14/03/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Mallín Verde

EMOCIONES ENCONTRADAS: Mallín Verde

La escuela de Mallín Verde estaba ubicada al pie de la planiza, al borde de un extenso mallín que daba nombre al paraje. Era un edificio con un par de aulas, pegadas a la vivienda de la maestra. Hasta allí llegó en marzo del ´69 Sandra, embarazada de seis meses, junto a su esposo Joaquín. Ambos habían decidido marchar tras ese cargo en el sur; Sandra se había recibido hacia un par de años y Joaquín daba clases particulares de música. Era mucho lo que dejaban atrás el día en que el tren los alejó de Buenos Aires; familias, amigos, comodidades, pero el desafío de una vida distinta para ellos y la criatura que crecía en el vientre de aquella muchacha los impulsó.

Cacho, un vecino de la escuela, los esperaba en su camioneta. Habían llegado a Jacobacci para luego tomar La Trochita hasta la estación Cerro Mesa. La vida transcurría con la lentitud y rutina de los parajes de la meseta patagónica, en otoño y los días parecen querer quedarse y luchan contra la noche que llega cada vez más temprano y se va tarde, con el viento quejándose en las chapas del techo y la bosta seca ardiendo, sin crepitar. El bebé nació a fines de junio y Sandra, pese a la licencia por maternidad, decidió quedarse en el paraje; Joaquín ayudaba a Cacho en las tareas del campo que poseía en las cercanías.

La primavera ya encontró a la maestra frente a sus alumnos, con su hijo en brazos, derramando saber y amor a esos niños de rostros curtidos, tan tiernos e inocentes, que reaccionaban con asombro ante cada nuevo aprendizaje. Ella también iba aprendiendo de esa gente, a la que pronto consideró suya; sus costumbres y tradiciones. Alguna ñaña mapuche le enseñó a tejer con las agujas, los secretos de las guardas de una matra, descubrió el sabor áspero de la carne de borrego y las tortas fritas en grasa o el pan horneado en horno de barro. Octubre llenó los alrededores de la escuela de balidos de los chivos recién nacidos, que se mezclaban con las risas y voces en los recreos de la escuela, que tenia por patio el campo mismo.

Aquella mañana Sandra vio llegar la camioneta de la policía. No le resultó extraño, pues cada tanto pasaban por allí, sí le pareció raro verlo descender a Cacho, normalmente se movía en su camioneta; pensó que Joaquín andaría en ella por el pueblo. Una sombra le cruzó el pensamiento cuando vio que Cacho parecía no querer acercarse, lo notó conmovido, con la vista en el suelo. No quería mirarla. Sandra pensó que habría pasado algo con algunos de los hijos de aquel hombre, que junto a su esposa eran el sostén de ella y su compañero en el paraje. Los dos policías no podían decir lo que los llevó hasta allí. Sandra nunca imaginó que le venían a comunicar que Joaquín había sufrido un accidente.

- ¿Qué? – preguntó con una mueca incrédula en sus labios.

Fue una pregunta a quien tenía en frente, al destino, a Dios. Como se podía romper aquella paz que los envolvía en Mallín Verde, la concreción de lo que soñaron.

- Parece que se le reventó una goma yendo a Maitén – alcanzó a balbucear Cacho.
- ¿Está bien? – preguntó Sandra, temblorosa.
- Nos tiene que acompañar señora – dijo uno de los policías.

Nada pudieron hacer los médicos para salvar la vida de Joaquín, allí quedaría, en Mallín Verde, en el modesto cementerio en la falda de la planiza. En ese paraje se durmió el sueño de una vida, el sonido de la guitarra que cada tarde rozaba con sus manos, las noches de canciones con su compañera, el amor que le había despertado la vida del campo.

“Dejáme acomodar algunas cosas y voy” le dijo Sandra a su madre al despedirla, cuando vino a acompañarla después del accidente. Debía acomodar cosas del trabajo pero también su corazón. Se dormía sola en su habitación, aprisionando en sus brazos a ese sueño de ambos al que debía criar sola. ¿En Mallín Verde?

El silbo de la locomotora quebró el aire a media mañana, anunciando la llegada a la estación de Cerro Mesa; apenas algunos minutos tuvo para despedirse de la modesta comitiva llegada hasta allí. Ramona acarició la cabeza del bebé, al que envolvía una manta tejida hecha por doña Audencia. Desde la ventanilla del vagón vio las manos de su gente diciéndole adiós, alcanzó a ver algún pañuelo. Fueron quedando atrás, cada vez más pequeños. “¿Es muy lejos donde se va, maestra?”, le preguntó Alfredito, con esos ojitos marrón oscuro, mansos, inocentes. ¿Cómo explicarle la distancia? No la de los kilómetros de vías, sino la del afecto que alli quedaba. Recordó a Joaquín cuando se hizo amigo inseparable de Cacho y soñaba con un pedazo de tierra para criar a ese hijo a la usanza de la zona, lejos del cemento, del anonimato de la ciudad; lo soñaron juntos, silvestre, con los pies y las manos en esa tierra a la que tanto amaba aquella gente, apegado a esa humildad.

A poco de salir de la estación y de cruzar el puente sobre el rio, al tren se lo devoró el túnel que pasa por adentro del cerro. En esa oscuridad Sandra sintió su situación, justamente estaba sumida en las sombras, en la duda de cómo sería su vida en adelante, sin saber qué luz la guiaría, si la que dejaba atrás o la que había por delante en el túnel que transitaba. Las dos puntas eran la decisión que afrontaría. Tal vez el pasado fuera el futuro. ¿La ciudad para olvidar o ese Mallín Verde que la abrazó con tanto amor, a ella y a su compañero? El llanto de su bebe la distrajo de sus pensamientos.

Cacho o pudo disimular la sonrisa que se dibujó en su rostro al escuchar el aviso en la radio, que corrió como el viento y se metió en las casas del paraje y en la escuela: “Se le comunica a Cacho Reinoso, de Mallín Verde, que el viernes busque a Sandra en la estación”.

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