UNA SOBRINA DEL BARILOCHENSE EVOCA SU PASIÓN

| 14/06/2023

Hans Schulz y “el último de los mejores”: Bob Dylan

Hans Schulz y “el último de los mejores”: Bob Dylan
Bob, el último de los mejores.
Bob, el último de los mejores.

Melisa Rep vive en Berlín y allí vio al icono del folk-rock. Al término del concierto, pensó en escribirle a su tío y en compartir impresiones con los vecinos y vecinas que todavía lo recuerdan.

Melisa Rep es sobrina del recordado Hans Schulz, el antropólogo, docente, periodista y fotógrafo barilochense que partió algo menos de cuatro años atrás. Además del insoslayable “Mandato paterno” (EDUCO – 2011), dejó innumerables columnas e intervenciones radiales, en las que, entre otros aportes, contagió su fervor por Bob Dylan. En la actualidad, Melisa reside en Berlín, donde el creador de tantos clásicos del folk-rock tocó en octubre del año pasado, por entonces, a sus 81 años. Horas después del concierto, pensó en escribirle una suerte de carta abierta a su tío y también, en compartirla con la gente de Bariloche que todavía siente su ausencia. Varios mails con este cronista y unos cuantos meses después, el texto se hizo cuerpo y aquí se comparte íntegro, como fue la intención de su autora, quien lo dató durante el mes en curso en la capital alemana, con el título “The last of the best (El último de los mejores)”.

Querido Hans: ahora que en estos días cumplió nuevamente años, quiero contarte de la vez que fui en tranvía a ver a Bob Dylan.  Sí, a Bob Dylan. El maestro. El músico. El Nobel. El inigualable.

Era una noche despierta de octubre, el año pasado. Los vagones amarillos del tranvía cortaban la oscuridad naciente. Este barrio, en el que hoy vivo, ayer era comunista. Cerca del río, entre los edificios de lujo que brotaron como hongos tras la caída del Muro, está la sala de conciertos. También el Muro sigue ahí, un trozo de varias cuadras de largo que la ciudad preservó como una cicatriz de guerra. Sobre ese trozo están las pintadas más famosas, las de los años 90: el autito comunista que se libera, la bandera israelí que se solapa con la alemana, el beso fraternal entre (Leonid) Brézhnev y (Erich) Honecker.

A la sala de conciertos no podíamos ingresar nuestros celulares. Leíste bien. Tomaban tu teléfono y lo ponían en una bolsa de tela con un mecanismo de cierre que sólo ellos podían volver a abrir. ¿La paranoia del músico? ¿Un gesto de soberbia? ¿Una medida totalitaria contra el totalitarismo de la distracción y de la apropiación?

Lo cierto es que, sin teléfonos en la mano, el público, mientras iba llenando la sala, se daba a la reflexión. Por ejemplo: los tres hombres de la fila detrás de mí, estaban convencidos de que el día era un jueves y no un miércoles y nada con qué chequearlo. Yo misma me hice amiga de mi compañera de butaca, Brigitta, que luego me prestaría sus binoculares (había venido muy preparada) para verlo a Bob un poco más de cerca. Pero, además, ¿qué pretendemos con nuestros celulares sino mostrarle al mundo, con fotos y videos, que estuvimos ahí? ¿Que vimos en vivo a una leyenda viva? ¿Que durante dos horas ininterrumpidas nos envolvió la música y la voz y la áspera presencia de la persona que a su vez escribió “The times they are a-changin”, “Blowing in the wind”, “Political world” y “Murder most foul”? A mí me alcanza con contártelo.

“Murder most foul”. Una canción que no llegaste a escuchar, Hans. Una balada dedicada al asesinato de Kennedy, con referencia a Shakespeare en el título y a decenas de músicos y momentos claves de la cultura del siglo XX en sus diecisiete (¡diecisiete!) minutos de duración. Salió en su último disco, este que vino a presentar a Berlín aquella noche de octubre, y fue número uno del Billboard en los Estados Unidos, una primera vez para Dylan.

Hans Schulz.

Pero no la tocó aquella vez. No íbamos a pedirle tanto. Aquel público devoto y respetuoso, en esa noche de octubre, tenía, en un cálculo hecho a vuelo de pájaro, unos 50 años promedio. Entre tanta cabeza blanca, sin embargo, te lo juro, Hans, vi a un niño. Un nene que podrá contarle a sus nietos que él también estuvo ahí, que, aunque el recuerdo sea borroso y las melodías ya indistinguibles, él también lo vio tocar a Bob Dylan, 60 años después de que el mundo conociese su voz rasposa y su universo literario por primera vez.

De hecho, un mes más tarde, le escucharía decir a la escritora inglesa Deborah Levy que ella había terminado de entender el premio Nobel a Dylan al escuchar a Patti Smith cantar (y equivocarse y volver a empezar) “A hard rains a gonna fall” en la ceremonia de Estocolmo: “fue la manera en que ella la cantó”, dijo Levy, “pude escuchar la excelencia del lenguaje. Y su extrañeza. Como aquellos versos que dicen ‘una carretera de diamantes sin nadie’, o ‘una escalera en el agua con una mano sangrante’... Entonces pensé: sí, Dylan está construyendo un lenguaje, fue acertado premiarlo, ¡Patti Smith me lo enseñó!”

Los versos con los que empezó el concierto, en octubre, fueron otros: “What's the matter with me / I don't have much to say”. “Qué pasa conmigo / no tengo mucho para decir / el alba se escabulle por el ventanal / y yo aún en este café abierto toda la noche”. Es “Watching the river Flow”. Con este tema del año 78 recibimos (¿o nos recibe él?) a Bob. Unos minutos antes, cuando su magnífica banda había empezado a tocar, la sala casi en penumbras, nos lanzamos a la especulación: ¿cuál de todas las siluetas sería Dylan? ¿Está sentado, sostiene una guitarra, aún no ha aparecido? Era el pianista. Su voz estaba ahí, sobre las teclas. Jamás lo dejaría durante todo el concierto, solo una o dos veces para pararse y, a regañadientes, mostrarse ante el público con su chaqueta verde con lentejuelas, sus botas de vaquero. Bueno, acá estoy, soy yo, existo, parecía decir. No me pidan más, concéntrense en la música.

Eso hicimos. Eso hice. Me dejé sumergir. Brigitta, mi amiga de butaca, era ya una veterana: su marido había sido un fanático apasionado, habían ido juntos a todos los conciertos que pudieron. Ahora que él no está más, me dijo, yo sigo viniendo. Y yo, que fui por primera vez a ver a Dylan, tan lejos del pago y con el recuerdo tan vivo, no pude dejar de pensar en vos, en todas tus tardes al amparo de sus discos y de sus letras, en todas las reflexiones dylanescas a la hora del mate. Desde tu casa patagónica llena de libros y de música fuiste, también, un peregrino; un seguidor que, en su rincón austral del mundo, no llegó a ver a su dios musical, a escucharlo en vivo, pero que en su perseverancia y en su pasión conocía cada pliegue de su historia, cada verso de sus canciones, cada tapa de cada uno de sus discos. “La sombra de sus canciones nos cubre desde entonces”, escribiste una vez, “incluso a aquellos que no las escucharon”.

Escuchar, esa noche, escuché el disco nuevo casi entero. El sonido de la banda que acompañaba a Dylan era impecable, exquisito; un caramelo. Mechados entre los temas más nuevos aparecieron viejos hits como “I’ll be your baby tonight”, “As I paint my masterpiece” o “Gotta serve somebody”.

David Bowie una vez dijo que el artista no existe, que Dylan no existe, que Jagger no existe: “somos los semidioses, los falsos profetas; el artista sólo existe como fragmentos de la imaginación de la gente”. Pero esa noche de octubre yo no lo imaginé. Fui a escucharlo con vos. A Bob Dylan, con sus ochenta años y monedas. Como dice en su mejor tema de “Rough and rowdy days”, su último disco, ningún falso profeta: “Soy el enemigo de la traición - el enemigo del conflicto / Soy el enemigo de la vida no vivida / No soy ningún falso profeta - solo sé lo que sé / Voy al rincón de los solitarios / Soy el primero entre los iguales / segundo de nadie / El último de los mejores. The last of the best / pueden enterrar al resto”.

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