31/08/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Al paso del tren

Edgardo Lanfré
EMOCIONES ENCONTRADAS: Al paso del tren

Ciro entró al vagón donde vivía, junto a Peter, un yugoslavo del que se había hecho amigo. Ambos entraron al ferrocarril hacía unos siete meses. Se conocieron en el hotel de los inmigrantes, en el puerto, cuando una mañana Ciro se aventuró a alejarse unas cuadras del edificio para curiosear Buenos Aires, “la famosa América”, esa tierra prometida a la que había embarcado hacía un mes. Vio venir a un muchacho que, luego de hablarle en yugoslavo y ver que no lo entendía, le preguntó algo en italiano; su madre había nacido en Italia y le enseñó algo del idioma. Desde ese encuentro decidieron caminar juntos los días por venir, en suelo desconocido. Ese hotel estaba lleno de almas solitarias que deambulaban buscando un rumbo para seguir en ese cielo nuevo, desconocido. Peter le contó que un tío que vivía al sur le habló de la construcción del ferrocarril y que estaban tomando gente. Al día siguiente se encaminaron a la oficina de Ferrocarriles del Estado. Luego de algunos trámites y entrevistas, al cabo de un par de horas, salieron contratados para la obra. Debían presentarse el lunes en la estación Constitución, para ser llevados hasta la punta de rieles, del ferrocarril del sur que avanzaba devorando leguas y uniendo distancias.

Ciro miraba por la ventanilla del tren y no paraba de asombrarse por la inmensidad que veían sus ojos. Hacía una semana subía a la cubierta del barco y veía el mar, que había cambiado por ese otro, de color verde, el de la pampa y luego el gris del desierto patagónico.

–La guerra no ha dejado nada en mi tierra –le contó Peter– la hambruna es muy grande. Después la gran depresión. Mis padres nos dijeron, a mis hermanos y a mí, que partamos. Primero fui donde unos parientes en Italia, pero allí la cosa no estaba mejor.
–Yo me casé hace un año –le comentó Ciro– decidimos con Regina, mi esposa, que yo viniera a probar suerte y aquí estoy –concluyó el italiano– si va bien ella se vendría.

Ciro no pudo evitar que su voz se quebrara al recordar a su esposa. Se había aventurado a lo desconocido, a buscar un futuro mejor. Tuvo frente a él dos opciones: Río de Janeiro o Buenos Aires. Este último destino inclinó la balanza; jugó un papel importante el precio del pasaje (era algo más barato), también el nombre, que proponía algo de “buen aire” para esa nueva vida que intentaría. Ella lo amaba y estaba dispuesta a seguirlo adonde fuera, para Ciro, era una tranquilidad sentirse respaldado.

Allí estaba, en el vagón dormitorio. La puerta de ingreso era por el medio. A la derecha las dos camas, en el centro una salamandra y a la izquierda una mesa, un par de sillas, otra mesa mas chica contra la pared, que hacía las veces de mesada y un banco, sobre el cual descansaba una tina junto a un balde. Estaban cerca de Bariloche, hacia donde apuntaba toda aquella obra monumental iniciada años atrás en San Antonio Oeste.

Se encontraban levantando un puente provisorio sobre el río Pichi Leufú. Posteriormente llegarían los ingenieros para dirigir la implantación del puente definitivo. Ya habían dejado atrás las tareas para instalar una alcantarilla, moviendo tierra y rompiendo piedras a pala y barreta, lo que demandaba largas horas de esfuerzo. Llegaban rendidos a la carpa donde se comía. Generalmente al mediodía compartían algo de mate cocido y galleta. A la noche se comía carne asada, algún estofado o puchero que preparaban los cocineros.

Con Peter habían convenido en ir hasta Bariloche el fin de semana, junto a un par de compañeros de trabajo. Uno era Emilio Alarcón, que venía en la obra desde Valcheta, estaba a cargo de una de las chatas que se desplazaban sobre las vías llevando los rieles cuando ya los durmientes estaban dispuestos sobre el suelo. El otro era Ibiza, un compatriota de Peter, picapedrero, que trabajaba en la construcción de los edificios de las estaciones. Emilio, al igual que Ibiza, ya frecuentaba el pueblo, para Peter y Ciro sería la primera vez.

Al joven italiano el plan le parecía interesante, también quería ver si en el correo había alguna correspondencia. Escribió un par de meses atrás, desde Nahuel Niyeu, pero no obtuvo respuesta. Estaba inquieto. Un capataz de apellido Rosales, le dijo que solía suceder que, al desconocer el idioma, a veces se equivocara el destino y esas cartas quedaran a la deriva en Buenos Aires, sin saber adónde entregarlas. Por eso, en la última que envió, a instancias del capataz, puso la dirección de la oficina de Bariloche, adonde seguro le llegarían. Estaba ansioso. Se trabajaba todos los días pero habían conseguido franco sábado y domingo para la salida.

Temprano partieron hasta la ruta, en un carro que iba periódicamente a buscar los víveres que acercaba una camioneta. En ella, llegaron a Bariloche. Emilio les mostró los movimientos de suelo donde se ubicaría la estación. A Ciro le pareció que estaba demasiado alejada de las casas que se veían más adelante, las que perfilaban el pueblo. La camioneta los dejó frente al hotel donde se alojarían. Un edificio de madera, de dos pisos, que ocupaba media cuadra. Emilio oficiaba de vocero y encargado de la comitiva, pronto consiguió cuartos para alojar. A Ciro le agradó la idea de un baño con agua caliente, hacerlo en el vagón que ocupaban era una tarea difícil. Luego de hacerlo y descansar salieron a recorrer las calles. Ciro no tardó en preguntar por la oficina de correos. Cuando llegaron allí comprobaron que estaba cerrada, que atendía de lunes a viernes. Sintió que algo se le caía encima, no contaba con esa contrariedad, la ansiedad lo dominaba y lo aturdió la decepción.

–Esperate un poco –le dijo Emilio.

Lo vio que golpeaba las manos en la casa vecina. En un par de minutos estuvo de regreso.

–Me dijo la señora que el encargado vive a un par de cuadras –les contó.
– ¿Nos atenderá? –interrogó Peter.
–Si le explicamos que nos vamos mañana calculo que sí –aventuró el criollo.

El jefe de correo, un señor de apellido Esquivel, resultó ser muy atento y pronto les abrió la oficina para comprobar si había una carta para Ciro y si así fuera, entregársela. Al muchacho los nervios le humedecían las manos.

Recordó que en aquella carta que le enviara hacía unos meses le había dicho a Regina que estaba trabajando en el ferrocarril, que era un trabajo duro pero estable y que si veía posibilidades de establecerse le enviaría dinero para que venga. En esos meses había ahorrado lo suficiente, viviendo en los campamentos no tenía ningún tipo de gastos. Lo poco que vio de esa incipiente ciudad a la que habían llegado le pareció muy lindo. Todavía le faltaba bajar hasta la playa de ese lago azul donde se recostaba la aldea y las montañas que se veían a lo lejos le recordaban algo de su tierra. A Peter le sucedía lo mismo.

El señor Esquivel pasaba con paciencia uno a uno los sobres que tenía en un cajón, leyendo en voz alta el nombre del destinatario, eran las correspondencias para ser retiradas en la oficina. Ciro alcanzó a ver uno con los bordes de color verde y rojo.

– ¡Aquel! –dijo, casi sin querer, desbordado de alegría.
–A ver, a ver –dijo el jefe de correo, salteando algunos, yendo directamente al que señaló el joven.

El muchacho lo apretó contra su pecho. Peter le palmeó la espalda. Salieron de la oficina y caminaron hasta el lago, a unos metros de allí. Lo dejaron solo. Ciro se sentó en una piedra y con suavidad abrió el sobre. “Aquí poco ha cambiado desde que te has ido. Estoy viviendo en casa de mis padres y hago algunas costuras. Casi todos los días cruzo a tus padres, ellos están bien”. Ciro detuvo un instante la lectura. Vivían en la misma comuna, sus familias compartían unas tierras aledañas donde tenían plantaciones de trigo y huertas. Allí, una tarde, confesaron su amor. “A veces sueño que escucho la voz del cartero llamando en la puerta. Me alegra mucho que hayas conseguido trabajo y que dispongas todo para que vaya. Pero no iré sola”. Ciro detuvo la lectura, asombrado, sorprendido. Leyó lo que seguía una y otra vez, palabra por palabra, agitado. Un grito nació de lo profundo de su pecho, subió a su garganta y estalló en su voz, alertando a sus compañeros, que estaban a unos metros. “En unos días serás padre”, decía en el papel.

Allí, a tanta distancia, solo, en una tierra desconocida, con esos compañeros que lo abrazaban haciéndose partícipes de su alegría. Cruzó el lago, el desierto, la pampa, el océano y en el trigal de la aldea la abrazó. Y celebró la vida.

Edgardo Lanfré

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