30/08/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: El último día

EMOCIONES ENCONTRADAS: El último día
Imagen ilustrativa: Facundo Pardo.
Imagen ilustrativa: Facundo Pardo.

“Tené listas todas las cosas de mamá, que el lunes las llevan”, le dijo Isabel a Rosita. Con esas palabras retumbando en su mente, abrió la puerta. El eco de la perilla, al encender la luz, quebró el silencio del consultorio. Aunque era ella quien abría cada mañana, ese día era distinto: era el último.

Se quedó parada en la entrada, deteniéndose en cada objeto, en cada cosa, esas que fueron el paisaje de tantos años. El perchero, la mesa ratona con revistas, el cuadro con una pintura de una niña triste, a la que le rodaba una lágrima por la mejilla, ese al que nunca pudo mirar de manera sostenida; la planta del rincón, en un pequeño soporte de mimbre, las sillas contra la pared y el escritorio; sobre él, el teléfono, una lámpara con la tulipa color rosa, sobre una carpetita blanca, un lapicero y un block de hojas.

Para Rosita siempre fue doña Edith, aunque en el consultorio la llamaba doctora. La había conocido hacía cincuenta años, una mañana de junio en la que Rosita iba rumbo al centro. Todos los días bajaba hasta Moreno o Mitre, eran las dos únicas calles de las que conocía el nombre; allí estaba atenta a lo que apareciera. En algunas casas le pedían un mandado, en otras le daban una escoba para barrer. Lo que saliera era bienvenido para aquella niñita de diez años, huérfana, criada por unos tíos a los que la vida había arrinconado hacía años y que solo arañaban el día a día, para alimentar a ella y a sus primos. Una casita que no alcanzaba la categoría de modesta, allá arriba, casi al final del pueblo, solo ofrecía un plato de comida diario y un techo.

El otoño estaba tendido sobre el pueblo, desnudando los árboles y enfriando el aire de esa mañana. Se veían algunos autos recorrer las polvorientas calles. En una de ellas, que bajaba hacia el lago, vio una pila de leña, en la entrada. Intuyó que la había descargado el carro que vio, yéndose a lo lejos, tras de los bueyes que lo tiraban. Era una casa pequeña, muy bien pintada, en colores verde y blanco. Una puerta principal, una ventana a cada lado, con el techo a dos aguas. Se paró frente al pequeño portón y golpeó las manos. Salió una señora joven, muy bien arreglada. Tenía un pelo rubio, ondulado, sus ojos celestes resaltaban en el azul del vestido que llevaba, sobre el cual tenía un saco de lana blanco.

–¿Quiere que le entre la leña señora? –propuso Rosita.
–Ese trabajo no es para una nena. ¿Qué andas haciendo vos? –quiso saber la mujer, acercándose al cerco.
–Ando buscando algo para hacer, algún trabajo –respondió Rosita.
–¿Tomaste algo hoy? –indagó la señora.

El silencio de la niña y su cabeza gacha hablaron. Una taza de mate cocido había inaugurado el día. Se incomodó, no estaba preparada para hablar de su vida, buscaba unas monedas y, con parte de ellas, comprar un pedazo de pan al regreso.

La mujer la invitó a pasar. Era una casa muy bien arreglada, pequeña, pero quien la habitaba trasuntaba buen gusto. El interior estaba cálido. En el rincón junto a la ventana había un moisés donde dormía una beba. “Vení a lavarte las manos”, le dijo la señora, guiándola hasta el baño. Al regreso, en la cocina, una taza de café humeante con unas rodajas de pan la esperaban sobre la mesa. Cómo se llamaba, si iba a la escuela, quiénes eran sus padres… todas preguntas de la señora, quien dijo llamarse Edith.

–Ella es mi beba, se llama Isabel –dijo la señora al cruzar la sala del comedor.
–Es chiquita –dijo Rosita, acercándose a mirar el interior del moisés.
–Tres meses –respondió Edith, acompañándola hasta la puerta.

Al despedirla le dijo que vuelva la semana siguiente, que iba a tener alguna tarea para ofrecerle.

Rosita ingresó a la sala que ocupaba la doctora. Su escritorio, con el diploma enmarcado en la pared, el perchero con el guardapolvo blanco, perfectamente planchado, como cada día que lo usó. Detrás, una mesa pequeña con un frasco de alcohol y unas gasas. La balanza, a su lado una biblioteca con algunos libros.

Aquella niña volvió cada vez con más asiduidad a la casa de Edith. Un día ella le confió el cuidado de la beba, que ya gateaba, mientras hacía unas compras. Siempre que iba, en época de clases, debía llevarle el cuaderno o el boletín; recién ahí le ofrecía una tarea, la que remuneraba con creces.

Edith pagó cada uno de los libros y carpetas que Rosita utilizó en el secundario. Un día la jovencita llegó a la casa y vio las cortinas cerradas, pese a ser media mañana, todo estaba en silencio. Una vecina le dijo del accidente de Pablo, el esposo de Edith, y que en él había perdido la vida. Rosita faltó unos días al colegio para quedarse con Isabel, mientras Edith reacomodaba su vida; gente conocida rondaba la casa trayendo consuelo a la doctora, mientras Rosita cuidaba de la niña, jugando en la plaza, coloreando, contándole cuentos. Edith le entregó el diploma el día que egresó de quinto año en el Nacional. Ese día la invitó a tomar el té en Llao Llao y le dijo que la prepararía para ser su secretaria en el consultorio. Esa noche Rosita no durmió, su corazón no podía calmarse: sería la secretaria del consultorio de la doctora. Lo único parecido que sintió, fue el día que conoció a Raúl, su compañero. Edith fue la madrina de casamiento.

Comenzó a guardar todo en cajas. Lo hizo muy lentamente, deteniéndose en cada objeto. Cada uno de ellos tenía una historia, un recuerdo. La foto de Pablo, siempre mirándola desde un cuadro al lado del fichero, un osito rosado con un corazón grabado y dentro de él, cuatro letras: Mami. Se lo regaló Isabel a su madre, el día que partió a Europa, por trabajo. Esos días Rosita se quedó a dormir en casa de Edith, sabía que ella necesitaba compañía, conocía cada gesto, cada silencio de esa mujer que llegó a su vida para no irse más, que le había dado todo el amor que la vida le quitara de chica.

A media tarde tenía todo guardado en las cajas que quedaron en un rincón, a la espera de la camioneta que vendría por ellas, cumpliendo el pedido de Isabelita, que estaba en Europa y no pudo llegar a despedir a su madre. Sí lo hizo Rosita, que estuvo junto a la cama de Edith, de la doctora, para que se lleve su imagen al irse, tomadas de la mano, agradecidas una de la otra.

De regreso a su casa, enredada en recuerdos y pensamientos, tan dulces como el sabor de aquella torta del día que le ofreció trabajar con ella, pasó por donde estuviera la casita de madera, pintada de verde. Nada quedaba, en su lugar, un edificio sombreaba sobre el asfalto, unas coquetas piedras laja cubrían la tierra de la vereda, donde alguna vez estuvo aquella pila de leña, a la que ofreció ingresar al patio, esa que puso el destino allí, para que Rosita golpeara las manos y descubriera a Edith. Aquella niña huérfana, recogida por unos tíos, la que deambulaba por las calles en busca de algo que acerque unas monedas, estaba allí, parada frente a sus recuerdos, aunque nada quedara de aquel día de cincuenta años atrás. “Ese trabajo no es para una nena”, le había dicho; y le puso un par de alas para que la niña sea una mujer agradecida. Había comenzado a refrescar, se levantó el cuello del abrigo y aprisionó la bolsa que llevaba en su mano, dentro de ella, el cuadro de la niña triste, esa que lloraba en los ojos de una mujer.

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