09/11/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Un bolso olvidado

EMOCIONES ENCONTRADAS: Un bolso olvidado

Américo se dedicaba a hacer changas, paraba en una esquina donde también lo hacían otros hombres que se dedicaban a lo mismo. Era de la zona de Ñorquincó, el mayor de ocho hermanos criados en un campo modesto.

Cuando ya la plata no alcanzaba se hizo a la huella y llegó a la Estancia Leleque, donde fue peón por unos años. Allí conoció a Irma, su compañera, con la que luego de que naciera su primer hijo y embarazada del segundo, decidieron probar suerte por Bariloche. Era un hombre de campo, acostumbrado a ese oficio, pero la paga en la estancia no era la mejor.

Vivían en una pieza que les alquilaba doña Marta, en un solar al lado de la casa que ella ocupaba en un barrio alejado del centro, un lugar modesto, pero era lo que se podía pagar. Había intentado entrar en el matadero municipal, al no tener suerte decidió acercarse una mañana a esa esquina donde paraban otros “changas” y ver qué pasaba.

El Oso (así le decían a quien lideraba esa parada) le hizo un lugar. Américo se enteró allí que no era cuestión de llegar y esperar, había jerarquías.

–Si para una camioneta o camión y toca bocina, yo digo quien va –le dijo el primer día– pero si te busca algún cliente tuyo, salís nomas –concluyó.

Por esos tiempos, era lo mejor que había conseguido. Para un hombre de campo, sin estudios ni oficio pueblero, esas changas le permitirían llevar el pan a la casa, donde lo esperaban Irma y sus cuatro hijos. El mayor ya tenía siete años, ella solía dejarlo a cargo de sus hermanos más pequeños y salía a hacer limpieza en casas de familia, pero nada permanente. Entre los dos pasaban una vida ajustada, sujeta a las changas de él, las que le permitían ir día a día, con la angustia que ello generaba. Alcanzaba para que los chicos tuvieran un almuerzo y una taza de mate cocido a la noche. Ellos se arreglaban con unos mates y un poco de pan.

Aquella mañana llegó a la parada alrededor de las 9. Más temprano había pasado el camión de una verdulería llevándose al Oso y su gente. Habían quedado Américo y tres más, esperando. Paró una camioneta buscando a alguien para juntar unos yuyos en un baldío. A Américo le molestaba la sensación que le provocaba ser observado por quien buscaba un changarín. Se sentía como en exposición, lo miraban de arriba abajo, como tratando de ver si servía o no para lo que lo necesitaban, como si el empeño y la decencia se llevaran puestos por fuera, como una ropa. Se había criado en un hogar humilde, sus padres lo habían cargado de valores que regían su vida, con ellos educaba también a sus hijos. Irma era de la misma talla. Decidió no tomar la changa, era martes y ese día solía llegar un tren carguero y eso siempre requería de unas cuantas horas de trabajo.

A eso de las tres de la tarde se acercó una camioneta. El conductor les dijo que subieran en la caja y los llevó hasta la estación. Se trataba de descargar harina de un vagón; había un camión atracado de culata y en él debían cargar. Una vez completada la carga, se subieron en la caja, encima de las bolsas, rumbo al depósito. Rubén, el Moncho y Quiroga iban junto con Américo, tirados sobre las bolsas, intentando darle una tregua a sus cuerpos fatigados por el esfuerzo.

Dos de los muchachos las alcanzaban hasta el borde de la caja y otros dos las iban estivando en el fondo del galpón. A las siete de la tarde terminaron. El depósito cerró. Antes de retirarse, el camionero les pagó la changa.

Américo comenzó a caminar, solo, por la calle que lo llevaría de regreso a su casa, tenía un largo trecho, además, pasaría por alguna despensa a comprar algo para llevar a la casa. Lo que fuera. Cuando todo escasea lo que llegue es bienvenido.

Caminaba mirando el piso, dejando ir su mente adonde quisiera. El grito de unos teros que llegaban desde un baldío cercano lo transportó al campo. Recordó aquellas tardes en que salía a buscar el piño de chivas, de a pie, acompañado de su perro, cruzando el mallín y subiendo la loma. Hasta le pareció sentir el aroma del pasto. En eso iba, cuando se dio cuenta de que había olvidado su bolso, ese que siempre llevaba cruzado, en él guardaba una billetera con sus documentos y una camisa limpia, por si se mojaba en alguna changa, para cambiarse, además de un saco para la vuelta. Lo había dejado a un costado de la entrada del depósito, debajo de un árbol, en el terreno contiguo. Decidió volver. Apuró el paso pensando que como estaba medio metido detrás del tronco de un árbol nadie lo habría visto.

Llegó y por suerte allí estaba, donde lo dejó. Después de tomarlo, ya dispuesto a retirarse, vio contra la pared del galpón, una especie de portafolios, de color negro, tirado en el piso. Miró alrededor y vio que no había nadie. Se veían huellas de un vehículo. Conjeturó que a alguien, al descender del auto o lo que fuera que había estacionado allí, se le había caído y no se había dado cuenta. Estaba muy a la vista desde la vereda, era un milagro que nadie lo viera. Golpeó en vano la cortina metálica del galpón, no había nadie en su interior. Fue a la parte de atrás, donde había una puerta, tampoco le contestó nadie después de golpear insistentemente. Como ya oscurecía y le faltaba un largo trecho hasta su casa, decidió llevarlo consigo. No quiso abrirlo. Como pudo lo metió dentro de su bolso, pensando que despertaría sospechas un changarín cargando un maletín en sus manos. No tenía nada que ocultar, pero quien quisiera una explicación dudaría de la versión que él le diera, por más que los hechos eran reales.

Esa noche un guiso de arroz premió el esfuerzo del día y los juntó a todos a la mesa. Américo comió en silencio, mirando cada tanto a sus hijos, dando gracias a Dios por ese día de trabajo y haber podido alimentarlos. Irma no reparó que él la miraba, ella estaba ocupada encargándose de que coma la más chiquita. Admiraba a su compañera, la elegiría una y mil veces, por el esfuerzo que hacía por llevar adelante la familia en esa humilde pieza en que vivían, cocinando en un calentador, lavando a mano, remendando la ropa de los más grandes para los más chicos, siempre feliz, guerrera. Cuando los chicos se durmieron, Américo le contó a su compañera lo del maletín.

– ¿Vemos que tiene adentro? –dijo ella, intrigada.
– ¿Decís? –respondió él, sin poder disimular la ansiedad.

Abrieron el cierre que recorría todo el contorno. Al abrirlo quedaron sorprendidos. Irma se llevó las manos a la boca, Américo la miró. Había en el interior una cantidad de dinero que nunca habían visto.

–Son billetes de los grandes –dijo ella, casi susurrando– ¿cuánto habrá? –concluyó.

El silencio de Américo marcó la incertidumbre que él también tenía respecto a qué suma de dinero había frente a ellos, en esa maleta. Se quedaron observando un largo rato. Américo por un instante pensó en el dolor de su cuerpo, en la ropa remendada de los hijos, en esa piecita de madera y chapas, en el mes de alquiler que le debían a doña Marta, en sus zapatos gastados, en la boina que quería tener y no podía comprarse, en el cumpleaños de

Irma, a la que solo pudo regalarle un puñado de flores que juntó volviendo de la changa, en un asado un domingo, en guardapolvos para los chicos, en una radio y en tantas cosas. Ella lo tomó de la mano y con sus ojos parecía haber leído sus pensamientos.

– ¿Qué vas a hacer? –le preguntó.
–Vamos a acostarnos. Mañana veo –le dijo.

Ella esperó que él se acueste, miró a los hijos que dormían al lado, separados solo por una tela de la cama de sus padres. Apagó la vela y se durmió.

Américo salió temprano, todos dormían. Cuando llegó al depósito estaban abriendo. Quien parecía ser el dueño del lugar, el que el día anterior había recibido al camión, estaba rodeado por un par de personas, todos parecían muy preocupados. Américo se acercó lentamente. Cuando lo vieron llegar, callaron.

–No hay changa hoy, che –le dijo uno de los que estaba.
–Encontré esto ayer –alcanzó a decir el changarín, antes de que esos hombres siguieran en lo suyo.

Se dieron vuelta al mismo tiempo, observando a ese hombre que les alcanzaba el maletín.

Uno de ellos se adelantó y se lo arrancó de las manos.

– ¿De dónde lo sacaste? –le preguntó quien parecía ser el patrón, en tono severo, interrogándolo también con la mirada.
–Quedate con él –le dijo a uno de los que lo acompañaban, metiéndose en la oficina contigua, llevándose la maleta.

Al cabo de un rato lo hicieron pasar y Américo les explicó cómo había ido a parar a sus manos ese maletín, el que les devolviera con todo el dinero adentro.

–Gracias, che –le dijo el hombre– venite el lunes que llega otro camión, así te haces unos pesos –le dijo antes de retirarse.

Américo volvió a su casa a la tarde, no había salido ninguna changa. Como se demoró en ir al depósito a entregar el maletín, cuando llegó a la parada ya se habían llevado a todos sus compañeros.

Ya en su casa su hija más pequeña trepó a sus brazos mientras otro lo agarraba de las piernas, así entró a la humilde pieza que ocupaban. Irma les dijo a los chicos que salieran. Cuando estuvieron solos le preguntó que había hecho con el maletín. Américo le contó todo lo sucedido, quedaron en silencio. Ella se acercó y lo besó con ternura, un beso que prometía prolongarse cuando todos durmieran. Un beso que llenó de amor el lugar, por encima del humo, del polvo de la calle, de la pobreza, de la carencia.

Entraron los hijos, el seguía mirando a su compañera, con esa mirada que solo ellos entendían.

– ¡Basta! –dijo ella, con tono firme, divertida– dejá de mirar. Andá a picarme leña.
– ¡Adrián! –llamó a su hijo mayor– andá a lo de don Manuel, decile que te dé un paquete de fideos moñito, que mañana papá cobra y le pagamos.

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