29/11/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La Polaca

EMOCIONES ENCONTRADAS: La Polaca

El jardín de la casa de Irene estaba adornado para el cumpleaños de su madre, Berta. Algunas mesas dispuestas para los invitados, debajo de los arboles, al reparo del sol del medio día de aquel enero. Pese a la insistencia, Irene no dejó a su madre ayudar en nada, le pidió que se sentara en una reposera y allí esperara a los invitaos, que seguramente en algunos minutos comenzarían a llegar. Erik, el más pequeño de sus nietos, de cinco años, vino corriendo hacia su abuela pidiéndole que lo alzara. Berta lo abrazó y el niño se quedó allí, observando el ir y venir de su madre y alguna amiga que la ayudaba. Por un momento Berta recordó la falda de su madre. Aquella mañana de septiembre de 1939 estaba jugando cerca de la chimenea, con una muñeca en sus brazos. Sintió un silbido lejano, potente, que se acercaba desde algún lugar del cielo. Miró a su madre que desde la cocina se asomaba a la ventana, a ver de qué se trataba. De pronto, la explosión que sacudió toda la casa, más silbidos en el cielo y explosiones. Su madre la tomó en brazos y bajaron al sótano. Momentos después descendió su padre con el hermano mayor. Allí se quedaron en silencio, oyendo las detonaciones de las bombas. La maquinaria aplastante de la guerra había llegado: Alemania invadía Polonia. Recordó el llanto de su madre, apretándola fuerte contra el pecho. Allí se durmió la niña, aterrada. Al cabo de algunas horas, luego de acallados los estruendos, salieron del sótano. Berta siempre recordaba, a pesar de su corta edad, el desolador paisaje que podía ver desde las ventanas. El aire espeso de polvillo y ese olor que no olvidó jamás. Casas y edificios ardiendo. Otros ya no estaban.

La voz de Irene desde la puerta la trajo de regreso al jardín de la casa.

- ¡Acá está la cumpleañera! – dijo Raquel, una vecina.
- ¡Qué coqueta se me ha puesto! – dijo Sofía, otra amiga que llegó.

Berta las miró desde sus ojos celestes, enmarcados en el rostro sereno y su cabello blanco. Vivía en el centro, su hija había decidido festejarle sus ochenta años en su casa, cerca de Colonia Suiza. Allí convocó a los invitados.

Berta conoció a Sofía cuando llegó a Bariloche, en diciembre del ´50, apenas con dieciséis años. Un largo derrotero de caminos en cajas de camiones de la Cruz Roja, un barco y aquella Buenos Aires que los cobijó, a ella y su hermano. Sus padres quedaron abonando el suelo polaco, ellos salvaron sus vidas en casa de unos tíos en la campiña. Trabajó en una tienda, luego en una panadería. Allí se conocieron. Sofía fue quien le presentó a Raúl, una tarde de marzo, en la que caminaban por la costanera.

Las dos amigas se quedaron observando a Irene, con su hijo en brazos, su hija mayor y su esposo al lado, que conversaban con algunos invitados. Se miraron y sus ojos hablaron de tantas cosas, en ese lenguaje de la amistad profunda, el de los gestos y sentimientos. El amor con Raúl fue intenso. Cuando se conocieron, él estaba enfermo. Poco importó a aquella muchacha rubia, delgada, de mirada cargada de inquietud, a la que la vida y sus adversidades habían dejado a orillas de un lago, en un lugar del mundo del que nunca había oído hablar, pero que fue el puerto donde desembarcó su vida. El amor dio como fruto a aquella niña a la que su padre no alcanzó a conocer. Cuando Berta cursaba el sexto mes de embarazo él se fue de la vida. ALLÍ QUEDÓ, Sola, en una pieza alquilada en el patio trasero de una casa. Sofía se había ido a Bahía Blanca, por el traslado de su padre. Su patrona, doña Ingrid, le presentó a una muchacha de su misma edad, Ana, la que comenzó a cuidar a Irene mientras su madre trabajaba en la tienda. Ana era de Corralito, había venido a Bariloche a vivir a la casa de unos tíos. Cuidaba a la niña en su casa o Berta se la llevaba a lo de los tíos. Siempre fue Anita.

- ¡Lo que ha trabajado tu hija! – dijo Raquel, al ver a Irene poniendo la mesa.
- No me dejó hacer nada – lamentó Berta.
- Vos no podes estar quieta – dijo Sofía, abrasándola.
- ¿Te acordás cuando la llevábamos hasta lo de Anita? – recordó su amiga – ¿Qué fue de ella?
- La última vez que la vi fue hace más de diez años. Vivía por Esquel – recordó Berta.

La tienda de Berta creció y allí, detrás del mostrador, jugando entre las estanterías, se crió Irene, al paciente cuidado de Anita. Cuando Irene creció, Anita se convirtió en la mano derecha de Berta. “La Polaca”, como se la conoció, dedicó su vida al negocio y a su hija. Algunas noches se dio permiso para recordar a Raúl, a ese hombre al que la vida le dejó disfrutar poco tiempo, pero con la profundidad suficiente como para echar raíces en su corazón para siempre.

“¡A la mesa!”, llamó alguien, convocando a todos los concurrentes que se hallaban dispersos por el jardín.
- Antes de empezar, vamos a traer el regalo para Mamá – dijo Irene.
- ¿Qué será? – quiso saber la cumpleañera.
- Ah, no sé – dijo Sofía.
- A vos te conozco tanto – sonrió Berta, mirando a su amiga – Seguro que algo sabes.

“Mirá quien vino” dijo Irene, acompañada de Anita. Aquella muchacha era esa mujer de cabellos blancos, que caminaba con alguna dificultad, del brazo de aquella niña a la que vio crecer. Se acercó a fundirse en un abrazo con esa mujer a la que siempre llamó Señora Berta.

“La Polaca” disfrutó aquel día entrelazando el presente con sus recuerdos. Allí estaba, con Sofía a su lado, de la mano de sus nietos y con Anita, aquella muchacha que la apuntaló en su rol de madre. Esa Berta que cada tanto recordaba el estruendo de las bombas que caían del cielo allá en su tierra, la que quedó sola en el confín del mundo y que supo que la vida era una única oportunidad. Alguien dijo “Salud” y todas las copas se levantaron. Berta paseó su mirada por todos los presentes y repitió: “Salud”.

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