EMOCIONES ENCONTRADAS

| 02/03/2019

La canilla de la esquina

La canilla de la esquina

“Parece que jamás me hubiese ido”. Mario sintió una voz interior que le susurraba aquello en el umbral del alma. Caminó por la calle de ripio, muy lentamente, como dándole sentido a cada paso que lo acercaba a aquel que fuera su barrio, en dirección a su pasado. Observó el perfil inconfundible de las casitas de madera, a las que el progreso no había rozado. Las ciudades a veces tienen eso: se ocupan del centro, de lo que se ve y dejan en el olvido a los barrios ocultos. Allá en la esquina, alcanzó a divisar la que fuera su casa, estaba igual. El cerco de tablas, grises por el paso de los años y la falta de barniz; el manzano, donde pasaba largas horas trepado sin saber porqué, pero le encantaba mirar el barrio desde esa especie de mangrullo que le ofrecía aquel árbol que regalaba una vez al año esas manzanas pequeñas, tan sabrosas. Le pareció ver a su madre, asomada al portón, con el delantal floreado, llamándolo para que entrara. Un par de casas más allá estaba la de Jorgito, el eterno amigo al que la vida se le escurrió de las manos muy pronto, cuando apenas remontaba vuelo. Jamás lo olvidó, fue ese hermano que no tuvo. La humildad de ese caserío, al que la modernidad llama villa y en aquellos tiempos rancherío, fue el cielo donde echaron a volar sus fantasías y sueños, en esa edad donde no cuenta la pobreza y la riqueza es la felicidad de los amigos, las calles y veredas. La partida de Jorgito lo había partido al medio. Era demasiado chico para entender los golpes de la vida, pero sÍ, con el paso de los años, se dio cuenta que aquel fue el dolor más grande que haya sufrido.

Mientras caminaba, recordó aquel mediodía en que andaban por el campo, ese que empezaba donde terminaba el barrio, el que luego fue cubierto de casas y surcado por calles. Iban con Jorgito juntando mosquetas cuando vieron pasar a unos muchachotes corriendo. Se quedaron quietos, mirándolos e instintivamente se escondieron tras una de las plantas; después vieron pasar a unos policías por la huella que se internaba entre los matorrales, persiguiéndolos. Intuyeron el peligro y corrieron a sus casas. A media tarde, apareció la policía en el barrio, buscándolos. ¡Los culpaban de haber robado!, los confundieron con aquellos que escapaban.

-¿Qué hicieron Mario? – le preguntó su mamá delante de los agentes.
-Nada, ma – dijo aterrado. – Estábamos juntando mosqueta.

Los padres de Jorgito no estaban. Un policía lo tenía tomado del brazo y él forcejeaba para soltarse.

-¡No hice nada, suélteme! – le gritaba al uniformado.
-Yo te he visto con los que escaparon, allá abajo – dijo el policía, mirándolo fijo.

Hacía mención al centro, Jorgito era lustra botas. Paraba a la entrada de una galería, donde además de otros que se dedicaban a lo mismo, también paraban diarieros y vendedores de rifa.

Los policías les tomaron los datos, a ellos y a la mamá de Mario, y se retiraron.

-Entren – ordenó la madre de Mario.

Jorgito estaba al cuidado de ella durante las horas en que sus padres trabajaban. A la mujer, le costaba creer que hubiesen hecho algo malo. Sus picardías no pasaban de las de un chiquilín de barrio. Jamás robarían.

-Diganmé la verdad – les dijo ella, mirándolos a ambos sentados a la mesa, ya repuestos del susto.
-No hicimos nada, Ema – dijo Jorgito. – Estas cosas nos pasan por ser pobres. Nos vieron ahí y se vinieron derecho al barrio, suponiendo que fuimos nosotros.

Mario vio unas lágrimas brotar de los ojos de su amigo. Estaba seguro de que eran de rabia, dolor e impotencia.

-Se creen que porque uno lustra botas es ladrón – prosiguió. – Un día vamos a vivir en casas de ladrillo y no nos van a joder más – concluyó, con la voz entrecortada por los sollozos.

Ema lo abrazó y le secó las lágrimas con el borde del delantal.

-Está bien, Jorgito, yo sé que sos bueno y no robás. Ya se va a aclarar todo – dijo Ema apretándolo contra su pecho. – Ayudás mucho en tu casa con tu trabajo – concluyó aquella mujer que también sintió lo que el pequeño al que abrazaba, había dicho con tanta sencillez y profundidad. Ser pobre es difícil.

Siguió caminando por las calles enripiadas, acompañado del aroma a leña quemada que brotaba de las chimeneas. Allá en la esquina, estaba la canilla, donde se acercaban a cargar bidones, ollas, baldes, fuentones y todo lo que sirviera para acarrearla a la casa. Era una buena oportunidad para encontrarse, igual que cuando pasaba el camión querosenero. Estacionaba justo ahí, al lado de la canilla y venían todos a comprar ese combustible del olor tan particular. El hombre (nunca supo el nombre), llegaba tocando una corneta de bronce que llevaba agarrada al espejo retrovisor del viejo camión color celeste, convocando a todos. Descendía y se paraba junto a la enorme canilla que estaba debajo del tanque, por la parte de atrás. Allí surtía a los clientes. Luego se alejaba a alguna otra esquina; los chicos lo acompañaban hasta que se alejaba de las calles del barrio.

En la esquina, donde estaba la canilla del agua, todavía se podía ver el pedestal de piedra y cemento que sostenía el caño. Allí había quedado, una especie de monumento que había dejado de recuerdo el agua potable que llegó luego. La misma vereda de tierra, aquella que inevitablemente estaba inundada por el agua que caía de los recipientes o la que perdía aquella vieja canilla de bronce, algo más grande que las de uso hogareño. Allí llenaban las bombitas de carnaval, para las interminables guerras de los veranos. En ella, tomaban “del pico”, en las treguas de los partidos jugados en la calle, donde la vieja Pulpo de goma saltaba como un conejo entre las piedras.

Junto a esa canilla fue donde un día la invitó a Silvia, la hermana de Jorgito, a ir al cine un sábado a la tarde y a la que, un tiempo después, le robara el primer beso, un otoño que llenó de flores su corazón. Desde aquel día, comprendió que era el amor de su vida. Ella no estaba allí para acompañarlo, se había quedado en la casa que ambos compartían hace años y donde criaron a sus hijos. Hubiese querido estar, pero quiso quedarse, quizás resguardándose del dolor.

Mario miró hacia la mitad de cuadra, donde estaba la casa de Jorgito y vio que el camión había llegado; estaba atracando en el portón. Un par de hombres comenzaron a acarrear lo poco que quedaba en esa casa abandonada.

Comenzaron a desocuparla, sería demolida por sus nuevos propietarios, a quienes sólo importaba el terreno. Para ellos, eran un montón de tablas, cartones y chapas. Para Mario y Silvia, era algo que no se veía. No se quedaría a ver el desguace de un pedazo de sus vidas. Por eso, ella no lo acompañó; él comprobó que la distancia y los años le habían acrecentado la pertenencia a ese lugar, a esas calles. Les pidió a los hombres que se detuvieran e ingresó a la casa. Allí estaba la cocina a leña y, a su lado, una banqueta larga. Pasó la mano por una de las tablas de la pared. Fue hasta el que fuera el dormitorio de Jorgito y Silvia, donde sólo quedaba una desvencijada cómoda. Sobre ella, un espejito enmarcado en plástico, en el seguramente estaría guardado el destello de aquella niña de la que se enamoró, la que después sería su compañera. Bajó la vista, en un rincón vio el cajoncito grisáceo, manchado por el betún y la tinta; adentro, un par de cepillos y una franela renegrida. Mario se llevó las manos a la cara, se apoyó en una de las paredes y allí se quedó por un instante, inmóvil, con los ojos perdidos en las tablas del piso. Volvió a sentir los pies mojados por el agua que se le caía del balde, viniendo de la canilla, la corneta del querosenero, el aroma de la leña quemándose y la voz de su amigo llamándolo desde la esquina.

Tomó el espejito, el cajón y salió. Desde el portón, dio una última mirada y le pidió a aquellos hombres que acaben con su tarea.

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