10/08/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: Diana y Daniel

EMOCIONES ENCONTRADAS: Diana y Daniel

Diana miró el reloj colgado de la pared de la confitería:

– ¿Te tenés que ir? –preguntó Daniel, su voz sonó como si lo apenara que así fuera, casi un ruego.
–No –respondió ella– me hace acordar a uno que había en la casa de mi abuela –dijo con una sonrisa apenas dibujada en un costado de su boca– me quedo un rato mas –concluyó.

Perdió su mirada en la taza de té que estaba sobre la mesa, no se dio cuenta de que él la miraba. Tenía el pelo algo más claro que cuando la conoció en el boliche. Tal vez el color actual disimularía algunas canas, pero le quedaba bien. Aquella noche, las luces parecían quedarse dormidas en las ondulaciones de su cabello. Habían ido a Grisú con algunos amigos. Iban temprano para escuchar la apertura, Bony M con Ma Baker hacia vibrar las paredes del boliche. Él no la conocía, nunca la había visto, a pesar de que los chicos de esa edad (y ella parecía tenerla) siempre se cruzaban. Por ahí sería una turista. Daniel la siguió por todo el boliche, a distancia respetable y con discreción, iba a esperar el momento para sacarla a bailar. Ella llevaba un jean y un pullover tejido a mano, de lana cruda, con un pañuelito rojo atado al cuello. Un par de veces vio que ella giraba la cabeza en dirección a donde estaba él, se hizo el distraído, pero sintió que ella lo miraba.

–Me fui a estudiar a Córdoba con Alicia –dijo ella– me dijiste que la conocías – continuó.
–Sí –asintió él– salía con un compañero mío, Quico –recordó Daniel.
–Sí, cuando nos fuimos, cortaron –lamentó ella– Me quedé un tiempo, después de recibirme. Ricky también estaba allá, nos fuimos a vivir juntos –dijo ella, dibujando un gesto amargo.

Daniel miró por la ventana y se fue con la mirada detrás de una pareja de jóvenes que caminaban por la vereda. Recordó a Ricky, era un muchacho que iba al Nacional, igual que él, pero un año más adelantado. Era de una barra de pibes con otras costumbres, hacían otras cosas, buenos esquiadores, los padres les pasaban los autos, en vacaciones salían todas las noches, habían hecho un par de viajes. Era un mundo al que la modesta familia de

Daniel no tenía acceso. Sus padres eran maestros de primaria y, aunque no le faltaba nada, había cosas de las que se privaba.

Esa noche la vio conversando con Ricky y otros chicos, a un costado de la pista principal. Una de las chicas que estaba con ellos vivía a la vuelta de su casa, se llamaba Florencia; si se cruzaban le iba a preguntar quién era esa muchacha a la que no podía dejar de mirar. Daniel había salido esa noche con Adrián, pero al entrar al boliche se fue a la barra con otros amigos, él se quedó apoyado en una columna, conversando con un amigo del club Nahuel. Ver a Diana le había cambiado el rumbo de la noche, lo puso en otro lugar, algunas alarmas sonaron por dentro de su corazón. Se movía sigiloso entre la gente, observándola.

– ¿Y vos, que hiciste? –le preguntó ella, mirándolo con esos ojos color miel, que parecían estar tristes.
–Yo terminé la escuela y me tocó la colimba, por suerte la hice en la Prefectura, me iba todos los días a mi casa –contestó, jugando con los dedos alrededor del pocillo de café– después me iba a ir a estudiar, pero al final conseguí trabajo en una imprenta y me quedé –concluyó mirándola.

Aquella noche finalmente se decidió y la sacó a bailar. Vio que la chica que estaba con ella salía a hacerlo con un muchacho; como un cazador advertido, sintió que esa era la oportunidad y la aprovechó. Bailaron un rato, luego se fueron a sentar a unos sillones, cerca de los ventanales que daban al lago. Supo su nombre y que iba al colegio alemán, que tenía la misma edad de él y que pasado el verano se iba a estudiar a Córdoba. No pudieron conversar mucho mas porque llegaron unas amigas de ella y se armó una rueda que llevó la charla por otros rumbos. Esa noche Daniel se peleó con Adrián. Cuando Diana le dijo que se iba con su amiga, él la acompañó hasta la puerta. Ella le dio su número de teléfono, como Daniel no tenía donde anotarlo, lo hizo en la ventanilla trasera del 128 de su amigo, en el polvo que la cubría. “Lo hubieses lavado, gil”, le dijo cuando lo pasó a buscar, menos mal que no lo había hecho, esa tierra lo salvó. Cuando se fueron las chicas, le comentó lo sucedido, lo deslumbrado que había quedado por esa muchacha que se cruzó en su camino, que le dejó una sonrisa involuntaria y permanente en los labios, una alegría que le llenaba de luz la noche. Adrian, mientras escuchaba, se apoyó en el auto y borró, al rozar su campera, el número de teléfono. Lo quería matar, no tenía ningún dato y no se acordaba el número.

–Con Ricky tuvimos los dos nenes. Allá trabajé hasta que nos separamos y él se fue a Europa –dijo y quedó pensativa– nunca fue fácil la convivencia.

Ella mientras buscaba algo en la cartera.

– Esta es la más chica –le dijo, mostrándole una foto.
–Es muy parecida a vos –comentó él, mirándola, luego de observar la foto.
– ¿Y vos…? –quiso saber Diana, segura de que él entendería la pregunta.
– ¿Yo?, aquí ando –dijo Daniel, abriendo los brazos– no he tenido nada formal.

No se atrevió a levantar la mirada de la mesa, temió que ella se diera cuenta de que, aunque no fue la responsable directa de esa soledad, sí había tenido algo que ver. Una tarde después de conocerla en Grisú, le pidió a Florencia si tenía el teléfono de ella y esta se lo pasó. Hablaron pero no se vieron. Adrián le contó que la había cruzado por Playa Bonita, con Ricky y otros pibes. Su amigo le dio la mala noticia y se quedó junto a él. Sabía el dolor que le causó y estuvo allí, para acompañarlo.

–A los pocos días de que volví pasamos con Florencia por afuera del negocio, ella me dijo que era tuyo –comentó ella, estirándose en la silla.
–Siempre vivió a la vuelta de mi casa –comentó Daniel sonriendo– cada tanto me contaba algo de vos –continuó él, sin decirle que también le contó que Ricky la había dejado.
–Me enteré lo del número de teléfono en la ventanilla del auto –continuó ella, divertida.
–Ese Adrián… –dijo Daniel moviendo su cabeza– casi lo mato.
–A mí me pareció raro que no me llamaras al otro día –dijo ella e hizo un gesto como temiendo haber dicho algo que no quería decir.

Se hizo un silencio, profundo, prolongado, tal vez les habló. Ella volvió a mirar el reloj de la pared y corroboró la hora en el que llevaba en su muñeca izquierda.

–Ahora sí me tengo que ir –dijo tomando su cartera– la más chica sale de la escuela.
–Yo invito –dijo Daniel, poniéndose de pie para despedirla. Ella anotó en un papel un número de teléfono.
–Espero que este no se te borre –le dijo, con una sonrisa abierta y clara, a la que parecía habérsele derramado la miel de sus ojos.

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