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| 24/04/2022

Con sabor a chocolate

Con sabor a chocolate
Fotos: Facundo Pardo
Fotos: Facundo Pardo

Cuantos inmigrantes llegaron a América sin saber bien de qué se trataba: si era un puerto, un país o un continente. Se subían a algún barco, unos por elección, otros en busca de alguna oportunidad que su patria no les ofrecía o por variados motivos. En aquella América había mucho de tierra prometida.

Rodolfo Benroth partió de Alemania con el motor de su juventud a pleno, impulsándole su afán de aventuras. Primero Mato Grosso en Brasil, luego El Dorado, Misiones, donde intentó algo como chacarero, y finalmente Bariloche. Llegó en 1903.

En sus alforjas traía un bachillerato completo y conocimientos sobre crianza de bovinos y otras cuestiones que lo hacían especialista en el oficio rural. Se hizo amigo de Otto Dietrich, de oficio injertador, quien tenía una quinta de frutales en El Trébol. Allí se instaló. Su corazón aguantó poco la soledad: un día conoció a Catalina Boock, con quien se casó.

Vivían en un solar a orillas del lago Moreno. Promediando los años 30 solicitaron un lote pastoril entre el Campanario y el lago para hacer su casa, pero la muerte sorprendió a Catalina. Rodolfo, al no poder con la crianza de los hijos del matrimonio, los fue repartiendo entre parientes. Al pequeño Bernardo le tocó la casa de su abuelo Bernardo Boock. Allí, vivió parte de su primera infancia.

 

“La casa de mi abuelo estaba en lo que hoy sería Mitre al 650, más o menos. Yo iba a la escuela 16. A los pocos años mi papá logró acomodarse en el campo y nos llevó de vuelta con él. Ya era un reconocido alambrador, amigo de todos los gauchos. Hablaba una mezcla de alemán, con inglés y castellano, imaginate lo que era. Ahí seguí estudiando en El Cagliero ¡Éramos 30 alumnos! Terminé sexto grado y conseguí trabajo en Malal Có, con los Maldonado, cerca de Llao Llao. Al tiempo entré en la confitería Tribelhorn, en Mitre y Beschtedt. Ahí aprendí la repostería. Hice temporada en el Hotel Catedral, en el Correntoso, ya como pastelero. Un día me vino a ofrecer trabajo don Aldo Fenoglio. De él aprendí de chocolates y también el apego al trabajo. Tenía un tranco difícil de seguir ese hombre. A las 5 o 6 de la mañana ya andaba”, recuerda Bernardo, que ya casado con Aileen Sills, una muchacha llegada de Areco, había comenzado a edificar su casa en el solar adquirido a los Jung, en la cuadra de Beschtedt al 500.

Allí instalaron una pastelería. “El primer año nos fue como 'la mona', perdimos los ahorros. Mi esposa daba clases de inglés en la nocturna y yo hacía instalaciones eléctricas. Eso lo aprendí cuando a los 11 o 12 años me llevaron unos parientes de Buenos Aires, para que haga la secundaria. Fui un par de años al Otto Krause, ahí aprendí electricidad. No me adapté nunca a la ciudad, imaginate: un chico criado en el campo, en medio del cemento no aguanta mucho. Don Aldo me convenció que deje la pastelería y me dedique al chocolate. Me compró una batidora y una amasadora que le pagué con trabajo”. Bernardo y Aileen fueron levantando su casa y el local en los ratos que les dejaba libre su trabajo.

1965 encontró a Benroth ya con su comercio abierto. Bernardo recuerda aquellos años en que junto a su expatrón eran los únicos chocolateros del pueblo. Luego comenzaron otros. Los inicios de aquellas Fiestas del Chocolate, donde se elegía la reina, la cual era sentada en una balanza inmensa, instalada en el escenario del gimnasio de Bomberos y se le igualaba el peso en chocolate.

“Siempre tuve suerte de conocer gente buena”, dice Bernardo, junto al horno a leña donde comenzó la historia repostera de la familia. Reconoce como único secreto para elaborar buen chocolate, el uso de la mejor materia prima y no mezquinar. “En aquellos tiempos, cuando vivía en lo de mi tío, nos autoabastecíamos. Al lado de la casa había una quinta inmensa: vacas, gallinas, huerta, agua del arroyito. No se compraba casi nada. El abuelo Bernardo era como el capataz del pueblo. Caminaba por el centro de la calle, los autos se hacían a un lado”.

 Bernardo, a sus 86 años, derrocha salud, aunque dice sonriente: “se me está acabando la nafta”, ante la atenta y orgullosa mirada de su hija Silvina, quien desde 1989 está a cargo de la chocolatería. “Tribelhorm era la confitería de lujo del pueblo. Estaba en la esquina. A media cuadra, al fondo de un terreno al lado del taller de los Zimmerman, había un galpón donde elaborábamos. Cruzábamos la Mitre hasta el local con las latas arriba de la cabeza, llevando los productos para la venta”.

Quienes habitaron por años ese barrio, estaban acostumbrados a ver la larga cola de turistas visitando la fábrica y comprando los chocolates, esos de la cajita verde musgo, con el apellido Benroth sobre un dibujo de una hoja de lenga otoñal. Hasta de ese diseño se encargó este pionero del chocolate, quien junto a su esposa Aileen, tuvo cuatro hijos: Ana, Bernardo, Cecilia y Silvina. Don Rodolfo Benroth nunca imaginó que su apellido iba a estar asociado a la dulzura de los chocolates. Hoy, Bernardo y Aileen, esos jovencitos que levantaban paredes y elaboraban repostería en sus horas libres, robándoselas al descanso, ven la continuidad de esa pasión en sus hijos y nietos, una primavera, aunque el sello de la marca tenga de fondo una hoja otoñal.

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