08/09/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Recuerdo azul

EMOCIONES ENCONTRADAS: Recuerdo azul

Hortensio Lincopán era puestero de una estancia, de esas inglesas establecidas en la Patagonia a fines del siglo diecinueve. Como tantas de ellas (y esta no era la excepción), tenían una importante cantidad de tierra y se dedicaban básicamente a la cría de ovejas. Para el tiempo de la esquila, solían estar días enteros llegando al casco los puesteros con sus arreos. Era mucho el personal con el que contaba el establecimiento. Los patrones se hacían presentes más que nada en primavera y verano, y los visitaban parientes y amigos, algunos desde la misma Inglaterra. Zenaida, la esposa de Hortensio, trabajaba en la cocina de ayudante y su hija mayor, Mabel, la acompañaba cuando había huéspedes, para ayudar con las camas y la limpieza. Aquella mañana, con el sol ya firme en el cielo, la muchacha había ido hasta el mallín cercano a la casa, a ver si encontraba huevos de unas gallinas que solían poner allí, lejos del gallinero. Vio venir de a caballo a su padre, acompañado por alguien que montaba a su lado, seguramente sería un visitante y lo había sacado a recorrer el campo. Hortensio los presentó.

- Mabel, el es el joven Conrad, huésped de la estancia.
- Buenos días –, dijo él en un dificultoso castellano, acercando su caballo, tendiéndole la mano.
- Buen día señor –, contestó Mabel.

El sol le iluminaba el rostro a aquel hombre y le hacía brillar el pelo dorado. Sus ropas eran distintas a las de los habitantes del lugar. Mabel apenas pudo sostener la mirada, los ojos azules de ese joven apuesto le perforaban los suyos. Se metieron en ella y llegaron al corazón. A aquella muchachita de dieciocho años, se le volvieron primavera las flores del vestido y le perfumaron el alma. Fue un instante que pareció eterno y que cambió para siempre el destino de ella. Los jinetes siguieron camino y la muchacha volvió a su casa.

Al día siguiente, su madre le pidió que la acompañe; esa noche habría una cena con invitados y debía ayudarla. Mabel sintió una alegría especial, seguramente volvería a ver a ese gringuito que le había quitado el sueño. Su madre, al igual que su padre, estaba tan en sus cosas y en complacer a sus patrones que no repararon en los sentimientos de su hija; aunque lo hubieran hecho, no cabía ni en la más atrevida fantasía soñar con la mirada de un patrón, o sus parientes. Lavó dos veces su pelo azabache con mucho jabón blanco, le quedó esponjoso y se derramaba inquieto por la espalda, sobre su mejor vestido. No podía olvidar esa mirada.

Estaba repasando los muebles de la sala principal cuando escuchó su nombre pronunciado por alguien detrás de ella, desde la puerta. Era Conrad.

- ¿Cómo estás tú? –, preguntó con la lengua pesada por tanto inglés. La hija del puestero también lo había inquietado, con ese aire silvestre tan del lugar, tan fresco, su pelo renegrido, brillante y su figura pequeña pero armoniosa. Lo miraba con los ojos escondidos en los párpados levemente hinchados. Distaba tanto de las damas inglesas.
- Bien, señor, preparando todo para esta noche –, respondió ella jugando con el trapo entre sus manos.
- Llámame Conrad –, dijo él. La entrada de Ema, el ama de casa, interrumpió el diálogo entre ambos.

A la hora de servir la cena, Mabel se retiró a su casa, apenas a un par de minutos del casco. El puesto del que estaba a cargo Hortensio era el más cercano a la casa principal. Cruzó el patio y, aprovechando que desde el salón iluminado no se veía hacia lo profundo de la noche, se detuvo a mirar el interior. Y a él. Por fin lo contempló con tranquilidad, sin nervios. Tendría poco más de veinte años y una figura armoniosa. Vestía un saco de cuero marrón claro sobre una camisa blanca y se acomodaba nerviosamente un flequillo que le caía sobre la frente.

Los días siguientes se cruzaron un par de veces e incluso llegaron a conversar algo más, una tarde que Conrad la acompañó de regreso a su casa. Él lucía inquieto, como si no quisiera ser visto por alguien.

La noche del sábado había una cena de despedida, para lo cual llegarían algunos invitados. El joven sobrino de los dueños regresaría a su tierra. Mabel decididamente comprendió que estaba enamorada, cuando sintió un dolor que la quebraba, al enterarse de su partida. Doña Ema le había pedido que se quedara, porque había que ayudar por la mañana con la atención de los huéspedes. Cuando eso sucedía, dormía en la casa del personal, que estaba detrás de la principal, a un costado de los galpones.

Cuando ya había terminado la cena y todos se encontraban en el salón principal para saborear un café, Mabel se retiró a descansar. Iba cruzando el patio cuando escuchó la voz de Conrad, detrás suyo. No sólo la llamó por su nombre, también llamó a su sangre, a su piel y a toda su humanidad que acudió a su encuentro. Él la tomó de la mano y la condujo al galpón. La boca oscura de la puerta los devoró. Ella alcanzó a ver un rayito de luna que entraba por las hendijas de las maderas del techo antes de cerrar los ojos y sentir ese beso que le inauguraba el deseo.

La ausencia de aquel muchacho creció en el vientre de Mabel. Hortensio y Zenaida decidieron llevarla al campo de unos familiares, lo suficientemente lejos para ocultarla de indiscreciones y preguntas difíciles de contestar. Una charla con los patrones los ayudó a tomar aquella opción. Mabel crió a ese hijo de cabello renegrido como ella y los ojos del padre. Envejeció hilando y tejiendo en el telar sin que nadie lograra jamás penetrar ese cofre donde guardó aquellos días y la noche en el galpón, entre los brazos de aquel joven, con aroma a pasto y lana. Le pareció insignificante el precio que pagó por lo vivido. Sin darse cuenta, todos sus tejidos, en alguna guarda o hebra, tuvieron algo de azul, tal vez, para recordar la mirada de aquellos ojos.

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