27/09/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El Solitario

EMOCIONES ENCONTRADAS: El Solitario
Foto: Facundo Pardo.
Foto: Facundo Pardo.

La mañana de octubre estaba cálida y soleada, pese a que todavía se levantaba la helada de la noche anterior. Antonio abrió las ventanas del local, un almacén, al que llamaban El Solitario, tal vez por su ubicación, solo en medio del campo, a un costado de la huella, o por su dueño, quien vivía solo. Se trataba de un local en la parte delantera de la vivienda. Tenía un palenque a un costado, debajo de unos árboles, en la parte trasera un modesto corral. En el boliche se podían comprar artículos de almacén, algo de ferretería y forrajes. En uno de los laterales del salón, junto al mostrador, había dos mesas donde se servían bebidas y algo de comida a quien lo requería. Si bien compraban los vecinos de campos cercanos, algunos, por la distancia, almorzaban allí; otros llegaban solo por un trago y, con él, la excusa para hacer algo distinto a la monotonía de la vida solitaria.

Antonio sintió el ladrido de los perros. Al asomarse a la ventana vio un jinete que llegaba por la huella que venía del norte, del lado de la estancia El Abrojo, el principal establecimiento de la zona, los demás eran campos chicos y algunos fiscaleros.

Abrió la puerta de entrada al almacén y allí esperó a que llegara el hombre que venía montado en un caballo rosillo.

–Buenas, buenas –lo saludó, mientras el hombre estribaba.

Antonio carraspeó un poco, no había hablado desde que se levantó. A veces sentía la necesidad de hablarle, aunque sea algo, a uno de sus perros.

Pasaba horas en silencio, por eso sentía algo parecido a la alegría cuando llegaba alguien a El Solitario.

–Buen día –dijo el hombre, levantando su sombrero con la mano izquierda y tendiéndole la otra.
–Lindo caballo –valoró el dueño de casa– Pase, pase.

Antonio ingresó al local, el visitante se quedó en la entrada, mirando el interior. Era la primera vez que se llegaba por allí. Antonio no necesitó que se lo dijera para darse cuenta, conocía a todos sus clientes. Le hizo un ademán con la mano, invitándolo a sentarse en una de las mesas.

–¿Nuevo por acá?
–Sí, Simón Reyes me llamo.
–Antonio Leiva. ¿Se sirve algo?
–Tráigame una copita de grapa, si tiene –respondió, observando alrededor.

Antonio se fue detrás del mostrador, miró la estantería buscando la botella de grapa, la tomó en su mano y sirvió un vaso. Se acercó a la mesa.

–Salú amigo –dijo Simón, haciendo un gesto con el vaso y luego bebiendo un sorbo lento.

Antonio se retiró hasta una de las paredes, donde junto al cartel de chapa de ginebra Llave, había un almanaque. Retiró la hoja del taco, la del día anterior, 15 de octubre.

Leyó la frase que había impresa en la parte posterior.

–Esta hojitas las guardo. Cada tanto las leo pa´ entretenerme. Dicen cosas lindas –dijo, yendo hacia atrás del mostrador. Vio a Simón, que miraba la fecha.

–Toy de cumpleaños hoy –dijo, casi al descuido, con cierta timidez, parecía haberlo recordado al ver la fecha.
–¡Mire usté! –exclamó Antonio, acercándose con la botella de grapa y sirviendo nuevamente el vaso.
–Ésta va por cuenta de la casa. Que los cumpla feliz –dijo, alcanzándole la mano.
–Siéntese –le pidió el hombre.
–¿Y cuántos cumple? Si se puede saber –bromeó Antonio.
–40, soy del ´12.
–¿Es de por acá?
–No, nací pal lao´e Pilo Lil, llegué hace dos meses a la estancia, pidiendo trabajo y don Troncoso me pidió que le amanse el rosillo ese en el que ando. La segunda vez que lo monto, lo saqué a caminar un poco, pa ´que se acostumbre a tranquear.
–¿Se dedica a amansar? –quiso saber Antonio.
–Cuando sale algo, sí –respondió el hombre, armando un cigarro.

Antonio salió hasta el patio, se acordó de que no le había dado maíz a las gallinas, que andaban por allí, recordándoselo. Le pareció una buena compañía la de ese extraño, era día de semana y no solían venir tantos clientes. Tenía alguien con quien conversar un rato; el hecho de que no fuera conocido enriquecería más la charla. Pensó en invitarlo a comer, en esas soledades, la del paraje y la propia, cualquier cosa que altere la rutina es bienvenida.

–Tengo un pedazo de costillar con paleta –dijo al ingresar al local– Si gusta quedarse a comer…
–Se agradece paisano. Como no –respondió Simón.

Pronto ganó el aire del local aroma de la carne asándose en el horno. Simón se acercó al palenque donde estaba el caballo que montaba y le soltó la cincha. Antonio vio como aquel hombre trataba al animal, hablándole, todo el aspecto rudo que irradiaba su figura tornó en delicadeza.

El almuerzo los encontró sentados a la mesa, junto a la ventana. “Nací en Pilo Lil. A los once años me fui de marucho con una tropa pa Pino Hachado, di´ahí cruzamo a Chile y volví pal lao ´e Andacollo, con una comparsa de gente que buscaba oro, por el Domuyo. Era un buen trabajo en esos años, bien pago. Había que estar todo el tiempo agachao en el agua, chayando en la arena, con un lienzo. Después se acabó la buena y volví a cruzar con unos arreos, fuimos a salir a Victoria. Pasó un tiempo y crucé con la tropa de un tal Artemio Soto. Vine a dar cerca e ´Junín. Ahí estuve en la Estancia di´un franchute, estuve habiliotao en un puesto, algunos años. Ahí conocí a Catriman, era de San Ignacio, de los Namuncurá, él me enseñó a amansar de abajo”.

Antonio siguió con atención el relato de aquel hombre, aunque no conocía todos esos parajes, los imaginó, pintados por la palabra paciente de Simón. Trajo algo más de vino, mientras el sol en el cielo ya había doblado rumbo a la tarde.

– Es muy delicado el amanse indio ¿no? –quiso saber Antonio.
– Hay que ir despacio. El animal tiene que entender que uno le está enseñando a obedecer, va entendiendo que la cosa es por cariño, que uno se le hace amigo.
– No ha de ser sencillo, sino cualquiera lo haría.
– Hace un tiempo llegué a El Abrojo, buscando algún conchabo, el patrón tenía ese rosillo y le ofrecí amansarlo. Se lo voy a entregar de rienda.

Simón armó un cigarro, echándose hacia atrás en la silla. Tomó un último sorbo de vino, lo que quedaba en su vaso.

–¿Qué le debo amigo? –preguntó, dirigiéndose al mostrador– Estuvo muy linda la cosa.
– No debe nada paisano. Vaya nomas. Tómelo como un festejo de cumpleaños –dijo Antonio, acompañándolo a la puerta.

Simón montó el animal, que parecía estarlo esperando. “Uno se hace amigo del caballo. Él va entendiendo lo que uno quiere, con mirarlo basta. Mesmo que con un cristiano”, le había dicho.

– Lléguese cuando quiera –dijo Antonio, que por dentro agradecía la compañía de ese desconocido.
– Capaz vuelva –dijo Simón.

Lo vio irse, con el cigarro entre los labios, al tranco de ese rosillo al que había sacado a caminar un poco. No volvió a verlo. Alguien le contó que después de entregarle el caballo al patrón, una mañana montó y se lo devoró la distancia.

Antonio entró al almacén El Solitario, del brazo de la rutina. Sentada en una mesa lo esperaba la soledad, para esperar que se vaya el día.

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