23/03/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Doña Elena

EMOCIONES ENCONTRADAS: Doña Elena

Hace algunos años, me encontré con doña Elena, así la conocí toda la vida. Era clienta del negocio de mis padres, formaba parte de esos rostros de vecinos de toda la vida, que son las postales que uno guarda en su memoria. El encuentro fue en la calle Mitre, a la altura del setecientos, ella estaba parada a la salida de un comercio mirando el edificio de en frente, de varios pisos, apoyado en la falda del cerro, donde más arriba pasa la calle Moreno.

Luego de saludarla le pregunté, en broma, si andaba con ganas de comprar un departamento. Me dijo que, al salir del negocio, se acordó que allí donde estaba aquella construcción, caía una cascada, que al llegar abajo formaba una laguna. “Era una especie de piletita entre el pasto. Había cantidad de patitos, teros, bandurrias y otros bichitos. Sabíamos venir a juntar florcitas que crecían alrededor”, me dijo, mirando asombrada, quizá buscando todo aquello entre el cemento. “Nosotros vivíamos a unos metros, para allá”, me dijo señalando hacia el lado del paredón. “Mi papá tenía un solar grande que llegaba al lago casi. Teníamos quinta y animales. Agarrábamos esta calle, que era de tierra, y nos íbamos a la escuela. Era muy lindo caminar mirando las casitas, de muchos colores. En primavera, tenían unos jardines hermosos y, entre una y otra, se veía el lago”. La invité a corrernos hacia la pared pues la urgencia de esa ciudad alocada, amenazaba atropellarnos.

“Allá estaba el hotel Suizo. Era un edificio hermoso, todo de madera. No me acuerdo si estaba pintado de rosado o amarillo, con las puertas y ventanas blancas. Ocupaba casi toda la cuadra. Tenía varios techos, como si fueran tres casas juntas. Adelante había como un corredor y varias escaleritas. En el primer piso, tenía balcones y una especie de galería. Mi mamá trabajó de mucama en un tiempo. Nos contaba que abajo tenía un salón grande, que usaban de comedor y un bar. En la parte de arriba, había muchas habitaciones, las que daban al lago eran las más caras. Ahí se sabían hacer fiestas y bailes. En verano, sacaban mesas al corredor y la gente tomaba el té. A veces, para carnavales o las fiestas, le ponían guirnaldas y luces. Se celebraban las fiestas patrias también. En el corredor de adelante, que estaba más alto que la calle, se ponían las autoridades y al costado tocaba la banda. La habían armado con instrumentos que donó alguien de Buenos Aires y tocaba el que sabía algo, chicos y grandes. Nos sabíamos quedar ratos escuchándolos. No sabían muchas piezas, así que a veces repetían dos o tres veces la misma”.

“¡No sabés lo que fue el día que se incendió! El calor llegaba como a doscientos metros. Unas llamas impresionantes. Vino casi todo el pueblo, unos a ayudar y otros a curiosear. En la parte de atrás, había unas casas de unos vecinos, que por el calor también empezaron a quemarse, ¡pero fue de golpe!, como que explotaron. Una señora gritaba desesperada. Habían quedado sus hijitos adentro. Resulta que la mujer, que era sola, salió a mirar y los hijos estaban durmiendo. Mi tío Anselmo, que era bombero, agarró un tirante grande, rompió la puerta de atrás y se metió entre las llamas y pudo sacar a los nenes. Dijo que, entre el humo, alcanzó a ver en un rincón a la nenita, de unos nueve años, que había metido a su hermanito adentro de un fuentón de chapa, para protegerlo del calor. El tío le entregó los nenes a la señora y cayó al piso, ahogado, lo tuvieron que atender en el hospital. Resulta que la nena era alumna de la escuela 16 así que, a los pocos días, se hizo un acto y les entregaron un premio a los dos, por el coraje que tuvieron”.

La acompañé hasta la esquina, antes de que el brazo hirviente de la ciudad me abrazara y me llevara por sus venas. Esta urbe tan distante de aquella aldea que me mostró doña Elena.

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