06/09/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El saco de lana

EMOCIONES ENCONTRADAS: El saco de lana
Foto ilustrativa: Facundo Pardo.
Foto ilustrativa: Facundo Pardo.

Natalia paseó la mirada por la pila de expedientes que tenía sobre su escritorio buscando una hoja en la que había escrito unos apuntes. Un suspiro profundo, algo fastidioso, pareció recordarle que en algún momento debía poner orden. Entró su secretaria trayendo una carpeta, indicándole que habían llegado las personas citadas. “Morales y otros/ desalojo” indicaban las letras escritas con fibra en la tapa.

–Hacelos pasar –dijo Natalia, mirando su reloj. No disponía de mucho tiempo.

Era una señora mayor, acompañada de un joven; por las edades la abogada calculó que debía ser el nieto. Se trataba de un desalojo cuya sentencia era inminente y los allí presentes habían sido citados para informarles de las últimas novedades del caso. Eran habitantes de un campo desde hacía muchos años, pero las tierras fueron compradas por un señor que les inició el desalojo. Natalia lo representaba, había recibido el caso de parte de un colega que por un viaje no podía seguir adelante con ello.

Cuando aquella señora se sentó frente suyo en el escritorio, pudo verle con claridad el rostro, que el contraluz de la entrada no le había dejado observar. Algo le resultó familiar. Aquella mujer miraba el piso y apenas alcanzó a oírse cuando dijo “buen día”. La doctora, confundida, miró los botones del saco de lana que llevaba puesto, buscando claridad en sus sentimientos. Algo la perturbaba en lo más profundo. Volvió a observar a esa anciana que estaba frente a ella. Sus cabellos blancos, como si toda la lana de las majadas de la meseta se hubiese dormido allí; su piel cobriza, arrugada, tenía una tersura que a lo lejos le pareció agradable. Tenía las manos entrelazadas apoyadas en su vientre. Si no la hubiese visto ingresar al estudio, le hubiese parecido una estatua viva, allí, frente a ella.

–¿Usted es Aurora Morales? –preguntó la abogada.
–Si señora –respondió la mujer, apenas perceptible.

Natalia llevó sus manos a la cara y se quedó en silencio observándola. Se puso de pie lentamente, rodeando el escritorio. El joven que acompañaba a la anciana entendió que estaba de más en ese instante y se retiró.

–Aurora –dijo la doctora, sentándose en la silla que había al lado de aquella mujer.

La tomó de las manos y Aurora la miró, con esa mirada mansa, tierna, sanadora, cuyo recuerdo brotó desde lo más profundo del alma de la abogada.

Aquella anciana había trabajado en su casa cuando Natalia y sus hermanos eran pequeños. Vivían en un chalet alejado del centro y pasaban largas horas al cuidado de ella. Los padres de la casa solían ausentarse con frecuencia quedando Aurora a cargo de todo. Natalia cada tanto recordaba a esa mujer que sacaba de las ollas aromas que nunca más sintió; más de una vez se quedó dormida en sus brazos. Les curaba el empacho a escondidas para que los padres no se enteraran. Cuando Natalia comenzó la escuela, le enseñó los primeros trazos para que Aurora también aprendiera a escribir. Ella le enseñó a tejer con las agujas.

Natalia se perdió en los ojos de la anciana, a quien tenía tomada de las manos. Poco le importó el desorden del escritorio, la pila de expedientes y no se acordó de volver a mirar el reloj.

–Este saco me lo tejí yo –le dijo, con una mezcla de llanto y risa– este punto me lo enseñaste vos.

Por primera vez, Aurora sonrió. Casi como temiendo cometer una imprudencia alzó su mano hasta posarla en la mejilla de Natalia.

“Cuando ustedes se fueron a vivir afuera trabajé en otras casas, pero ni me hallaba. Al tiempo me volví al campo. Los extrañé mucho a usted y sus hermanos. Yo ayudé a su mamá a criarlos. Mis padres vivieron toda la vida en ese campo, pero nunca tuvimos papeles. Ese que anda conmigo es mi nieto. Me quedé de encargue, también por eso volví a la casa, de ahí no vine más al pueblo”.

Aurora tocó el saco de lana que llevaba puesto Natalia. “Le quedó bonito su saco”, le dijo.

–Este punto me lo enseñaste vos –dijo la abogada.

“Nosotros nos fuimos a vivir a Europa. Allá estudié hasta que decidí volverme. Cada tanto me acordaba de vos pero no sabía cómo ubicarte. ¡Tengo una hija que tenés que conocer!”

El colega sabría entender el nuevo rumbo que tomó el expediente y el cliente debería buscar otro representante. Natalia se asomó a la antesala, donde esperaba el nieto junto a la secretaria. No necesitaron mucho para darse cuenta de que la abuela tenía nueva defensora.

Luego de unas directivas, Natalia volvió a ingresar a su despacho. Antes de cerrar la puerta la secretaria alcanzó a oír que decía: “Aurora, había un punto que vos hacías que nunca me enseñaste”.

Te puede interesar
Ultimas noticias