz del sol, que parecía sonreírle, reflejado en la nieve que cubría el suelo. La garlopa, la sierra, el tupí, las escuadras y serruchos colgados de la pared, más allá el tacho, con el caño yendo hasta el techo, que calentaba el ambiente en los inviernos, sobre él había quedado la cafetera. El piso alfombrado de aserrín, hasta le pareció ver unas pisadas junto a una estiba de tablas, ¿serían las últimas de Rudolf?

Maderas por diferentes lugares, en un desorden que aquel carpintero entendía. Le llevaría tiempo acomodar todo aquello y acondicionarlo para la venta, aunque los hijos de Carlos, su colega y amigo de toda la vida, le habían dicho que se lo comprarían.

Carlos fue quien lo encontró tirado en el piso la mañana de su partida. Un infarto lo había derrumbado allí, en su mundo. Detrás de la estiba de maderas que se recostaban contra la pared del fondo, estaban las tablas de lo que fuera el viejo ciprés, las reconoció porque él mismo las había puesto allí, donde colgó en la pared un pequeño cuadro, con una foto de él en brazos de su madre, cuando era bebé, a la sombra del árbol.

Detrás de las tablas se veía algo que parecía ser una puerta o algo similar. Sin saber por qué, quiso llegar a esa madera. No tenía la ropa apropiada para esa tarea, pero la curiosidad podía más. Intuía algo. Perdiendo el cuidado con el que comenzó, finalmente retiró las maderas casi con desesperación. Cuando logró despejar el camino, llegó a lo que quería ver. Estaba agitado, confundido, con la sangre golpeándole las sienes y la boca reseca. Parecía ser la parte de arriba de una mesa, elaborada con la madera de aquel árbol. Con esfuerzo la volcó sobre el piso, se agachó para pasarle las manos sobre la superficie, quitándole el polvo y el aserrín. Efectivamente, era la parte de arriba de una mesa rectangular, pulida, con la madera cruda todavía. Jorge se levantó e instintivamente llevó una mano a su boca, como tapándola para callar vaya a saber qué. Al limpiarla, había quedado al descubierto aquella talla que ocupaba el centro de la mesa. Eran tres figuras, dos grandes a los costados y una pequeña al centro. Sin poder creerlo, se dio cuenta de que eran sus padres y él. Se sentó sobre unas maderas cercanas. Lo imaginó tallando aquello, luego de finalizar la jornada de trabajo. La carpintería era su pasión y el descanso, tallar. Cuanto de sus silencios se iban detrás de las gubias y formones, modelando ideas en las maderas que se dejaban desnudar para dar vida a diferentes figuras. Su especialidad eran las puertas, a cada una que entregaba le tallaba algo particular.

No se dio cuenta cuanto tiempo estuvo allí, en silencio, observando aquella mesa frente a sus ojos. Cerró todo y se marchó. La venta de aquella propiedad podría esperar un tiempo. Tal vez pronto cobijaría sus sueños, cuando decidiera regresar, ya para quedarse.

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