27/04/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Dulce de mosqueta

EMOCIONES ENCONTRADAS: Dulce de mosqueta

Florencia llegó a la casa de su abuela algo más feliz que de costumbre. Si bien era una fiesta cada vez que la veía, ese día lo era más aún porque iban a hacer juntas dulce de mosqueta, ese que tanto le gustaba y que es parte de la cultura de los pueblos de la cordillera. Olivia, su abuela, la esperaba con todos los frutos esparcidos sobre la mesa de la cocina, los habían ido a juntar el fin de semana anterior y ya les habían retirado los tallos y hojas que tenían adheridos.

- Sacá la olla de abajo de la mesada y llenala de agua -le pidió la abuela a su nieta.
-¿La grande de aluminio? -preguntó Florencia.
- Sí -contestó la abuela.

Mientras se calentaba el agua, lavaron cuidadosamente las mosquetas, luego las pusieron en la olla.

-¿Cuánto tiene que hervir abue? -preguntó ansiosa aquella muchachita, con sus doce años a flor de piel, tomada del brazo de su abuela, disfrutando el momento.
- Va a tener que estar un rato -dijo la abuela mirando dentro de la olla-, hasta que empiecen a deshacerse -concluyó.

Se sentaron a la mesa de la cocina. Olivia acercó el mate. “Mi mamá sabía mandarnos al monte a juntar mosqueta”, comenzó a relatarle a su nieta. “Salíamos con mis hermanas aquí atrasito, era todo monte. Llevábamos bolsas, baldes y pasábamos toda la mañana o la tarde juntando. Había cantidad de gente haciendo lo mismo. Yo era muy hábil, siempre ganaba. Tenía unos guantes de cuero así que agarraba la rama, le pasaba la mano y las mosquetas caían en el balde. Después llegábamos y a limpiarlas, una por una. Hacíamos carreras, a ver quién limpiaba más. A veces a la noche calentábamos grasa arriba de la cocina a leña y nos poníamos en los dedos para sacarnos las espinas. Si había alguna rebelde mi mami usaba una aguja. También hacíamos de grosellas. Cuando mi papá iba con el carro a acarrear leña, traía y hacíamos”.

Florencia escuchaba con atención el relato de su abuela. Aunque hacía poco había entendido cómo se elaboraba algo casero, desde siempre tuvo preferencia por aquel dulce de su abuela.

- ¿Y todos los chicos comían dulce hecho en la casa? -preguntó.
- Claro, este es el dulce de los pobres -comentó Olivia, mirándola con picardía-, sale barato, solamente hay que comprar azúcar y conseguir frascos.

Transcurrido el tiempo suficiente, en el que cada tanto Olivia enseñaba a Florencia como revolver suavemente la olla con la cuchara de madera, dejaron reposar aquella pasta chirlosa, de color naranja intenso. Cuando estuvo tibia, comenzaron con el siguiente paso.

- ¿Qué es eso abue? – preguntó intrigada Florencia, mirando unos lienzos blancos que la abuela traía del dormitorio.
- Estos eran pañales de los de antes -dijo Olivia con una sonrisa- son para colar la mosqueta.
- ¿Con un pañal? -exclamó la jovencita.
- ¿Viste? No está usado eh -sonrió la abuela- son de cuando tu mamá y tus tíos eran chicos. En esa época no existían descartables. ¡Había que lavarlos!, después los hervíamos para que quedaran blanquitos -sonrió divertida la mujer.
- Mamá dijo que a veces usan un can can -continuó Florencia.
- ¡Sí! -asintió Olivia-, que no esté usado –remató, divertida.

Fueron metiendo aquella pasta espesa dentro del lienzo que fuera un pañal, luego dejando caer la coladura en otra olla.

- ¿Ves cómo van quedando las semillas? – le mostró la abuela, mientras dejaba lo que había quedado en la tela en una palangana.
- ¿Y con eso qué se hace? -preguntó la niña mientras lo revolvía con sus dedos.
- Si tuviéramos gallinas se lo dábamos, pero ya no dejan. Hay que tirarlo. Una pena -dijo Olivia-. Ahora hay que lavar la olla grande para hervirla con el azúcar -indicó.
- ¿Cuántos años tiene? -preguntó intrigada la niña, observando la olla de aluminio, con las manijas de bronce.
- Esa la compramos con tu abuelo cuando tu mamá era chica -respondió la mujer.
- ¡Y está como nueva! -exclamó Florencia.
- Claro, por eso te digo que la laves con jabón blanco y virulana. Esas cosas que usan ahora no limpian bien -dijo besando a su nieta en la frente.

Pusieron a hervir la olla con la mosqueta colada y con algunas tazas de azúcar que cuidadosamente midió Olivia.

La tarde las encontró a las dos conversando en los sillones del comedor. “A veces juntábamos de más y después de limpiarlas bien, íbamos abajo, a venderla a las dulcerías. Nos hacíamos unos pesitos. Ahí nos conocimos con tu abuelo; él trabajaba en una fábrica. Andaba todo de blanco y con un gorrito. Era flaquito y muy buen mozo. Cuando éramos muchachitas con tu tía, mi mami nos compraba lana y hacíamos pulóveres y también los vendíamos.

Había que colaborar porque el trabajo de mi papá a veces no daba abasto para tanta gente.

- Estos son los frascos que tu mamá reniega que yo no tiro -dijo Olivia, trayendo unos cuantos en una caja- ya los herví y están limpitos -los dejó sobre la mesa.
- ¿Y ahora? -preguntó Florencia.
- Ahora los agarramos uno por uno y los vamos llenando de dulce -dijo Olivia, mostrando a su nieta el procedimiento.
- Vamos a llenar un montón -comentó la jovencita.
- Y sí. Hay que darles a tus tíos para que coman tus primos y a algunos vecinos -explicó la abuela- además, vos te lo comés todo -dijo, tomando tiernamente de la mejilla a su nieta.

Olivia trajo un pan casero, envuelto en un repasador y mantequera.

- ¿Hiciste las etiquetas? -preguntó la abuela mientras miraba como su nieta daba cuenta de una rodaja de pan, untado con manteca y dulce.
- ¡Sí! Las hice ayer -contestó Florencia mientras buscaba en su mochila.
- Pegáselas -propuso la abuela.

Florencia fue pegando en los frascos aquellas etiquetas hechas en un rectángulo de papel blanco, con letras de colores. “Dulces de Abue y Flor”.

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