12/10/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Entre escombros

EMOCIONES ENCONTRADAS: Entre escombros
Así se veía con el mercado en pie, la esquina de Moreno y Villegas.
Así se veía con el mercado en pie, la esquina de Moreno y Villegas.

La esquina de Moreno y Villegas se había transformado en una especie de teatro a cielo abierto, el dantesco espectáculo de la demolición del Mercado Municipal hacía latir de un modo distinto los corazones de quienes habían trabajado en él. Mucha gente curiosa, quien más quien menos, alguna vez ingresó a aquel edificio a comprar algo o simplemente a conocer el interior.

Historias personales, familiares y de amistades guardaban esas paredes que estaban a punto de derrumbarse. La alegría del trabajo en puestos, pasillos y el patio, el ruido de las sierras de las carnicerías, el silbido desafinado de algún trabajador o las voces conocidas de cada día, todo había dado paso al ronco motor de las grúas y a los mazazos que herían de muerte al viejo mercado.

Ya habían desarmado el techo. Esa mañana llegó la grúa inmensa, portando una bola de hierro que colgaba como un anzuelo para ir por su presa. Pronto comenzaría a golpear la estructura del edificio hasta derrumbarlo y con él, caería un pedazo de la historia de ese pueblo que ya se transformaba en ciudad y que no fue capaz de guardar ese referente de quehaceres cotidianos, que por más de tres décadas acompañó el crecimiento de la aldea, esa que lo abandonaba a su suerte. Poco importaron las voces de quienes se alzaban reclamando la preservación del edificio para destinarlo a otros fines, triunfaron aquellos que confundían modernismo y progreso con dar por tierra con todo lo que recuerde un pasado.

Miguel se había sentado en el antepecho de la ventana de un negocio, en la vereda de enfrente, junto a un señor de apellido Rosales, que trabajaba para una verdulería que estaba sobre la calle Villegas; alcanzó a ver entre la gente a Estela, empleada de una pescadería que funcionaba en el interior. Miguel había ingresado en los años ‘60 a trabajar en una de las carnicerías, don Aníbal, uno de los carniceros más antiguos, le había enseñado el oficio.

Casi al mismo tiempo que él, ingresó Esteban, que primero trabajó en una fábrica de pastas y después en una fiambrería.

Lo estaba esperando esa mañana, quedaron en juntarse para ver el inicio de la demolición. El viernes anterior salieron juntos, fueron a Bomberos, donde había boxeo y después pasaron por una confitería en la galería del Cantegril, donde había una peña. Allí los esperaban Rosita e Irma, acompañadas de Sofía, una chica a la que Miguel conocía de vista, con la que solo había cambiado algún saludo por los pasillos del mercado. Ella trabajaba en una rotisería del lado de afuera. Para Miguel ella no era una chica más, lo confirmó cuando besó su mejilla, antes de sentarse a la mesa, un rubor le ganó el rostro.

Pudo saber que era de Esquel y que una tía que trabajaba en el mercado le consiguió entrar en la fiambrería. Rosita trabajaba en una panadería e Irma lo hacía en la caja de una de las carnicerías, pero tiempo atrás había renunciado para hacerlo en una casa de fotos, en la calle Mitre. Esa noche quedaron en reunirse el lunes, en la esquina del mercado. Miguel acompañó a Sofía hasta su casa, vivía por el barrio Alborada y hasta allí subieron caminando, cada vez más lento, no solo por la cuesta, sino porque ambos, sin decirlo, parecían no querer llegar a destino. Esa chica se había metido en los sueños de Miguel. La soñaba aún despierto.

– ¿Qué hacés? –preguntó Esteban al llegar.
–Tremenda grúa ¿no? –dijo Miguel, mirando hacia el edificio de enfrente.

El sol tibio de esa mañana de marzo se colaba hacia adentro del viejo mercado, ya no estaba el techo, tampoco el reloj, que dio sus últimos latidos antes de que lo bajaran. Dejó de marcar el tiempo, se detuvo, marcando el fin una época. Vieron un camión que salía desde el patio trasero, cargando parte de las mesadas de mármol, otro lo seguía, llevando algunas puertas y ventanas.

–Las que pasamos ahí adentro –dijo, como pensando en voz alta, Esteban.
–Yo aprendí el oficio que hoy me da de comer –aseguró Miguel.
– ¿Te acordás de Retamales? –dijo sonriendo Esteban.
– ¿Cuna corta? –recordó su amigo, haciendo alusión al sobrenombre que exaltaba sus piernas chuecas– Lo vi allá –dijo señalando a lo lejos– estaba sobre Villegas, mirando –concluyó.
–Parece tan buenito ahora –dijo Esteban– ¿Te acordás el día que le voló la gorra de un tomatazo a un zorro gris que estaba parado en la puerta?
–El día de hoy que ese ñato no sabe quien fue –sonrió Esteban.
– ¿Y cuando le hicimos gancho a Sobarzo con la hija de Muñoz? –recordó– al final terminé siendo testigo del civil –concluyó.

Llegaron Rosita y Sofía. Se sumaron a la conversación.

– ¿Se acuerdan el asado de fin de año, que se hizo en Colonia? –comentó Rosita.
– ¡Fuimos todos en la caja del camión de René! –recordó Esteban.
– ¿Te acordás?, se agarró una que tuvo que dejar el camión –dijo Miguel, divertido– al otro día lo llevaron a buscarlo.

La grúa comenzó a batir la pesada bola de hierro contra las paredes, que parecían resistirse a caer, para finalmente hacerlo en medio de una polvareda, tras un ruido sordo, doliente. Ahí se derrumbaba no solo una pared sino también sueños, esfuerzo y trozos de la vida de tanta gente, de toda una familia que transitaba las horas de trabajo en ese lugar. Miguel vio a unos metros de él al gringo Claus, que con un pañuelo secaba una lágrima en sus ojos. Recordó el puesto donde trabajó, el mostrador de mármol, la sierra a un costado, las baldosas, el caño con los ganchos donde colgaba la carne, las heladeras y la estantería de la parte trasera, hasta el perchero donde colgaba su abrigo cada día, la estufa a querosene que intentaba calentar en los inviernos. Los momentos de poco trabajo se cruzaba al puesto de Tino o a lo de doña Ángela. A media mañana, después de despostar, se armaba la rueda de mates con otros carniceros, acompañada por algún sándwich de fiambre. El aroma a pan recién horneado, el de la pescadería, el de la verdulería, todo se iba en esa polvareda que se elevaba al cielo.

El día que demolieron el Mercado Municipal. (Foto: barinoticias)

El último día de trabajo, el año anterior, había sido muy triste para todos. Se cerraban no solo las puertas del mercado, también etapas de vida, afectos, trabajo digno, se iba la mística y un modo de comerciar entre vecinos, ese lugar de encuentros donde se entrelazaron tantas historias.

– Vámonos –dijo Esteban, casi en un susurro.
–Se acabó hermano. Habrá que seguir –asintió Miguel, secando una lagrima que había rodado por sus mejillas, herida de pena.

Por alguna razón, complicidad, intuición o vaya a saber qué, Rosita y Esteban partieron y quedaron solos, Sofía y Miguel.

– ¿Tenés algo que hacer? –preguntó él.
–No –le respondió ella.

Esa tarde de marzo los vio caminando por la costanera. Él, hacia un tiempo que le había puesto el nombre de Sofía a cada uno de sus días, ella, con sus miradas, los rubricó. En algún momento se tomaron de la mano y fue para siempre.

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