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| 13/03/2022

Al tranco de los bueyes

Al tranco de los bueyes
Foto: Archivo Visual Patagónico.
Foto: Archivo Visual Patagónico.

Como ya he contado alguna vez en estas páginas, mi padre tenía una despensa llamada Los 3 hermanos. Allí, además de venderse en el mostrador, se realizaban los famosos “pedidos”, los cuales eran repartidos a domicilio en camionetas o camiones.

Los días viernes salía un Ford 600 (épocas de motor V8 a nafta común) rumbo a Llao Llao. Ese camión colorado, con caja de madera, se metía por los caminos y huellas que se desprendías de la ruta principal, ingresando a las casas de pobladores y a los chalets (chaleses, como le decían los cuidadores), a dejar la mercadería. En otoño o invierno, cuando al caer la noche regresaba el camión ya vacío, mi padre le preguntaba a Aurelio Carreras, su recordado chofer, cómo había estado el reparto, él le contestaba: “¡Lindo che. Todo tranquilo!”.

 A los pocos días llegaba don Enrique Baiberó, poblador del km. 20, a realizar alguna compra y decía: “¡Ah milonga que nos costó desencajar al camión el otro día! Tuve que pedir bueyes prestados pa ´sacarlo del mallín!

Don Enrique Baiberó, montado en su yegua Pata sucia, acompañado de su perro Caimán.

 

Don Enrique llegó a Bariloche desde Valdivia, Chile, casado con doña Fresia Huenchucona, cruzando por Pérez Rosales. Se estableció en la zona de la península San Pedro, donde fue cuidador de casas, solares y chacras, hasta establecerse en el km. 20, al fondo de un extenso mallín, protagonista de aquella anécdota con el camión.

Quique, que llegó en brazos de su madre apenas con ocho meses de vida, hoy recuerda cosas de aquellos años. “Ahí en el barrio todos tenían bueyes: Don Cofian Jara, Gabino Oyarzo, que tenía el Parece y el Manchao.

Con mis hermanos, de chiquitos ayudábamos al viejo a sacar leña del bosque, para repartir a las casas de los vecinos o la sacábamos en carro al camino para que las cargue algún camión”.

Quique transita los días en la ciudad de hoy, tan alejada de aquellos tiempos, donde la quietud del bosque era quebrada por el chirrear de las ruedas del carro, el resuello de los tremendos bueyes y el silbido acompañado a los animales, rozándolos con la vara en el lomo, dirigiéndolos.

“En el bosque de Llao Llao, se cortaba la leña seca con unas sierras grandes, de esas que agarran dos personas, una de cada lado, ayudando con cuñas hechas de palier de auto y mazas. Todo controlado por los guardaparques. Nos dejaban sacar 50 m3. Los cargábamos en el carro y lo sacábamos a la ruta para cargarlo en los camiones”.

Ese pequeño muchachito que alternaba sus horas entre la escuela 48, luego “El Cagliero”, cortaba leña, acompañaba al carro y repartía leche en su bicicleta. “Me iba por el camino viejo, el que salía desde el Cagliero, pasaba por el hotel de los maestros, en el Moreno, orillando la cantera. Por ahí estaba la chanchería de Gallardo. Cruzaba un puentecito y llegaba al Camping Musical, a dejarle una damajuana de leche a mi padrino, que era cuidador. Ahí espiaba entre los árboles a la gente que tocaba los violines en el bosque. Calladito me quedaba, mirándolos. ¿Sabes qué lindo?” Tal vez por eso es que en sus noches, luego del trabajo, se le anima al arco y las cuerdas de su violín.

 

En las agua de la Peninsula. Detras, el Campanario, sin la aerosilla ni la confitería.

 

“Cuando se bajaba leña del cerro, había peligro de que el carro se llevara por delante a los bueyes, que por el peso no lo podían sujetar. Los viejos se habían hecho una especie de trineos, con dos troncos largos. Ahí arriba se cargaba la leña y bajaban al tranco”, recuerda hoy Quique, quien se crio a orillas del lago y conoce cada recodo de la península, por tierra y por agua.

“Con mis hermanos encontramos un bote viejo, abandonado, de apenas dos tablas de alto. Con ese cruzábamos por la parte baja de la península, a remo. Íbamos a comprar a lo de Doña María o a un almacén que había en el 15”.

Ese amor por el Nahuel, que se le metió en la piel, hoy lo lleva a navegarlo con su lancha “La Leona”, su refugio. Allí, solitario, flotando en el abismo, se le van los recuerdos detrás de alguna gaviota que le dibuja pensamientos por el cielo, esperando algún pique, otra de sus pasiones.

Quique y una marron de 13.700 kgs.

 

Conversar con Enrique “Quique” Baiberó, es abrazarse a un pedazo de la historia silenciosa de nuestro pueblo, de hombres y mujeres de trabajo, de hogares humildes, de vidas curtidas.

Este Bariloche que siempre estuvo surcado por los lentos pasos de los bueyes, desde los de don Castillo, remolcando casas sobre rodillos de tronco, hasta estos de la península, que acarreaban leña o desechos forestales de la limpieza de los solares, que luego vieron levantarse casas, chalets y hoteles.

Gente que ha convivido con la naturaleza, interactuando con ella, con respeto y cuidados, amándola, siendo parte de ella. Por aquel almacén de mi padre, pude conocer a esa gente tan noble, meterme en sus casas, cuando era un chiquilín que acompañaba a los repartidores.

Me quedaba asombrado viendo esos tremendos bueyes tirando del carro. A veces había que detener la marcha del camión, esperando a que cruzaran la ruta, cargados de leña.

Cuando uno logra atravesar el cascarón reservado que envuelve a Quique, se encuentra con un niño tímido, juguetón, capaz de adornar una anécdota con giros poéticos.

“Cuando éramos chicos, en invierno, entrabamos de madrugada a sacar leña de la península. Era tal el frio, que íbamos silbando, pero las notitas quedaban escarchadas en el aire. Cuando entibiaba el sol, al mediodía, veníamos de vuelta calladitos, escuchando la música de las notitas que se iban descongelando”.

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