18/10/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: Me llamo Juan de la Calle

EMOCIONES ENCONTRADAS: Me llamo Juan de la Calle
Imagen ilustrativa: Facundo Pardo.
Imagen ilustrativa: Facundo Pardo.

Me llamo Juan de la calle, aunque tengo un nombre que figura en el documento, siempre seré Juan de la calle. Ahí me crié. A mi viejo no lo conocí y mi madre, no pudo con tantos hijos, apenas se ocupó de que tengamos un plato caliente una vez por día y un techo donde cobijarnos. Ser de la calle es un sello que se lleva de por vida, aunque uno vuele alto, no se olvida de ella. Es un sello en la piel, una manera de ver la vida; uno juega a la mancha con cosas lindas y no tan lindas. Es como un inmenso supermercado al que uno se asoma a diario a ver qué se puede hacer, “como hacer la moneda. Allí ves pasar la vida, miras el mundo adulto desde abajo, después a la par. Conoces la historia de cada laja, de cada baldosa; te das cuenta a quien le importas y quien te ignora. Fui canillita, barrí hojas de las veredas, hice mandados, pero lo que me deparaba el destino lo encontré de lustrabotas. Un tal Oyarzo, una vez me pidió que le barra la carpintería y yo a cambio le pedí si me hacia un cajoncito de lustrar; con otras changuitas compré tinta, pomadas, una franela y un par de cepillos. La calle suele ser solidaria. Me paré en una esquina y “El Chato”, que era algo así como el jefe de la parada, me dijo que podía laburar, pero recién agarrar clientes cuando todos estuvieran ocupados. Había jerarquías, salvo que algún cliente te apuntara derecho a uno. Eran buenos tiempos. Hoy desaparecieron los “lustra”, entre tanto nobuk, gamuza y sintético, zapatillas y zapatos de tracking. En aquellos tiempos los mocasines, acordonados, botas y “borcegos” eran una cantera inagotable. Marrón claro, marrón militar, guinda, negro, tintas. El golpecito con el cepillo en un costado del cajón, para que cambie de pie el cliente, las dos manos de pomada, algún malabar con el cepillo al cambiarlo de mano garpaba bien. Por último, hacer sonar la franela al estirarla y a cobrar.

Tuve buena clientela. Una vez apareció un señor flaco, alto, el que más tarde me enteré que le decían Paco. Las primeras veces, el hombre miraba la gente que pasaba, por ahí saludaba a alguien o conversaba con quien se detenía; era bastante conocido. Un día me preguntó cómo me llamaba, lo de siempre, si iba a la escuela, cuantos años tenía, si vivía lejos. “Yo soy “Juan de la Calle” le dije y se rió. Se vé que le caí en gracia, cada dos días venía, trabajaba por ahí cerca. Una vez yo estaba ocupado y, pese a que al lado mío estaba “El Cara” desocupado, me esperó. “¿Qué vas a hacer cuando no seas lustrabotas?” me preguntó. “Algún día vas a crecer”. No supe que contestarle. Mi presente no daba ni para asomarme a la idea de un mañana. “El martes andá a lustrarme a mi negocio, que no voy a poder venir” me dijo un día. Tenía una rotisería en el centro don Paco. Me llevó a su oficina y me hizo lustrarle los zapatos. Ese día me regaló un libro de cuentos. Esa noche me dormí mirándolo, nunca me habían regalado un libro.

- Cuando lo leas, venís y me contás – me dijo, cuando me iba.
- ¿Traigo el cajoncito?
- No, veníte a la tarde, a hablar del cuento – me dijo.

Aunque la escuela nunca fue mi fuerte, me las ingenié para leerlo. Era la historia de un pajarito que se había quedado solo, fuera del nido, parado en una rama; no sabía quién era. Miraba como otros pájaros volaban y no se daba cuenta de que el podía hacerlo. Veía que tenia alas pero no las sabia usar. Un día pasó un hada y le mostró para que servían las alas y porqué tenia plumas.

- No te podes quedar acá – le dijo el hada – Naciste para volar.
- Tengo miedo – dijo el pajarito.
- Yo te voy a ayudar – le dijo el hada y lo levantó en el aire. Después lo soltó – “¡Aletea fuerte!” – le gritó y el pajarito voló lejos.

Un día don Paco me presentó a un amigo suyo que era constructor. Me ofreció ayudarlo. Linda changa, el verano había pasado y el trabajo aflojaba en la parada. Empecé llenando unos baldes, alcanzándolos al andamio, mojando ladrillos, preparando mezcla y un día, Nicanor, así se llamaba, me enseñó a usar el cucharín y el fratacho. Ya me había hecho bastante amigo de don Paco y a la tardecita, a la vuelta de la obra, pasaba a verlo dos o tres veces por semana.

- A vos te va air bien, “Juan de la calle” – me dijo, así me llamaba en broma.
- ¿Por qué me lo dice don?
- Porque venís de abajo. No tuviste nada y lo poco que vas teniendo lo disfrutás y lo cuidas. Pero si un día te va mal y perdés lo que tenés, nadie te va a enseñar a vivir con poco, ya lo sabes lo que es.

Yo no me di cuenta de que a don Paco le estaba yendo mal con su negocio, se veía poca mercadería y ya no tenía empleados. Un día cerró. Ahí entendí lo quería decirme. Él veía como todo el esfuerzo de su vida se le iba de las manos. “En este país te dan cartas de póker y después te cantan retruco”, dijo.

Lo dejé de ver un tiempo. La vida de adulto me había abrazado y me tenia ocupado todo el día. Tiempito después pasé por la parada, nuevos gorrioncitos que todavía no sabían que eran pájaros, estaban ahí. Le pregunté a un señor de un kiosco de ahí cerca si sabia donde vivía don Paco; yo veía que siempre se saludaban. Me llegue a la casa. Vivía solo, una señora le cocinaba y lo cuidaba durante el día.

- Estas no las podes lustrar – me dijo, mostrándome las pantuflas que llevaba puestas.

Me contaba cosas de su vida, mirábamos algo de tele, escuchábamos música. Él me hizo gustar el tango. Con su voz y sus historias me llevaba lejos y me gustaba. Una tarde llegué a visitarlo y una vecina me dijo que estaba internado, que lo habían llevado de madrugada en una ambulancia.

- ¡Pero, miren quien es! – me dijo, con una sonrisa que no podía disimular el dolor que mostraba su rostro – El mismísimo Juan de la Calle.
- ¿Qué le anduvo pasando don? – le pregunté.
- ¿Te acordás del pajarito del cuento? – me dijo, mirando por la ventana – Vos ya aprendiste a volar. A mí, las alas se me cansaron, ya no funcionan.

Fue la última vez que lo vi. Un día llegó a mi casa una carta que me citaba a una oficina en el centro. Un tipo serio, de traje, leyó unos papeles donde decía que Don Paco me había dejado su casa. A mí, a Juan de la Calle. Pucha, no sabía qué hacer, mirando el llavero con el escudito de River, ese que tenia don Paco.

Y aquí estoy, un Juan de la Calle que aprendió que era pájaro, que estrenó las alas y se animó a saltar del árbol, ayudado por el portador de un par de zapatos que un día se apoyaron en mi cajoncito de lustrar. Juan de la Calle, el que pinta y talla, el dueño de la Constructora Don Paco.

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