10/09/2019

Un poeta ante la Biblia

Desde mis primeros años sentí pasión por la palabra bella. Es así que la devoción por la literatura me acompaña hasta el presente, no habiendo disminuido jamás mi interés por ella. Muchos libros y meditadas lecturas contribuyeron a estrechar ese vínculo. Pero solo uno entre todos, fuente inagotable de conocimientos, paz, deleite espiritual y salvación, me cautivó por completo: la Biblia.

Mi temprano llamado a la fe del evangelio, a la edad de diez años, dejó huellas imborrables en mi formación espiritual y para las letras. Aún recuerdo con nostalgia los primeros sermones escuchados en la iglesia, donde aprendí a soñar con mis héroes de siempre: Moisés, Josué, Sansón, David, Salomón, Elías, Eliseo, Pablo, Juan y ¡Jesús!

El capricho del Faraón en Egipto, las plagas con que Dios azotó ese país, el mar Rojo cuyas aguas se abrieron para que el pueblo de Israel escapara milagrosamente, el tesoro escondido de las parábolas de Nuestro Señor, el sicómoro donde el pequeño Zaqueo esperaba trepado el paso de la comitiva de Jesús, la belleza del Sermón del Monte, la luz que derribó a Saulo camino a Damasco, el discípulo amado frente a los cielos abiertos en la isla de Patmos. Todo ello impresionó con huellas indelebles mi corazón de niño.

Ya luego adolescente, cursando la escuela secundaria con sus estudios de castellano y de gramática, aprecié en todo su esplendor la belleza de algunas imágenes de las Sagradas Escrituras, y cual Moisés, temblé, porque en esas frases descubrí la mano de Dios. Y por simple comparación con otros, supe que la Biblia es ciertamente el Libro de los libros, la escritura inspirada por Dios para sus hijos.

Hoy, cuando leo y medito en ella me sorprende siempre porque encierra verdaderas gemas literarias, preciosas imágenes inmarcesibles, deleite del lector atento y observador.

Por ejemplo, dice el sabio rey Salomón en el Cantar de los Cantares:

“Racimo de flores de alheña en las viñas de En Gadi es para mí mi Amado”, lo que es por cierto una hermosa metáfora.

O el sufrido Job, hablando sobre el valor y la fuerza del Leviatán, al cual “saeta no le hace huir, las piedras de la honda le son como paja. Tiene toda arma por hojarasca, y del blandir de la jabalina se burla” nos da extraordinarias imágenes literarias que producen el efecto deseado y muestran la impotencia del hombre.

Y qué decir de la belleza de la palabra escrita, reconocida por generaciones de creyentes, de la pluma de David, el rey poeta, cuando dice del justo que “será como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo y su hoja no cae, y todo lo que hace, prosperará”.

Profetizando Nahúm la destrucción de la ciudad de Nínive, se aprecia un verdadero hallazgo literario, que expresa como será tomada la ciudad a pesar de sus murallas: “Todas tus fortalezas serán cual higueras con brevas, que si las sacuden caen en la boca del que las ha de comer”.

¿Qué frase más hermosa que la promesa de Dios expresada por los labios de Malaquías: “Más a vosotros los que teméis mi nombre, nacerá el sol de justicia, y en sus alas traerá salvación, y saldréis, y saltaréis como becerros de la manada”?

¿Qué cosa más grandiosa que el Sermón del Monte, donde en la síntesis de unas pocas palabras se dice más y mejor que en mil escritos? ¿O el Decálogo, donde Dios entregó a su siervo Moisés las tablas de la ley, base de las relaciones humanas y morales de la humanidad? ¿Qué relato de aventuras tiene tanto sabor como la vida de David, o la de Elías profeta? ¿Qué novela de amor puede estremecernos tanto como los evangelios? ¿Qué libro de predicciones futuristas puede asombrarnos tanto como el Apocalipsis de San Juan el Teólogo?

Es la Palabra de Dios un venero inagotable de ricas enseñanzas. Sus Proverbios enseñan más que todas las escuelas y los libros de autoayuda. No hay otro libro con imágenes tan hermosa como ángeles parados en el sol, ciudades celestiales de calles de oro y un trono resplandeciente de relámpagos y truenos.

Si me pidieran elegir un versículo de la Biblia, sin lugar a dudas citaría Apocalipsis 2-19 “Al que venciere daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca, y en la piedrecita escrito un nombre nuevo, el cual ninguno conoce sino aquel que lo recibe. Y creo en la promesa dada a los fieles de la iglesia en Pérgamo: el nuevo nombre para los creyentes que vencieron las pruebas y sean fieles a la Palabra de Dios”.

Estamos en el mes de la Biblia instituido por la primera edición de la famosa Biblia del Oso, de la famosa versión Reina-Varela realizada en el Siglo de Oro español. La misma tiene palabras de aquella época hoy caídas en desuso y que casi nadie las entiende. Mi poema “Dime, entiendes lo que lees”, trata de reunir algunas:

Jota y tilde de cerviz/ gazofilacio colmado/ un óbolo escatimado/ en tierras de Neftalí. Un alcornoque en desliz/ al Pretorio sojuzgado/ un zarcillo engalanado/ y antimonio en el perfil. Un ciclo, el aguamanil/ un carbunclo que postrado/ por una cohorte sojuzgado/ al gálbano de su raíz.

Un eunuco escudriñado/ concupiscencia infeliz/ con un onagro espantado/ cual raposa en el cubil. La mandrágora servil/ y un sicómoro acostado/ el anatema imprecado/ con plomada de albañil. Qué bueno redargüir/ bajo un dracma amparado/ tan contento y humillado/ como un vuelo a lo perdiz. En la alheña un alguacil/ y un pollino enalbardado/ como un corso que de asustado/ se esconde en el alfolí. Un almud que entra al redil/ con una aljaba al costado/ y un pináculo asombrado/ corriendo a la codorniz.

Jorge Castañeda
Escritor – Valcheta

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