08/05/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La viuda blanca

EMOCIONES ENCONTRADAS: La viuda blanca

Doña Filomena era curandera. Su nombre y sus sanaciones trascendían por toda la zona cordillerana. Hasta su ruca llegó Onofre Millapán aquella mañana. Venía de la veranada; una rodada tratando de amansar una yegua arisca le había dejado maltrecho el cuerpo. La vivienda de la mujer era un modesto rejunte de tablas blanqueadas por los soles, con chapas y cueros que la protegían del clima áspero de la cordillera. Estaba al pie del cerro, recostada contra una inmensa piedra. Un gallinero, donde unas gallinas comían algo mientras un gallo cantaba, y un corral chico con un alero, donde pastaba una vaca que alguien había dejado atada para ordeñar. Filomena vivía sola pero sus vecinos la ayudaban y nada le hacían faltar.

–Pase m´ijo, pase –dijo Filomena, desde la oscuridad de la ruca, al oír que alguien golpeaba lasmanos.
–Permiso ña Filomena –dijo Onofre al ingresar, quitándose la boina que llevaba en su cabeza.

La mujer le indicó que se acostara sobre un catre que había, pegado a la pared. Onofre miró alrededor. Una cocina en un rincón, un modesto aparador con unas flores de plástico en un frasco, tratando de darle algo de color a la oscuridad del interior que solo alumbraba la luz que ingresaba por la ventana lateral. No había mucho más para mirar en ese ambiente, aromado por algún yuyo que hervía en un tarrito.

–¿Ha venido mucha gente? –preguntó el hombre, mientras la mujer untaba sus manos con una crema que sacó del mueble.
–Días atrás sí. Hoy vino solamente una gente a traer a un muchacho.
–¿Andaban en un catango? –interrogó Onofre– los vi bajar cuando venía llegando.
–Son de acá cerca nomá, lo traen cada tanto pero el muchacho está muy traumao –dijo Filomena pidiéndole al domador que se ponga boca abajo.
–¿Traumao? –preguntó Onofre, con la voz entrecortada por el dolor de su espalda al darse vuelta.
–Dicen que hace un tiempo se topó con la Viuda Blanca, una noche, bajando de la cordillera –dijo

Filomena, mientras recorría con sus manos la espalda del hombre. Sus movimientos eran enérgicos y sus dedos parecían querer meterse entre los huesos doloridos de Onofre. A él le asombró la fuerza de esa mujer mayor, de estatura baja y de aspecto frágil.

–Allá en Colí Mahuida se habla también de la Viuda, pero nadie la ha visto –aportó.
–Se le aparece a hombres que andan solos por el campo, de noche. Dicen que es una mujer que quedó viuda porque mató al marido, la maltrataba, por eso castiga a los hombres –continuó la curandera.

A Onofre se le escapó un grito cuando la mujer le apoyó una mano en la columna y se levantó del banco en que estaba sentada, llevando hacia arriba en su hombro la pierna derecha, lo que provocó un crujido que Onofre sintió por dentro y por fuera. Hizo lo mismo con la otra y volvió a masajearlo, esta vez con más suavidad. Le untó la espalda con una crema espesa que comenzó a despedir un aroma intenso cuando lo cubrió con un cuero, calentado en la cocina, con la lana apoyada sobre la piel.

Mientras Onofre se sentaba en el catre y comenzaba a ponerse la camisa, la señora le alcanzó un jarro con algo caliente para que tome, mientras prosiguió con el relato de lo acontecido con el muchacho y la Viuda Blanca. “Parece que venía bajando de la cordillera. Había ido a buscar unas chivas que se le ganaron en una quebrada por allá arriba. Como escarchillaba, se demoró. Vio que el tiempo acá es muy celoso, se cierra de un repente y dentra a descargar. Se le hizo de noche y ahí jué. Lo encontraron tirao por el cañadón, abajo. Él no quedó bien, desvaría. Dice que a lo oscuro miró pa´atrás y vio que traía enancada a una mujer. No le vio la cara, pero dice que se le espantó el caballo y rodó por las piedras. Lo encontraron a la mañana. De entonces está muy perdido, por el susto. Lo estoy curando pero va despacio. Nadie le cree, dicen que está loco”.

Ya promediaba la tarde cuando Onofre salió de la ruca de Filomena. Caminó unos metros hasta el palenque donde estaba atado su caballo. Desde un costado del corral se acercó Colí, su perro, allí se echó al llegar, luego del celoso reconocimiento y algún gruñido por parte de los guardianes de la casa, que le marcaron territorio. Luego de ajustar la cincha y montar, se acercó a la casa donde estaba esperando la curandera.

–Lleguesé en un par de semanas –le recomendó– con otra sobadura va ir pasando. Apure, no lo va a agarrar la noche –dijo, despidiéndose.

La huella que salía de la casa bajaba hasta un arroyo al que había que vadear para luego volver a subir el cerro de enfrente. La zona era el límite donde ya no se ven pastos ni matorrales, solo pedreros y algún manchón de nieve. El arroyo no traía mucha agua, todavía no habían comenzado los deshielos, cuando ello sucedía había que buscar correderas, pues los pozones y remansos eran bastante profundos. El caballo se detuvo antes de comenzar a cruzar. Las horas atado le habían provocado sed, la que sació en esas aguas cristalinas y heladas. Onofre le soltó la rienda y aprovechó a armar un cigarrillo. Colí corrió a unos teros que, enojados, se alejaron gritando contrariados. Su perro lo acompañaba siempre, tenía varios, pero él era el fiel compañero.

La huella zigzagueaba por la falda de la montaña, el caballo posaba cada mano y pata con sumo cuidado. Onofre lo dejaba hacer, el animal era baqueano para la cordillera. Tenía un par de mulas en su casa, pero eligió el caballo porque en las planizas podía galopar y acortar distancias más rápido. Calculó que para la medianoche iba a llegar a su casa. Justo al pasar por el peñón que coronaba la montaña, vio como el sol daba el último suspiro de luz, allá, a lo lejos, para perderse definitivamente hasta el día siguiente. Pronto oscureció. La luna recortaba las figuras de las piedras y estiraba sombras. Onofre soltó el tiento donde llevaba el poncho castilla y se lo colocó. Colí, como siempre, marchaba unos metros adelante, olfateando y semblanteando el campo. De pronto, lo vio ponerse tenso, con la cola estirada y las orejas atentas. Gruñía e intentaba atropellar, mirando en dirección a una piedra grande, junto a ella pasaría.

La sombra no le dejaba ver lo que habría a la vuelta, el sendero la rodeaba. Se acomodó en el recado e instintivamente se cercioró de tener el cuchillo en la cintura. Por un momento pensó en un puma o algún zorro. Hacia allí corrió el perro, ladrando. Por precaución, Onofre detuvo la marcha.

A poco de perderse tras la piedra, Colí gimió; fue un grito de dolor. Lo vio venir hacia él con la cola entre las patas y las orejas pegadas a la cabeza. Estaba asustado.

Todo se precipitó de pronto. A ese hombre le sobraba coraje como para quedarse con la duda de lo que hubiese allí. Taloneó el caballo en esa dirección, al tiempo que desenvainaba el cuchillo. El perro volvió a ladrar y gruñir. Onofre vio por el rabillo del ojo un paño blanco (aun hoy duda de que pudo ser un vestido). Era una figura que parecía hecha de luna, de ese blanco triste, medio amarillento, que suele tener cuando rueda por las montañas. Claramente era la figura de una mujer, llevaba una especie de tul sobre la cabeza pero no tenía rostro, al menos no lo vio. Llevaba sus brazos tendidos hacia él. Le pareció que no estaba apoyada en el suelo. Volvió a talonear el caballo, esta vez como tratando de hacerlo retroceder, pero el animal se abalanzó, dando un relincho que hirió el silencio de la noche. De no ser tan buen jinete habría caído entre las piedras, adonde se hallaba. Soportó la espantada y se mantuvo sobre el recado, mientras el animal desbocado galopaba cuesta abajo. Por primera vez en su vida Onofre sintió un miedo que no lo dejaba respirar. En una hondonada logró detener al caballo. Le temblaba todo el cuerpo. Al descender sintió que sus piernas no lograban sostenerlo, parecían de lana. “Colí”, gritó a la noche un par de veces, pero su fiel perro no apareció. Soltó el caballo y se recostó contra una piedra grande, con el rebenque en una mano y el cuchillo en la otra. Desde allí dominaba todo el entorno, al menos hasta donde sus ojos escudriñaban las sombras. Cuando aclaró, volvió caminando cerro arriba, al lugar donde calculó que había sucedido la aparición. Junto a una piedra halló a su perro, estaba muerto, con la boca entreabierta y la lengua algo salida, sus ojos abiertos, mirando el cielo rojizo del amanecer.

Onofre Millapán, jura a quien lo escuche, que su perro murió, o bien del susto o peleando con la viuda blanca, defendiéndolo. No le creen, dicen que enloqueció.

Te puede interesar
Ultimas noticias