07/03/2020

EMOCIONES ENCONTRADAS: La rastra de Marcelino

EMOCIONES ENCONTRADAS: La rastra de Marcelino

Arreciaba la partida de truco en el bar de López.

–¡Quiero retruco! –tronó la voz de Nicasio Muñoz.

Un gaucho de apellido Ahumada jugaba en pareja con Cipriano Reyes. El hombre había llegado hacía poco por el pago, desde entonces frecuentaba el bar. Se miraron. Ignacio Saravia, que jugaba en pareja con Nicasio, llevó lentamente el vaso de vino a su boca, semblanteando a los rivales y luego clavando los ojos en los de su compañero, lo vio confiado.

–Tengo carta pero no me gusta –dijo Ahumada– No se quiere.
–Pasamos al frente –continuó Cipriano, juntando las cartas.
–Pasamos al frente, cumpa –dijo Ignacio– 13 a 9 –concluyó, mirando los porotos que estaban a su derecha, junto al cenicero.

Se hizo un silencio que parecía estar esperando la voz de don Tiburcio, que miraba la partida desde el mostrador, acodado junto a la fiambrera. “Así se dio una vuelta que el finao Marcelino jugaba en pareja con Linares. Echó la falta con trece buenas y los otros no habían dentrao todavía. Tenía veinticuatro, un rey y un cuatro de copas”.

El hombre después de decir aquello llevó su mano izquierda a la punta de su bigote, blanco y espeso, teñido de marrón amarillento debajo de las fosas nasales, por donde salía el humo del cigarrillo que siempre llevaba en la comisura de los labios.

–Ya hacen un par de años que murió –rompió el silencio Nicasio Muñoz.
–Dicen que su alma anda penando por el campo –apuntó Ignacio, mirando a su compañero de partida.

López, que venía de la cocina trayendo unos platos con queso cortado en cubos, aportó.

–No solo eso. Han sucedido desgracias que tienen que ver con él.

Se había suspendido momentáneamente el juego. El recuerdo de Marcelino y su partida había ganado el aire del bar.

–Alguien abrió la tumba para robar cosas que estaban enterradas con él. A todos los que las tocan les pasó una desgracia –comentó con pesar López.
–Un hombre de la provincia, de apellido Suarez, le compró a Bogado un par de riendas con adornos de plata que eran de Marcelino y a la tarde siguiente el caballo se le abalanzó sin motivo, casi se desnuca en el golpe el hombre –apuntó Tiburcio.
–Y Andalicio Reynoso? –dijo Cipriano, con su voz cargada de misterio, tensando aun más el aire de la tarde– Dicen que se llevó el rebenque de la tumba.
–¿El de guacha ancha, trabajado en tiento? –quiso saber Ignacio.
–El mismo. Escuché que cuando lo agarraba se le movía solo en la mano –lo interrumpió Nicasio.

Se escuchó el aullido de un perro, que venía desde el patio. Los parroquianos se miraron.

–¿Y a este que le pasa? –dijo López, yendo a mirar.
–Debe andar el Marcelino rondando. Ya que lo nombramos –ironizó Ignacio.

Aprovechando la ausencia del dueño del bar, Tiburcio pasó atrás del mostrador y volvió a llenar su vaso. “La casa invita”, dijo entre dientes. Acercó una silla a la mesa donde estaban todos y continuó.

“Marcelino era un hombre de pocas palabras, muy reservao. Aparecía de la nada y de repente, así se iba, desaparecía, sin dejar rastro. No se le conoció compañía. Atrasito´e la tapera lo enterraron. Muy hábil para el juego.

Parece que sabía las cartas que tenían los demás. Esa vuelta que echó la falta con veinticuatro sabía que nadie tenía nada”, concluyó el hombre.

López volvió del patio intrigado de por qué aullaba su perro. Encendió la luz de afuera porque empezaba a oscurecer. Un aire repentino abrió la puerta.

–¿Y pa´los dados? –apuntó López– una vuelta los revisaron porque pensaron que los tenía cargados. No perdía un tiro –concluyó.
–Doña Betina dijo que la manera de que deje de penar es devolver las cosas mal habidas que se llevaron de la tumba. Pa ´que descanse en paz –dijo Nicasio.
–Tenía una rastra muy linda, cargada de monedas y cadenas de plata. Vaya a saber dónde jue a parar –dijo Tiburcio, tomando el vaso, mirando a uno por uno. Se detuvo un instante en los ojos de Ahumada y asintió en silencio.

Ahumada, que seguía los relatos con atención, bajó la mirada, observando la rastra que llevaba puesta. Se la había comprado a un tal Estévez, cuando llegó a la zona. Con suavidad se abrochó los botones del saco de lana que llevaba puesto y lo estiró hacia abajo, para que tape.

Un par de días después, don Tiburcio se acercó a la tapera donde viviera Marcelino. En la parte de atrás, donde estaba la tumba, encontró la rastra tirada. Miró en todas las direcciones y se alegró de haberle ganado de mano a algún otro. A Ahumada no se lo volvió a ver por el bar de López.

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