28/02/2021

EMOCIONES ENCONTRADAS: El abuelo Segundo

EMOCIONES ENCONTRADAS: El abuelo Segundo

Arturo se despertó cuando empezaba a aclarar. Se quedó mirando las hendijas del techo, por donde se colaba la claridad, pensando en lo que le depararía el día, en la veranada. Desde lejos le llegó el balerío del piño, mezclado con el grito de los teros y el canto de un gallo, desde una ruka cercana. Se había criado yendo y viniendo a esa veranada, junto con toda su gente. Hacía unos años atrás, al fallecer su madre, se quedó solo, con el poco capital que doña Hortensia había juntado. Arturo no conoció a su padre, ella nunca le quiso hablar de eso y fue un secreto que se llevó a la tumba. Como algo más de la vida aprendió a partir en octubre y volver en marzo, con todas sus pertenencias en un catango y arreando los animales.

Se dio vuelta entre los cueros donde estaba acostado y retiró la matra con la que se había tapado en la noche. Intentó dormir un rato más pero fue en vano. La madrugada estaba agradable por lo que decidió hacer fuego en el fogón de afuera. Allí, sobre unas piedras tenía una parrilla, hecha con alambre, sobre ella descansaba la pava. Mientras ardía la bosta se acercó a la piedra sobre la que descansaba la tina, esa que usó su madre. Tal vez en ella lo habrá bañado de pequeño. Todo lo que lo rodeaba era antiguo, hacia mucho que no compraba nada. Mientras se servía el primer mate miró hacia la parte alta del cañadón, donde estaba el sitio de don Segundo, el abuelo, como todos lo llamaban. Era un hombre solo, al que atendían entre todos, a él y sus pocas chivas. Le habían armado su campamento debajo del catango de Celestino. Al estar sin los bueyes atados, se apoyaba sobre las varas y formaba una media agua, a la que habían cerrado con cueros y algunas maderas. Arturo no lo había visto bien el día anterior, le notó la mirada perdida y apenas balbuceó unas palabras cuando le llevó algo de comer. Se decía que don Segundo había sido un buen domador y era reconocido en toda la zona por sus habilidades, aunque nunca residió en un lugar fijo. A veces contaba de reservadas por la pampa, también que de muchacho había cruzado hacienda a Chile por entre la cordillera, vadeando ríos y arroyos. “Una vuelta me conchabó de baqueano la Gendarmería, pa' seguir a unos contrabandistas que diban pa' Chile. Era la gente de un tal Arancibia; muy dispuestos, recibieron a los melicos a bala limpia. Yo me escabullí por el río, agua abajo y ahí me quedé hasta que se calmó todo. Hubo muertos. Fue muy comentado eso”, contó un día. Arturo guardaba un especial afecto por el abuelo. Ambos, a pesar de la diferencia de edad, estaban solos. En esos y otros recuerdos iba pensando camino a lo del abuelo. Se quedó mirando un instante a un par de potrillos que jugaban en el mallín. Había habido una buena parición. Las aguadas estaban llenas y los pastos verdes, lo que alcanzaría bien hasta emprender el regreso en marzo. Pensó en que día seria, allí arriba todos eran iguales y la monotonía rara vez era quebrada. Algunas veces se acercaba algún gendarme o una camioneta del gobierno.

Al acercarse al campamento vio a Fiel, el perrito de don Segundo, que dormía cerca de la entrada. En el fogón, sobre unas piedras, descansaba una lata que alguna vez contuvo dulce de batata, con grasa fría y seca en su interior; allí habían frito unas tortas días atrás, junto a Celestino, mientras Segundo desgranaba historias y contadas. “Una vuelta, balando la cordillera con el finao Suarez, a él se le enancó la Viuda Blanca. Estaba casi de noche y yo iba adelante, por la huella. De repente escuché un grito y vi de reojo que se tiraba del caballo. El bayito mío se espantó y caí a un costado. Suarez me decía que corriera. Por allá abajo juimo a parar. Ahí me contó, que sintió a la Viuda sentada en el recao, atrás de él. Mire que el finao era un hombre de coraje, pero ese día lo vi aterrao. Nunca más volvió a subir a la cordillera”.

“Buen día, buen día” dijo Arturo, en voz alta, al ingresar. No obtuvo respuesta. Estaba todo oscuro, solo se dibujaba un triángulo de luz en el suelo, al que dejaba entrar el cuero que había corrido Arturo al ingresar. Se acercó hasta el rincón donde entre unos cueros, tapado con un viejo poncho Castilla, estaba el abuelo. Se inclinó a verlo, esquivando el chon chon que colgaba del eje de las ruedas del catango. Sin darse cuentas pateó una lata pequeña que contenía algo de agua, de la que seguramente tomaría el abuelo. Lo tocó en la frente, estaba helado, demasiado. Comprobó que no respiraba. Estaba muerto. Su rostro había perdido ese color cobrizo, surcado por infinitas arrugas en las que los vientos de la cordillera habían esculpido el tiempo. Arturo se sacó la boina que llevaba en su cabeza e instintivamente cerró los ojos. Sin darse cuenta pensó en su madre, tal vez a ella le encomendaba recibir el alma de ese hombre que era uno de los pocos afectos que tenía entre su gente. Un pequeño morro de piedras y una cruz recuerdan el sitio donde se abrazó con la tierra el abuelo Segundo.

Cuando bajaron a la invernada en marzo, Arturo se acercó a la que fuera la ruka de Segundo, a guardar sus pertenencias. No había mucho: pilchas, un rebenque, un par de riendas y un lazo que colgaba de un clavo en un poste que sostenía el techo. Sobre un tronco, que Segundo utilizara de mesa, cubierto por un pedazo de tela de un poncho, junto al catre, había una foto algo desteñida, en un portarretrato. Arturo se quedó mirándola en silencio, era Hortensia, su madre.

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