INCENDIOS EN CHILE CUYAS HUMAREDAS CRUZAN LA CORDILLERA

| 08/01/2023

Para hablar de fuego, hablemos de los bosques que ardieron tres meses en 1851

Para hablar de fuego, hablemos de los bosques que ardieron tres meses en 1851
Colonos alemanes en el sur de Chile. Para hacerles lugar, se ordenaron incendios.
Colonos alemanes en el sur de Chile. Para hacerles lugar, se ordenaron incendios.

Se desató por orden de Vicente Pérez Rosales, por entonces agente de colonización en la zona de Valdivia. Materialmente, corrió por cuenta de “Juanillo o Pichi-Juan”, indígena huilliche.

Los primeros días de 2023 cierta bruma se apoderó del cielo, sobre todo al norte del Nahuel Huapi. Según pudo averiguar El Cordillerano, se trataba de humo proveniente de un incendio forestal en la zona de Paillaco, del otro lado de la cordillera. Pero para hablar de fuego, hablemos del que se desató por orden de Vicente Pérez Rosales en 1851, cuando se desempeñaba como agente de colonización. Aquel sí que fue un fuego, a tal punto que las humaredas oscurecieron parcialmente el Sol durante tres meses en la zona de Valdivia. No quedaron testimonios escritos sobre cómo se vio al este de las montañas.

Como las tierras que había prometido Chile a los inmigrantes alemanes en derredor de la Ciudad de los Ríos estaban ocupadas o no existían, Pérez Rosales se vio en problemas y salió a buscar otros territorios, susceptibles de ser entregados. “Acompañábame (sic) un tal Juanillo o Pichi-Juan, indígena borrachón tan conocido como práctico de las más ocultas sendas de los bosques, y genealogista además para atestiguar a quién de sus antepasados pertenecían los terrenos que solían adquirir a hurto los valdivianos”.

El propio funcionario -que prestó su apellido al paso cordillerano que une Bariloche con Chile a través de Puerto Blest y Peulla- explicó qué sucedió en “Recuerdos del Pasado”, libro de su autoría que circula comercialmente en el vecino país, pero que también puede descargarse libremente en versión digital. Es llamativo el desconocimiento que padecían los funcionarios trasandinos del territorio que ofrecían en Europa (en la Argentina pasó otro tanto más tarde).

“Aseguróme (sic) Pichi-Juan que no nos moriríamos de hambre, y en cuanto no más concluyó de formarme con su machete una cómoda enramada, hizo fuego y se alejó para volver un cuarto de hora después con gran cantidad de avellanas y cinco panales de riquísima miel, que había sacado de las oquedades de los árboles. El suelo de los contornos del lago se encontraba, textualmente hablando, empedrado con avellanas, y la miel en todas partes”.

Se refería Pérez Rosales al lago Llanquihue. Molesto con tanta fronda, “en mi tránsito ofrecí a Pichi-Juan treinta pagas, que eran entonces treinta pesos fuertes, porque incendiase los bosques que mediaban entre Chanchan y la cordillera, y me volví a Valdivia a calmar el descontento que ya comenzaba a apoderarse de los inmigrados, los cuales no sabían qué hacer de sus personas en el provisorio alojamiento donde, por falta de terrenos, les había dejado yo”.

Pero era verano y puede adivinarse qué sucedió. “El fuego que prendió en varios puntos del bosque al mismo tiempo el incansable Pichi-Juan, tomó cuerpo con tan inesperada rapidez, que el pobre indio, sitiado por las llamas, sólo debió su salvación al asilo que encontró en un carcomido coigüe, en cuyas raíces húmedas y deshechas pudo cavar una peligrosa fosa”. El huilliche salvó su vida, pero la devastación fue tremenda.

“Esa espantable hoguera, cuyos fuegos no pudieron contener ni la verdura de los árboles, ni sus siempre sombrías y empapadas bases, ni las lluvias torrentosas y casi diarias que caían sobre ella, habían prolongado durante tres meses su devastadora tarea, y el humo que despedía, empujado por los vientos del sur, era la causa del sol empañado, al cual durante la mayor parte de ese tiempo, se pudo mirar en Valdivia con la vista desnuda”, ilustró el funcionario, sin remordimiento alguno.

Más bien al contrario. “Tan pronto como cesó aquella hoguera, fue preciso emprender otra y más detenida exploración por los lugares que había franqueado el fuego en el departamento de Osorno. Recorrí, pues, en ellos con encanto todos los terrenos que yacen al norte de la laguna de Llanquihue. La anchura media de los campos incendiados podíase (sic) calcular en cinco leguas y su fondo en quince. Todo el territorio incendiado era plano y de la mejor calidad”.

Pavada de potreros: algo menos de 200 hectáreas. “El fuego que continuó por largo tiempo la devastación de aquellas intransitables espesuras, había respetado caprichosamente algunas luquetes (sic) del bosque, que parecía que la mano divina hubiese intencionalmente reservado, para que el colono tuviese, a más del suelo limpio y despejado, la madera necesaria para los trabajos y para las necesidades de la vida”.

No obstante, parte del bosque resistió. “Puesto en aquel lugar, intenté penetrar hasta la laguna, y no pudiéndolo verificar por el norte, por lo enmarañado del bosque que me separaba de ella, procuré hacerlo por las inmediaciones del Maullín”, es decir, bastante más al sur. Lamentables aquellas concepciones decimonónicas de progreso, que se llevaron consigo miles y miles de hectáreas de bosque nativo, hoy invalorables.

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