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| 17/07/2022

Cañadón Chileno

Cañadón Chileno

La mañana de octubre estaba templada. Serían más o menos las diez cuando llegamos a la escuela de Cañadón Chileno. Nos recibieron los niños con una tímida algarabía, rodeando la camioneta que nos transportaba, ansiosos por escuchar a aquellos músicos que alegrarían la tarde.

Patricia, la directora, nos indicó el camino para llegar hasta la casa de un vecino que había sido advertido por un aviso radial desde Bariloche el día anterior: que “espere con un consumo”. Media hora de marcha, con la camioneta copiando dificultosamente la huella arisca, poco acostumbrada a los neumáticos, para finalmente llegar a la casa de Cochenco, que junto a su familia y unos vecinos asaban un borrego para agasajar a la comitiva.

Como casi toda la gente de la zona, acostumbrada a los silencios, se tomaron su tiempo para abrirse al trato distendido. Algunos obsequios y respetuosos saludos franquearon barreras.

El dueño de casa, apoyado en un palo largo que utilizaba para manipular las llamas y brasas, producidas por un par de troncos de sauce sobre los que ardía la "leña de vaca" -así llamada la bosta seca-, escuchaba atento la charla de los demás integrantes de la rueda alrededor del fogón. Puebleros tratando de saber del campo y campesinos curioseando la vida ciudadana.

Luego de almorzar, sentados bajo un sauce, las guitarras dejaron escapar acordes que fueron llenando de notas el patio de la casa, distendiendo los ánimos para que afloren anécdotas y sentires de los lugareños.

Cochenco contó que en la nevada del 84 afuera de la casa había casi un metro de nieve y que él, levantaba desde adentro una de las chapas y trepaba al techo de la casa. Desde allí, cortaba con el hacha alguna de las ramas para poder calentar el interior de la vivienda. Así esperaron la evacuación, la cual llegó unos días más tarde.

Instintivamente miré los alrededores, vi unas avutardas por allí cerca, donde canta feliz el ojito de agua que provee a aquella familia, también a algunas ovejas que curioseaban nuestra presencia. Traté de imaginar aquello bajo un metro de nieve y me envolvió una pequeña desolación que me hizo cerrar un tanto los ojos y sentir que una brisa recorría mi piel. Recordé haber seguido aquellos días desde la transmisión de una radio, pero ahora estaba aquí, del otro lado de la noticia, sentado junto a los protagonistas, en su lugar.

Detrás de la rueda que se había armado, se encontraba un señor de apellido Torres. Parecía casi con ánimo de pasar desapercibido, con una pierna adelantada, dejando el peso del cuerpo en la trasera. De brazos cruzados, no perdía detalles de la guitarreada y las anécdotas. Cuando llegamos, él ya estaba junto al fogón. Pocas palabras habían salido de su boca, solo las necesarias ante alguna pregunta, dándose el tiempo para contestar, masticando las respuestas. En algún momento, con disimulo, la esposa de Cochenco me comentó que vivía solo, a unas leguas de allí y que, al escuchar el aviso en la radio, había llegado esa mañana.

-¿Vamos a la escuela Torres, a escuchar a los muchachos? –preguntó Luis, el marido de Patricia, que nos había acompañado.

- ¿A qué hora sería don?

-Tipo cinco –dijo Luis.

-No va a poder ser. A esa hora junto las chivas –lamentó Torres.

-¿Y por qué no va ahora? –aventuró alguien de la rueda.

-No puedo. Siempre voy a las cinco –respondió, lamentándose.

La charla derivó hacia otro rumbo, con las guitarras sonando y el mate que había comenzado a circular. Cerca de las cinco lo vimos irse a don Torres, perdiéndose campo adentro, en busca de su piño. Allí quedamos los pueblerinos, preguntándonos si debíamos intervenir y trastocar ese, su ritual, tan alejado de nuestra cultura ciudadana.

Desandamos el camino de regreso a la escuela y nuestras canciones sonaron en la galería del edificio hasta el atardecer. Una despedida en el precario portón, en el patio de la escuela y el recuerdo plasmado en un papel afiche gigante, con las manos grabadas de aquellos niños.

Con los años, algunos habrán partido, otros seguirán allí, silenciosos, casi inadvertidos, yendo a la escuela a llevar a sus hijos y recibiendo cada tanto a curiosos forasteros, que los alegran con su sola presencia, contándoles un mundo más allá del horizonte que dominan sus ojos.

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