20/12/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una casa con historia

EMOCIONES ENCONTRADAS: Una casa con historia
Fotos: Facundo Pardo.
Fotos: Facundo Pardo.

Cuando Benito Crespo partió de Carmen de Patagones rumbo a Nahuel Huapi, junto a su esposa embarazada, tal vez no calculó que su hijo iba a nacer a medio camino. El bebé, decidió ver la luz del mundo cerca de arroyo Los Berros, en plena meseta de Somuncurá. Su madre lo parió debajo del carro, allí lo cobijó y amamantó un par de días, luego retomaron la marcha, junto a otros acompañantes. Así llegaron a la orilla del gran lago, en 1898, cuando ya se perfilaba la aldea que se llamaría San Carlos de Bariloche.

Rápidamente don Benito cobró notoriedad en la comunidad, llegando a ser el primer intendente. Diego, ya muchacho, conoció a Sara Arriagada, llegada de pequeña desde Chile con sus padres. Con ella se casó y en 1927 compraron la vivienda ubicada en las afueras del pueblo, asomada allí arriba, en esa especie de balcón en la loma, donde había alguna que otra casa, desperdigada. El solar era propiedad de la sociedad Carro & Crespo, que tenían comercio allí cerca. Eran tiempos en que el Estado ofrecía un cuarto de manzana, donde el propietario debía construir una vivienda y leñera. Diego era tenedor de libros, pero heredó los conocimientos de su padre por la vida de campo, la cría de ganado y todos los menesteres del oficio. Fue así que compró algunas hectáreas en Ñirihuau arriba, iba y venía al pueblo, mientras Sara criaba los hijos que comenzaron a llegar. Más tarde pasó una calle a la que llamaron Sargento Rolando y Diego decidió trasladar la vivienda hacia el interior del solar, a un costado, recurriendo a los servicios del vecino Baldera, que con su camión trasladaba casas sobre rollizos, tarea que antes se realizaba con bueyes.

Quienes transitan hoy por la calle Rolando, entre Gallardo y Elflein, pueden ver esa casa, con techo a dos aguas, revestida en tejuelas, declarada Patrimonio Histórico. Sentadas en el comedor, Luisa (Lucha) y María Angélica (Quelita), recuerdan tiempos idos. Se miran, hacen memoria y desgranan vivencias, en medio del frenético hormiguero en que se ha convertido la ciudad. Ese tibio cascarón que cobijó a Diego y Sara, junto a los once hijos que tuvieron, un día dejó de lado la tenue luz de candiles y faroles para ver llegar la energía eléctrica. Vio caer los postes de alumbrado, alineados por el centro de la calle para dar paso al asfalto. La vereda de tierra se cubrió de piedra laja y apearon los álamos que acompañaban a la calle. El alambrado del cerco dio paso a un muro de piedras. Desde las ventanas del primer piso, quienes habitaron esa casa vieron crecer el pueblo, cómo el caserío de lo que hoy son las calles Mitre y Moreno, fue subiendo la falda del cerro para seguir cuesta arriba, rodeándola, cambiando maderas por cemento, estufas a leña y querosene por gas, primero en tubos y luego de red. Las hermanas recuerdan sus días en la escuela 16 y luego en las aulas del Nacional de Gallardo y Quaglia, a la tía Luisa, que tocaba el armonio y el piano en la Parroquia Inmaculada y las tardes de juegos de mesa y cartas, en la casa de los vecinos, o se ven saltar el cerco para jugar en el solar de al lado.

En el terreno había frutales, estaba la quinta y el gallinero, un cordel, la leñera y el galpón donde Diego guardaba su camión amarillo con caja de madera, con el que iba y venía del campo. Dejaron de pasar carros y caballos, ya no se ve el humo ganando el cielo desde los techos, impregnando el aire de ese olor a leña ardiendo en las cocinas, ese que daba calor en las noches de invierno y el que cocinaba en las ollas la magia de Sara, alimentando a los suyos. Lily, una de las nietas, aun recuerda a su abuela entrando a la casa con un ramo de ruibarbo cortado de la planta cercana, perfumando todo el ambiente.

Aun quedan en el casco urbano algunas de estas casas, las que daban un perfil tan particular a la aldea que iba creciendo. Lucha y Quelita se quedan calladas por momentos, sus ojos brillan impregnados de una dulce nostalgia, mirando alrededor, quizás buscando algo que ya no está o adivinando presencias de gente ida. Salir de esa casa, de ese solar, nuevamente a la mañana arrolladora de un día de semana que anda las calles, es como volver de un viaje en el tiempo, como bajar al andén luego de viajar en el tren de los recuerdos. Allí quedó la vivienda de la familia Crespo, como escondidita, tal vez temiendo que el progreso la descubra.

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