EMOCIONES ENCONTRADAS

| 22/02/2020

Ernesto, un tropero

Ernesto, un tropero

 

Don Rómulo, patrón del campo, venía bajando la loma detrás de la casa, lo acompañaba su hijo menor. Manuel los vio llegar y acercó la pava al fuego para que tomaran mate al llegar. Habían salido temprano a recorrer el campo, era época de pariciones y querían ver cómo andaba todo. Los recibió en el palenque.

–Se puso lindo –dijo el puestero.

–Ahora sí aprieta el calor. Esta mañana estaba helado –respondió el patrón, alcanzándole las riendas.

–Ahí les puse un agua en la cocina –les dijo Manuel, mientras sacaba el recado de los caballos.

–Lavalos y soltalos nomás, no vamos a salir de nuevo.

Manuel llevó los caballos hasta detrás de la casa, abajo de unos sauces, donde estaba la vertiente; ahí había una canilla con una manguera. Lavó a los animales, que parecían agradecer el agua fresca en su lomo; siempre los tenía en el potrero cercano a la casa, en invierno en las caballerizas. El resto de la tropilla andaba en alguno de los cuadros del campo.

– ¿Cuándo llevaste las ovejas al cuadro del fondo? –preguntó don Rómulo.

–La semana pasada. Las llevé porque en el cuadro de al lado de la ruta se escaparon un par de corderitos.

–Está bien. Ojalá no ande ningún puma, sino las vas a tener que traer de nuevo – dudó el patrón.

–Estaba pensando, sí –asintió Manuel.

–Había una yegua tordilla y una zaina con un potrillo –recordó Ariel, el hijo del patrón.

–Sí –respondió Manuel saliendo al patio a tirar la yerba– las compré para mí.

La pregunta pareció incomodarlo, como que amagó echar luz sobre algo guardado.

–Qué bueno che, así te vas armando un capitalcito –comentó don Rómulo.

Manuel los acompañó hasta la tranquera y los despidió. Volvió caminando lento, mascando un pasto del mallín, acariciando a su perro. Se sentó en un tronco que había en el corredor y se puso a sobar unos cueros; en sus ratos libres hacía soguería. Por un momento se quedó quieto, con la mirada perdida en el piso del corredor, pensando en las dos yeguas que había mencionado el muchachito. Eran de don Ernesto Nahuel, ese hombre ya mayor, que fuera compañero de su padre en las resereadas por la zona y al que encontró un par de semanas atrás en la tapera que ocupaba a la salida de Laguna Blanca. Parecía que estaba yéndose del pueblo. O tal vez negándose a entrar. “Ese cristiano anda todo el día borracho, che”, le había dicho Sepúlveda, en el almacén del pueblo.

Manuel tenía los mejores recuerdos de ese hombre, lo veía con esa estampa tan gaucha, cuando venía a visitar a su padre. Anduvieron juntos hasta que Ernesto rumbeó para la cordillera, pero cada tanto se llegaba al puesto de su amigo. Manuel fue a verlo. Vivía en la más absoluta miseria, en una tapera inclinada por el viento, que se resistía a caer. Como quien la habitaba. El piso de tierra, un fogón en el centro y unos cueros tirados donde dormía, fue lo que vio al ingresar. Estaba arrinconado, como un pichoncito herido. La barba le llegaba hasta el pecho, por encima del pullover de lana agujereado, al igual que la suela de sus botas.

–Don Ernesto, soy Manuel, el hijo de Horacio Lincán –le dijo al entrar.
El hombre levantó lentamente la cabeza, entrecerrando los ojos, lastimados por la luz que entraba por la puerta que había abierto el muchacho. El nombre de su amigo lo despertó, le recordó quien era.

–Siéntese m’hijo. Siéntese –le hizo un gesto señalando una piedra grande con un cuero encima.

–Me comentó Sepúlveda que no andaba muy bien.

Don Ernesto se incorporó con dificultad, hasta quedar con la espalda apoyada en la pared de la tapera. Un silencio los envolvió, solo quebrado por el viento que ingresaba por las hendijas del techo, con un silbido áspero y doliente.

“Uno anda como puede m’hijo. Lo único que hice toda mi vida fue arrear animales, así jué como conocí a su padre y a tanta otra gente. Juí como el viento ¿vio?, siempre de paso, nunca estribé, ni de pion ni de puestero.

Siempre en la huella. He dormido a campo, cuidando animales ajenos, agrandando capitales de otros sin pensar en mí, pero nadie ha de decir que le faltó algo o que robé, cuando se me murió un animal juí y entregué los cueros. Anduve desde allá abajo, pa’l lao’e Cholila hasta acá, por El Cuy. Nieve, lluvia, solazos aguanté. ¡Y un día me vine viejo amigo! Ya nadie me da trabajo. Los jóvenes vienen empujando y mucha gente se olvidó de que me conocía”.

Los ojos del hombre brillaban en la tenue luz de la tapera. Mientras hablaba hizo algo de fuego y puso una pava renegrida sobre una parrilla hecha de alambres. Manuel sintió que cada palabra de don Ernesto se grababa a fuego en su interior. Sintió tan suya esa historia, como la de su padre y la de tantos hombres de campo a los que la vida va dejando por el camino, olvidados, indefensos, descartados. También pensó que esa podría ser su propia historia. “Tuve algunas ovejas en campos de gente amiga, ¡hasta marca tuve!, pero… me llevaron casi todo, entre el lión y el zorro. ¡De cuatro patas y de dos también!”, dijo, riendo y tosiendo al mismo tiempo. “Me quedaron un par de yeguas que me las tenía un puestero de acá cerca, pero el patrón le dijo que me las echara a la ruta. Se olvidó el hombre que alguna vez le arrié vacas pa’l campo y billetes pa’l cinto”. El anciano sacó un pañuelo arrugado y sucio de su bolsillo y secó sus ojos. Manuel intuyó que ese lagrimeo no era solo por el humo.

– ¿Y acá como va tirando, don? –se interesó Manuel.

–Ya lo ve. Hay gente del gobierno que pasa cada tanto y me deja unas cajas con comida y unos papeles que el comisionado me cambia por plata. Ahí vamos yendo –contestó con resignación.

De regreso, Manuel vio a las dos yeguas y el potrillo pastando junto al camino. Decidió llevárselas al campo donde trabajaba y cuidárselas.

La noticia de la muerte de don Ernesto le llegó de manera casual. Alguien contó que lo habían encontrado en su tapera. Manuel no quiso recordarlo como lo vio la última vez, mejor sería hacerlo con esa imagen que tenía, viéndolo montado, feliz, fuerte. Hubiese querido estar cerca para despedirlo. Tal vez lo hubiese enterrado con su caballo, a la usanza de los antiguos, mirando al Este, para que el sol le reviente en el pecho y se lo lleve, para que ande por los cielos arreando nubes, enredado en los vientos. Don Ernesto Lincán había vuelto a la tierra, su madre, que lo abrazó y lo cobijó, en ese vientre donde todos son iguales, vuelto polvo, para andar detrás de los arreos.

 

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