25/10/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Volviendo al barrio

EMOCIONES ENCONTRADAS: Volviendo al barrio
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

Que lindo que es volver a mi barrio y darle una mirada, desde estos años que cargo hoy; es como que adentro mío algo volvió a nacer.

¿Qué me trajo hasta aquí? ¿Por qué este día? ¿Por qué esta hora? No lo sé, sin darme cuenta me vine.

Y me veo de nuevo pibe, siento los aromas de ayer, las mismas voces.

Supongo que muchos no están, algunos se habrán mudado, otros se han ido para siempre. Yo también me fui de muchacho y nunca más quise volver, quizá como una defensa íntima para que no me duelan los recuerdos. Dejé en estas calles y veredas jugando duende, al niño que fui.

Desde la esquina, donde estaba mi casa, miro la calle que ayer era enripiada y hoy ya es de asfalto. La casa está distinta, la cambiaron: le agregaron unas habitaciones por un costado y en la parte de atrás, donde estaba el cordel, ahora le han hecho un quincho, un garaje o algo parecido.

¡Ese cordel! La vieja me pedía que le cuelgue la ropa, entonces yo iba con un fuentón galvanizado que apenas me podía y, enganchada en el brazo, la bolsa con los broches. El cordel tenía en el medio un palo alto. Éste estiraba el alambre que iba de cerco a cerco; había que inclinar el palo, para que bajara el alambre y poder colgar la ropa, agarrarla con los broches y, una vez amarrada, subir el palo para que la ropa colgara al viento.

Allá a media cuadra el viejo ciprés, robusto como en aquellos tiempos, quizá cruje un poco más; a él también le pesan los años. Él enterró sus raíces, yo mi pasado... hasta hoy, que todo brota en mí, otra vez.

Oculto bajo su sombra, con los pibes de la barra, pité el primer cigarrillo y dejé trozos de inocencia y despertares de pubertad. Allí, mi primer beso.

En frente, don Fausto… ¡Ah, si lo estoy viendo vestido de gaucho! Con el infaltable cigarro armado entre los labios. Si me arrimaba, seguro me contaba algo de sus tiempos de puestero en las estancias. Allá atrás en el patio de su casa, doña Marta trajinaba. A veces, en las mañanas, llevaba una palangana abajo del brazo y mientras hacia "chui, chui" con la boca, con la otra mano abría un abanico de maíz molido en el aire, para que el remolino de gallinas la siguiera picoteando por todo el patio.

Mi vieja le sabía comprar huevos. ¡Qué sabor tenían aquellos bizcochuelos anaranjados, por el color de esas yemas!

En frente, la casa de Tito. Yo lo pasaba a buscar temprano, en época de vacaciones, para planificar la jornada. Gastábamos los días, que se iban sin apuro, ajenos a toda medida de tiempo. Pasábamos de un Cowboy valiente y pendenciero del Farwest, a piratas navegando los mares, munidos de espadas gigantes fabricadas con tablas de cajones de fruta. Se nos iban los sueños detrás de ese barquito de papel, que se llevaba el agua mansa de la acequia. Épocas de figuritas, yo-yo, la bolita y tantas otras cosas.

Golpeaba las manos, en el portoncito de tranquillas color blanco y salía la mamá. Doña Angélica, siempre de polleras y con delantal. Tenía un jardín que era la envidia de las otras vecinas: adelante, césped y rosales de todos los colores y por los costados, en octubre, salían unos tulipanes que le ponían el arco iris a las tardes soleadas. Si hasta de color negro tenía. Una vez, Tito arrancó uno sin pedir permiso, para regalarle a Patricia, a la entrada del cole. La mamá casi lo mata, no sirvió de nada que le dijera que andaba arrastrándole el ala y que la flor jugaría un papel fundamental... Doña Angélica nos despedía.

- No se vayan lejos, eh…
- ¡Tito, cuando escuches la sirena volvé a almorzar!

La sirena, era la de los bomberos, que sonaba a las doce en punto; al viejo de Tito le gustaba comer a horario y que estén todos sentados a la mesa.

De ahí, nos cruzábamos a lo de Carlitos, sin dejar de hacer ladrar al perro de la casa de al lado. ¡Cada vez parecía más grande! Yo agarraba una varilla y la raspaba en las tablas del cerco; él se volvía loco y me mostraba sus dientes, se ahogaba de la “calentura” que le daba.

Carlitos salía y, sin decir ni hola, entendía todo. Manoteaba una gorra del perchero, atrás de la puerta y se la ponía al revés. Iba al fondo de su casa, que daba a la de Chito y mordiéndose el labio de abajo, mostrando un poco los dientes, sacaba un silbido que quebraba el aire.

- Dale loco… ¿Venís?

Chito era un gordo flojo ¡Con una pachorra! Recién se estaba levantando.

- Vayan ustedes, que yo tomo la leche y voy... (Había que llenarlo al gordo).
- ¡Andá al campito! Le gritábamos los tres a coro, mientras corríamos por la calle
hasta la otra cuadra,
- Llevá la pelota.

El campito era una especie de polideportivo, ocupaba una manzana. Tenía un par de arcos que había hecho mi viejo con unos tirantes traídos de la obra. Daba a la calle por un lado y por el otro, un campo abierto con retamas, mosquetas y otros arbustos que llegaba hasta la calle de atrás y corrían senderitos que eran circuito de bicicletas. Tenía el piso alfombrado de manzanillas, que cuando llovía daban un aroma que inundaba todo el barrio.

Se nos iban los días enteros en ese campito, sólo parábamos para almorzar. Negociábamos la siesta, si no había mucho sol. En épocas de clases, había que pasar la aduana de la vieja: los deberes hechos para salir un rato, o ir a jugar adentro, en la casa de alguno, si llovía o hacía frío.

En invierno, después de la nevada, buen abrigo, guantes y a la guerra a los bolazos limpios. Los guantes eran de lana, así que duraban un ratito puestos, porque entraban a pesar que daba calambre, así que iban a parar al bolsillo.

Después de la tenida bélica, hacíamos un muñeco, abrigado con bufanda y gorro de lana y con la infaltable zanahoria por nariz. Caía la tarde y entraba a hacer “un tornillo” que nos mandaba a todos para adentro a acurrucarnos al lado de la cocina a leña mientras la serpentina calentaba agua para darnos un baño... ¿Y los sabañones? ¡Ay mamita querida!

Dios mío, qué lejos todo aquello.

Ya de muchachos, recibimos el primer golpe, el viejo de Chito, el gordo, falleció.

Era un Croata grandote, picapedrero, tenía unas manos impresionantes, por suerte manso y de no pegar, porque le llegaba a poner una mano encima al gordo, no contaba el cuento. La madre de Chito, viuda y con tres pibes, se fue a vivir a la provincia, donde unos hermanos.

Nosotros algo intuíamos. A doña Violeta, la mamá de Chito, la venían a buscar seguido del almacén de la otra cuadra. Ahí tenían teléfono, así que Don Cosme, el gallego que era el dueño, mandaba a su hijo, el Corchito, a buscarla por que tenía una llamada. Después supimos que eran sus parientes, que se la querían llevar con ellos.

¡Cómo llorábamos!

- Escribí gordo, le decía el Colo, un pecoso que se había venido a vivir hace poco al barrio; sus viejos alquilaban una casita, al lado de lo de Chito.

Era un personaje el Colo, buen wing derecho; era petiso y retacón, caminaba como un pato. Lo adoraba al Chito. Claro, el gordo lo había adoptado como un hermanito más y lo ayudó a conocer el barrio, encima iban al mismo grado en las escuela y se sentaban juntos.

- Voy a trabajar y juntar “guita” para venir en el verano...
- Dale, yo le digo a mi vieja que duermas en casa... decía Carlitos.

Fuimos todos al tren a despedirlos. Fue un sábado a la tarde y yo tenía un nudo en la garganta y un dolor en el pecho que nunca más volví a sentir.

Nos decíamos de todo, promesas, juramentos entre abrazos... ya ni me acuerdo.

Después, el secundario. Distintos horarios, mas mudanzas, estudios, no nos volvimos a ver… Nosotros nos mudamos primero de barrio, después de pueblo, yo me fui a estudiar, me enamoré de la que hoy es mi mujer, y me quedé por allá. Nunca más supe de la barra.

Enredado entre tantos recuerdos, me crucé hasta donde estaba el campito, hoy aplastado por casas, con hermosos patios verdes de césped prolijamente cortado. Me juego que la gente que vive ahí, por las noches debe oír las voces de nosotros, niños, que por allí andamos, duendes.

- ¡Pasala morfón!...
- No, no vale el gol, estaba de pichero, el gol no vale...
- Carlitos, vení a comer ...

Fue de repente: vino una brisa tibia, olía a manzanilla húmeda después de la lluvia; como un remolino y juro que sentí un rumor, como pedazos de cristal que se rozaran.

Me hizo apretar los ojos para que no se me llenen de tierra y sentí que me empujaban a dar la vuelta. Miré para la esquina y vi que venía caminando un hombre petiso, retacón, caminaba como pato, me hizo acordar al Colo...me dije:

- Se me está yendo la mano con la nostalgia, ya estoy encontrando hasta la gente parecida.

Volví la mirada adonde estaba el campito y escuché de atrás…

- ¡Rulo!...

Me quedé helado: era mi apodo de aquellos tiempos, por mi cabellera rubia y mota que cubría esta pelada cabeza que luzco hoy y la cuál hace que nadie me lo crea ¡Se creen que nací pelado yo!, les digo a mis hijos... pero creo que ni mi esposa sabe que me llamaban así. Desde aquella época del barrio no escuchaba Rulo y aparte, ese tono de voz. . .

Me di vuelta como un trompo y vi la cara pecosa, gastada, pero allá en el fondo esos ojos chispeantes.

- ¿Colo?
- Si, soy yo, el Colo.
- ¿Qué hacés acá? ¡Qué casualidad!

Cuando el Colo me iba a hablar, sentimos un silbido desde la esquina, era como el de Carlitos. Retumbó un poco más, porque ahora hay más casas que le hacen eco. ¡Pero si es Carlitos!, le digo al Colo agarrándolo de la camisa, medio zamarreándolo para que me ayude a creer lo que estaba viendo.

- Trae la gorra, mirá, la gorra la de siempre, con la visera para atrás.

Antes de llegar, otro remolino de aire pasó entre nosotros, que casi le arrancó la gorra. Venía con otro tipo, flaco, desgarbado. Era Tito, si, Tito y entre abrazos me dice:

- Te juro que hay mañanas que estoy mateando y parece que te escucho llamarme desde la puerta.
- ¡Pero qué alegría muchachos, qué casualidad!
- Yo no sé que hago acá, me dijo Carlitos. ¡Pero qué lindo, carajo! Soltó desde el alma, dándome un pechazo, eso tan típico en él.

Otra vez el remolino que parecía festejar cada encuentro y ese olor a manzanilla...

- ¿Y éste? Dijo Tito, pegándole una cachetada en la cabeza a Carlitos.
- Me llamó y dijo… ¡Te paso a buscar y acompañame al barrio! Tengo un presentimiento, no me preguntes qué.
- Che, lo único que falta es que venga el Chito.
- Capaz que toma la leche y viene. ¿Te acordás? Nos decía que vayamos, que él nos alcanzaba. ¿Alguno supo algo de él?
- No, una vez la vieja la llamó a mi mamá para que le consiga unos papeles del viejo, porque estaba tramitando una pensión, pero fue hace mucho, después nunca más.
- Nuestros recuerdos sobrevivieron pero no el paisaje del barrio... dijo Carlitos mirando alrededor y dejando asomar esa veta poética que ya mostraba de chico.

Nos contamos nuestras vidas, treinta años sin vernos. Recorrimos las veredas y las calles. Fuimos frente a cada una de las casas que habitábamos de pequeños y cada tanto mirábamos para el campito. Sin decirlo, creo que cada uno esperaba ver que ya no estuvieran las casas de ahora...

- ¡Qué increíble es todo esto loco! ...
- ¡Qué pena que no vino Chito!...
- Y sí. Si hubiera venido, seguro traía la pelota y hubiéramos hecho un picadito.

Se me llenaron los ojos de lágrimas y, qué “sonso”, me dio no se qué y no quise que me vean llorar. Estábamos tan contentos y, si uno lloraba seguro “moqueábamos” todos.

Me fui con la mirada calle abajo, siguiendo ese remolino con olor a manzanilla, que anda dando vueltas desde que llegué.

De repente, se detuvo el tiempo. Se hizo un silencio y se oyó como un trueno, que vino de la esquina y nos llevó treinta años para atrás.

- ¡Vayan ustedes, que yo tomo la leche y voy! Y era el Chito...

Lo abracé y ahí sí, ya no pude contener el llanto y los miré a todos, uno por uno y todos lloraban.

Miré para la calle y entre mis lágrimas, vi el remolino en el aire, que se alejaba. Sentí un olor a manzanilla húmeda que nos envolvía y el ruido de cristales chocándose en el aire. Todo sonreía…

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