“LOS GENIOS DE LA MONTAÑA” TENÍAN PREDILECCIÓN POR LAS CAMAS TIBIAS

| 01/01/2023

¿Cómo alejar a los peuquenes de las mujeres queridas?

¿Cómo alejar a los peuquenes de las mujeres queridas?
Peuquen y Trauco se parecen bastante.
Peuquen y Trauco se parecen bastante.

160 años atrás, en Puerto Blest, se contaron historias sobre extraños seres que, filtros mediante, se convertían en amantes, obviamente indeseables, para los pobres peones del bosque.

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Los peuquenes, pequeños “hombrecitos” que se vestían con hojas de avellano y que señoreaban en los bosques, no solo tenían poderes sobre aquellas miradas indiscretas que inquirían sobre el origen de tal o cual hachazo. Además, tenían predilección por mujeres ajenas, aunque la antigua sabiduría popular supo acuñar remedios para alejarlos de las camas que visitaban demasiado seguido.

El 1º de enero de 1863, Guillermo Cox y los demás integrantes de la expedición escucharon relatos sobre los peuquenes y sus particulares costumbres, de boca de un leñador, evidentemente oriundo de Chiloé. La narración circuló 160 años atrás en Puerto Blest, mientras el grupo aguardaba que los carpinteros finalizaran la embarcación con la que aspiraban a llegar a Carmen de Patagones, luego de atravesar el Nahuel Huapi, el Limay y el río Negro.

El expedicionario reprodujo con humor y picardía el relato que ese día compartió su peón. “He conocido, o al menos mi abuelo, dice (el narrador), ha conocido a una honrada pareja, cuya paz fue turbada por un peuquen”. En efecto, “el peuquen había, tal vez, encantado por medio de algún filtro a una donosa chilota, casada con un honrado maderero, y venía ilegalmente a tomar parte en el fuego y en el lecho nupcial a vista y paciencia del marido, que, embebido en las creencias generales del país, no se atrevía ni a moverse, tampoco a respirar temiendo encontrar la mirada penetrante y tan funesta del brujito”, introdujo.

Es que, si alguien doblaba el cuello para seguir con su mirada a un peuquen, quedaba torcido para el resto de la vida, en forma similar a los poderes que se asignaban al trauco. Por las dudas, aclaremos que por “maderero” no hay que imaginarse a un empresario forestal, sino más bien a un humilde peón que tenía el hacha como principal herramienta. “Grandes eran, pues, las confusiones del pobre hombre, ya hacía un mes que el peuquen venía sin pudor ni vergüenza a entregarse a sus amorosos pasatiempos y era tanto, que, al fin la familia podía muy bien aumentarse con un vástago que no habría sido sino medio chilote”, especulaba el relato. Claro, los peuquenes no eran humanos.

En consecuencia, “a grandes males, grandes remedios, dijo el buen hombre y se fue a contar sus penas al capuchino, cura de su parroquia, que había heredado, junto con la larga barba, distintiva de su orden, el humor alegre de sus antecesores”, añadió Cox, que había nacido en Chile, pero tenía mayores galeses. “El capuchino aconsejó al chilote que ungiese todo el cuerpo de su mujer con cebollas y ajos, y que le sirviese una comida que tuviera muchas de estas legumbres (sic)”.

Con decisión, “el chilote ejecutó tan puntualmente la receta, que después de comer ni a diez pasos de la mujer se hubiera visto revolotear una mosca, y a la noche cuando vino el peuquen para celebrar sus orgías acostumbradas, se sintió tan apestado, que se puso a vomitar imprecaciones contra la mujer y contra el marido, el cual las escuchaba con los ojos cerrados”. Hay que recordar que si las miradas se cruzaban, el hombre quedaba tieso de por vida.

El peuquen estaba comprensiblemente enojado: “Le dijo a este las injurias más grandes llamándole chilote, comilón de papas; al fin, de rabia se fue y no volvió más. El bueno del marido pudo entonces vivir tranquilo, pero algunos meses después la mujer dio a luz un pequeño ser muy singular; en vez del cutis que tienen todos los cristianos, este, al nacer, tenía corteza de avellano; era, evidentemente, el hijo del peuquen”.

No obstante, “el buen maderero se consoló pronto, porque al fin ya no venía más el peuquen, y cumpliendo con sus deberes conyugales, nueve meses más tarde la mujer dio a luz otra criatura; esta vez no era ya un pequeño monstruo, como el otro, sino un niño gordote, que al nacer gritaba: papas, papas. Este sí que era bien chilote; y chilote hasta la punta de las uñas, el grito ese lo denunciaba”, festeja la narración de Cox.

Hombre culto, el viajero encontró cierto paralelismo entre el cuento de su peón y las creaciones de Charles Nodier, un escritor francés que había muerto 20 años antes, después de elaborar una vasta obra. De más está decir que el narrador de Chiloé nada sabía sobre el literato europeo. De peuquenes insaciables, ajos, cebollas y mujeres se habló 160 años atrás, un día como hoy, en los bosques de Puerto Blest.

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