14/12/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: El acordeón del abuelo

Edgardo Lanfré
EMOCIONES ENCONTRADAS: El acordeón del abuelo

 

La muchacha llegó apurada a la casa de su abuelo, llevando la caja que le regalaría por su cumpleaños. Era la visita obligada de casi todos los días, pero ese era especial. Habían buscado con su madre el regalo que estaba a punto de entregarle. Micaela, así se llamaba, entró y se acercó al sillón donde su abuelo reposaba la mayor parte del día, frente al ventanal que daba a la calle, en la casita que habitaba. Aunque se desplazaba lentamente pero con seguridad, su única hija, Silvana, lo convenció de que esté acompañado por alguien; Silvia, una enfermera jubilada, llegaba todos los días a estar con él. Don Fermín, como lo conocían sus vecinos, había quedado viudo unos años atrás.

Micaela se zambulló en los brazos de ese hombre que la estaba esperando.

–¡Feliz cumple Abu! –le dijo, dejando un beso estampado entre las arrugas de la cara del anciano.

–¡Lo que me hizo andar tu nieta para comprarte el regalo! –dijo Silvana, dándole también un beso– Feliz cumple, papi.

Con ayuda de esas dos mujeres que eran el centro de su vida, Fermín abrió la caja. Era bastante grande y pesada. Adentro, había un acordeón, de tamaño mediano, nacarado, con relucientes teclas blancas y negras.

–Pero –atinó a decir al verlo– ¿cómo se les ha ocurrido?

Lentamente, con delicadeza, don Fermín se llevó el acordeón a la falda, pasando las correas por detrás de sus hombros y desgranó algunos acordes. Voló de ese sillón, esa casa y ese barrio. Por un instante dejó correr sus dedos sobre las teclas, mirando sus manos con una emoción contenida. Un viejo pasodoble que encontró en su memoria retumbó entre las paredes de la casa.

–El mío era un poco más grande –dijo Fermín, mirando el instrumento– color negro.

–Contale la historia de tu acordeón, papi –dijo su hija, mientras ponía la mesa.

El anciano dejó ir sus ojos por el ventanal, mirando al cielo, tal vez buscando allí algún recuerdo y comenzó el relato, como pensando en voz alta.

“Cuando me fui de la casa, en Melicó, encontré trabajo en la empresa que estaba haciendo el camino que venía a Bariloche, orillando el Limay. ¡Ahí sí que se trabajaba, de sol a sol! Yo estaba encargado de una zaranda, ¡todo el día meta pala y pala! Cobramos la quincena y el finado Galarza consiguió un par de caballos que le prestó un paisano de ahí cerca y nos vinimos al pueblo. Estábamos trabajando por la zona de La Lipela. Como Galarza conocía bien todo, cortamos por atrás del arroyo Carbón y vinimos a salir para el lado de la boca del Limay. Llegamos a media tarde. Después le agarramos el gustito y los caballos venían solos.

Esa vez era época de carnavales, así que había bombitas de luces cruzadas arriba de las calles. Nos alojamos en la pensión de doña Luisa, una mujer que alquilaba piezas y daba de comer.

Fuimos a bailar, hasta que aclaró. Yo me acerqué a uno de la orquesta, el que tocaba el acordeón y le valoré cómo lo hacía. Era un hombre de apellido Corradi, Juan Corradi, muy atento. Le dije que a mí me gustaba mucho y me dijo que tenía uno para vender. Ahí nomas hicimos trato. Al otro día me lo trajo a la pieza, me gasté toda la quincena. ¡Como 40 pesos!”

El abuelo volvió la vista desde el ventanal y miró a su nieta, que lo escuchaba deslumbrada, tomándolo de la mano, sentada en su falda.

“‘Estás loco’, me dijo Galarza. ‘¡Ya vas a venir a querer bailar cuando aprenda a tocar!’, le dije.”

Don Fermín hizo un silencio y volvió sus manos al instrumento. Un valsecito campero le jugó entre los dedos y le apuró la respiración. Micaela y su madre lo contemplaron. Las manos de aquel hombre dejaron el habitual movimiento dubitativo y tembloroso; parecían palomas surcando el cielo blanco y negro de las teclas de ese instrumento que abría y cerraba el fuelle sobre las piernas del abuelo.

“Todas la noches en el campamento le buscaba algo en mi acordeón. Con los años dejé Vialidad y me vine al pueblo. Vivía en una casita por el Lera. A la vuelta había un tal Almada, que me enseñó algunas piecitas”.

–Contale como conociste a la mami –dijo su hija, desde la cocina.

“Ese tal Almada solía andar con Joaquín Iriarte y Máximo Pena, que tocaba la guitarra”.

–El otro día lo vi en PAMI, pá. Te mandó saludos –dijo Silvana.

–Decile que me venga a ver a ese chúcaro.

“Una vuelta Almada me invitó a ir a Pilca y de paso tocar algunas piecitas con ellos. Ahí andaba tu abuela, solterita y sin apuro. Yo dejé el acordeón y la invité a bailar. Así fue nomás”.

Entraron unos vecinos, que estaban invitados a almorzar con don Fermín.

–Parece que va a haber baile –dijo doña Irma.

–¿Y de dónde sacaste ese acordeón vos? –le preguntó Ismael, su amigo de siempre.

–Me lo regaló mi nieta –dijo con orgullo.

–Ahora sí que tenemos orquesta propia –aportó Irma, sentándose a su lado.

–¿Le contaste a tu nieta como conquistaste a Ángela? –dijo con picardía Ismael.

–Este metido. Ya de esa época lo vengo aguantando –bromeó Fermín.

–Había armado un grupito con Rifo y Márquez –recordó su amigo– con ellos andábamos de aquí para allá.

–¡Este era el representante! –aportó divertido el homenajeado.

Se hizo un silencio. Fermín miró el acordeón, lo acarició, quizás buscando algo en su memoria.

“Cuando Angelita se enfermó tuve que vender todo, hasta el acordeón, para pagar el tratamiento, pero no hubo caso, se fue nomas la gordita”, dijo el abuelo. “Desde ahí que no tocaba”.

–Yo siempre se lo quise comprar, pero nunca llegaba –comentó Silvana– hasta que a la Mica se le ocurrió empezar a vender empanadas para juntar la plata. Ella misma las hacía –concluyó con emoción.

–Mi chiquita –dijo el abuelo, abrazando a Micaela como solo un abuelo puede abrazar a una nieta.

–¡Ahora tenemos orquesta propia en el centro de jubilados! ¡Quién nos para! –dijo Ismael, haciendo reír a todos los presentes.

–¡Ahora van a salir de farra, pero en ambulancia! –bromeó Irma.

La mesa del comedor reunió a don Fermín con su familia y algunos amigos más que llegaron. Allá en el sillón, frente a la ventana, quedó el acordeón, callado, esperando que las manos de su dueño llenen de música la casa.

Edgardo Lanfré

Te puede interesar
Ultimas noticias