EMOCIONES ENCONTRADAS  

| 01/09/2018

Son cosas del amor

Son cosas del amor

Doña Berta, mirándome desde sus ojos azules, me contaba de la llegada de sus padres desde Alemania, junto a sus abuelos, trayéndola a ella y sus hermanos pequeños. La depresión del 30 hacía estragos en Europa e invitaba a la gente a subirse con lo puesto al primer barco que zarpara. Unos parientes habían llegado antes y les contaron que, por esa zona, se había armado una colonia alemana y allí llegaron. Sus ojos tenían mucho del mar, su misterio y profundidad. A pesar de sus ochenta años, esa mirada era jovial, llena de luz. “A vos, que gusta contar historias, te voy a contar la mía con este morocho”, dijo sonriendo, mirando a su esposo, Horacio, un criollo pampeano. La noche anterior, habían compartido una fiesta por sus sesenta años de matrimonio rodeados de familiares y amigos y, esa mañana, sentados frente al ventanal de su casa, que da al campo, desgranaban recuerdos de toda una vida juntos. 

- A este negro, yo lo conocí en un baile en el pueblo –dice ella, haciendo  mención a Quemu Quemu, cerca de General Pico, en La Pampa–. Él andaba con unos amigos y yo disimulada le eché el ojo –, relata Berta sonriendo, mirándolo a él, invitándolo al recuerdo.

- Yo trabajaba en un campo, de peón. ¡Estaba lleno de gringas esta zona! Pero, a un oscuro como yo, ni se le cruzaba por la cabeza acercársele a una –, dijo Horacio, divertido.

- Yo conocía a uno de los muchachos que andaba con él, que era chofer de un campo cerca del de mis padres y le pregunté quién era. Se ve que el otro, ni lerdo ni perezoso, fue y le contó a este.

Horacio, que había ido hasta la cocina a calentar un poco más de agua para la rueda de mates, desde allá aportó.

- Yo pensé que me estaba cargando el otro, pero coraje siempre me sobró y, aunque sea para no darle el gusto a la cargada, me le acerqué y la invité a bailar. ¡Y salió!” –, dijo con una carcajada, acercándose y trayendo la pava y un plato con algunos trozos de budín.

- Nos empezamos a ver a escondidas. Imagináte, en mi casa se llegaban a enterar de que yo me veía con un muchacho del pueblo y que era peón, ¡me mataban! –, dijo Berta, acompañando su exclamación con un gesto de sus manos.

- ¡Y encima oscuro, che! –, aportó él.

La mano de ella cruzó el aire como una torcasita temblorosa, a posarse en la de él, que la esperaba. Sus miradas todavía brillaban, con esa luz misteriosa e indeleble del amor profundo, el forjado en la adversidad. El amigo que los presentó les prestaba su casa para encontrarse, lejos de las vigilantes miradas de quienes no podían entender el fuego que los envolvía.

- Una noche –continúa Berta– vinieron a cenar a mi casa unos vecinos de la colectividad, para presentarme a un muchacho con el que me quería casar mi abuela; ella era la que mandaba en casa, lo que ella decía, se hacía. Era nieto de un amigo de ella, de allá, de Alemania, que también se habían venido a La Pampa. Al otro día, salí rajando a verlo a este, teníamos que formalizar: “apuráte le dije, que anda revoloteando otro” –, Berta hizo círculos con la mano por sobre su cabeza y me guiñó un ojo, sonriendo con picardía.

- Era ahí o nunca –dice Horacio, que escuchaba con atención el relato de Berta–. Era difícil la parada. Quedamos en que yo iba a ir a almorzar el domingo.

El aire tibio de la primavera que recién comenzaba se había instalado sobre el campo, dejando entrar por la ventana entreabierta un aroma que llenó de sensaciones el relato de aquella pareja, que desgranaba su historia con la ansiedad de la juventud, apasionada, intacta. 

- ¡Me mandé a hacer un traje! Gris, hermoso –exclama Horacio–. Le pedí prestados unos pesos a un amigo –, dijo, mirándome sonriendo, con cierta vanidad, invitando a ver su talla.

- Si, ¡pero andaba en bicicleta! –, dijo Berta, soltando una carcajada que llenó el comedor de frescura.

- ¿Te imaginás como llegué? –continua él–. Pedaleando quince kilómetros desde el pueblo hasta el campo y sujetando el manubrio con una mano, porque en la otra llevaba un ramo de flores.

- Cuando salí a recibirlo al patio…, –interrumpe ella, dejando pesar el silencio– tenía los lamparones de transpiración debajo de los brazos, en la espalda y un mapa dibujado en la cara, por la tierra –ella sonreía verdaderamente divertida, él también–, lo acompañé a lavarse y que no lo vean, mi familia estaba en el comedor.

- ¡La cara de la abuela cuando entramos! –, dijo Horacio llevándose las manos a la cabeza.

- ¡Que hace ese negro en mi casa!, gritó mi abuela, se paró y se fue. Mi papá también –, dijo Berta moviendo su cabeza negativamente y clavando sus ojos en mí, luego en su esposo. Por primera vez, el mar de su mirada se mostró bravío, no podía entender esa barrera que podía ser un color de piel o una posición social, casi habituales para el lugar y la época.

- Mi mamá nos sirvió algo de comer en la cocina y después yo lo despedí a él en el patio –continuó relatando ella–. Me estuvieron sermoneando toda esa tarde y, por unos días, no me dejaban ni asomar la nariz.

- Yo volví despacio con la bicicleta, pensando “¡para que vine!” –, recuerda Horacio.

- Yo me mantuve firme: “con él o con nadie”, les dije – Berta reafirma el relato golpeando la mesa, enérgica, a pesar de los años transcurridos –. Si no lo aceptan, en cuanto se descuiden, me escapo –continuó diciendo–. Estaba decidida yo –, concluye mirando a su esposo.

- ¡Y aquí estamos!, sesenta años pasaron –, comentó aquel hombre, orgullo, por lo actuado y vivido junto a su compañera.

Otra ronda de mates, y algunas reflexiones sobre aquellos tiempos y las consecuencias de las barreras que no dejan al amor obrar libremente y que la rebeldía juvenil logra saltar. Me despidieron en la puerta de su casa. Los imaginé trabajando esa tierra juntos, arando y sembrando, porque todavía no podían tener peones. “Yo andaba con la panza y el vestido arremangado sosteniéndole el caballo, para que el arregle el arado”; de los viajes en carro con ella embarazada, yendo al pueblo, del nacimiento de los hijos y tantas vivencias a partir del amor germinado en ese suelo pampeano, ese amor que se eleva puro y vencedor por sobre las razas y colores de piel.

Me fui por la huella, aún de tierra, creyendo ver venir por un costado a ese morocho pampeano, enamorado, de traje gris y con un ramo de flores en su mano.

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