EMOCIONES ENCONTRADAS

| 12/02/2022

Un carro en la ruta

Un carro en la ruta

Don Octavio habitaba una tapera a algunos metros de la ruta, entre Gobernador Costa y Sarmiento. Su jerarquía no llegaba siquiera a puestero de la estancia, simplemente vivía allí de prestado. Ya sus años no le permitían el trabajo de campo.

Algo de cariño por parte de los patrones y su fidelidad como peón le permitían morar en esa modesta vivienda: una cocina, una mesa y un catre eran todas sus pertenencias.

Sus padres habían trabajado para los ingleses propietarios de esas tierras, las que fueron vendidas un par de veces, pero con los peones incluidos.

Para Octavio el mundo siempre fue el horizonte que dominaban sus ojos. De pocas palabras, obligadas por su soledad, pero si se acercaba alguien tampoco le sacaba muchas más a esa boca acostumbrada a los silencios.

Pocos sabían que su apellido era Rosales. Casi todos le llamaban “El indio” Octavio, una rara mezcla entre el nombre de algún general romano y un originario de un territorio en el fin del mundo. Sus padres debían haber sido tehuelches, lo que reafirmaban sus facciones, pero en esos tiempos de bautismo y enrolamiento obligatorios, como a tantos, algún escriba les asignó el nombre y apellido que le pareció oportuno.

Quienes pasaban por la ruta casi no se percataban de la presencia de esa tapera, mimetizada con el gris de la tierra y el desganado color de los pastos y matorrales que la rodeaban. Llamaba la atención cuando se veía algo de humo que brotaba de su techo, lo que invitaba a los viajeros a desviar su mirada del camino y reparar en ese rejunte de maderas y chapas.

En aquellos días, en que el sol gana el celeste intenso del cielo patagónico, algunos vieron algo poco habitual para esas soledades: un hombre, por el costado del asfalto, empujando un changuito de los del supermercado. Quienes  se detenían, asombrados, podían conocer a don Octavio. Dos o tres veces por semana, se valía de ese elemento para ir hasta un puesto cercano, donde le daban algunos vicios: yerba, harina, sal y algo de carne. Esa visita era su contacto con el mundo, además de las pocas palabras que intercambiaba con quienes se detenían sobre la ruta.

Algunos que ya lo conocían le llevaban alimentos o ropas. Así podían conocer algo de la vida de ese hombre de cabello blanco, cuya talla dejaba adivinar un aspecto robusto, de generosa altura, al que el tiempo había encorvado un tanto. Sus ojos negros espiaban desde lo profundo de un rostro cobrizo en el que los años y los rigores del clima habían tallado arrugas.

Desde la banquina se podía ver una cancela de palos resecos y alambres oxidados, que eran el ingreso al campo y la tapera. Allí, atado con un tiento, del lado de adentro, don Octavio tenía su carrito. Ese changuito, con el chirrear de sus ruedas sedientas de grasa y el traqueteo del metal, fue durante años la música que rompió los silencios en la vida de don Octavio, más el rugido de los motores de los vehículos deslizándose sobre el asfalto. Ese changuito, nacido para recorrer toda su vida el monótono y parsimonioso camino entre las góndolas de un supermercado, portando coquetos paquetes de alimentos, bolsas, packaging, jabones, botellas, etcétera, se volvió distancia, recortado en el paisaje patagónico, para transportar los vicios de un solitario poblador en la inmensidad de la Patagonia.

¿Que opinión tenés sobre esta nota?


Me gusta 0%
No me gusta 0%
Me da tristeza 0%
Me da alegría 0%
Me da bronca 0%
Te puede interesar
Ultimas noticias