EMOCIONES ENCONTRADAS

| 11/05/2019

Casualidades, con intención

Edgardo Lanfré
Casualidades, con intención

La miró revolver el café con los ojos navegando dentro del pocillo, pensó que era hermosa, le pareció inalcanzable. Estaba sentado frente a ella empantanado, sin saber cómo continuar. La había conocido días atrás, cuando entró a la papelera a comprar un cuaderno. Deambulaba entre las góndolas cuando apareció ella, iluminando todo con esa sonrisa que lo atrapó.

Maximiliano había llegado a Bariloche hacia un año, a estudiar en el Balseiro, desde su San Juan natal. De chico había sido muy interesado por las ciencias exactas. Don Suarez, el profesor de matemáticas del secundario, le sembró la idea que finalmente germinó y allí estaba.

Al día siguiente volvió al comercio, sin saber bien que comprar, pero seguro de querer volver a verla. Se quedó un rato mirando carpetas, mochilas, lápices. Se le acercó un muchacho para atenderlo, “estoy mirando” le dijo y se alejó. En realidad sí, estaba mirando a aquella muchacha. No sabía su nombre, ningún dato de ella, solo sabía que lo encandilaba. La vio venir delante de una señora, en dirección a la estantería vecina.

- ¿Te puedo hacer una preguntita? -dijo, yendo hacia ella.

- ¡Sí!, espérame un segundo que ya vuelvo -le respondió.

Se preguntó que estaba haciendo, casi que se desconoció a sí mismo. Estaba en ese local, fingiendo buscar vaya a saber qué cosa, con la sola intención de ver a aquella joven que lo había deslumbrado.

- Decime -quiso saber ella al acercarse.

- Quería ver esa mochila -dijo señalando un sector donde colgaban varias.

- Al final, ayer compraste el cuaderno y te olvidaste de donde lo ibas a guardar -le dijo ella con picardía.

Sintió por dentro una alegría mucho más grande de la que mostraba su sonrisa. Se acordaba de haberlo visto el día anterior. Lo aterró la idea de que esa muchacha sospechara que él estaba allí solo por verla.

Caía la tarde, el café estaba algo vacio, lo cual permitía hablar con tono normal, sin alzar la voz.

- Hace unos meses estuve a punto de volverme -le dijo ella mientras tomaba un sorbo de café.

- ¿Por? -preguntó él.

- Vivía con una compañera que se mudó con el novio y se me hacía difícil el alquiler. Mis viejos me convencieron de que acepte su ayuda.

- A todos nos dan una mano los viejos -continuó Maximiliano- a mí me giran todos los meses.

- Yo no quería, sino no te independizas más -aseveró ella.

Días atrás, una tarde del sábado, Maximiliano conducía el changuito por el supermercado, cuando la vio venir. Ella caminaba lentamente, empujando el suyo, mirando la góndola de galletitas. Todo le pareció oscuro alrededor, solo brillaba ella. Llevaba el pelo recogido y un tapado color té. Se quedó inmóvil, sin saber qué hacer. ¿Cómo era posible que estuviera allí, en el mismo lugar que él? Estaba seguro de que nunca la había visto, era tan hermosa y le gustaba tanto que de haberlo hecho no la habría olvidado. Ella giró su cabeza, lo vio y abrió una sonrisa. A Maximiliano le pareció ese sol del otoño que vence la bruma de la mañana y baña todo de luz.

- ¡Hola! -le dijo, acercándose.

- Qué casualidad -respondió, tratando de disimular su alegría.

Ella le dijo que se llamaba Romina. Una señora les pidió permiso para pasar. Sonrieron al darse cuenta de que estaban bloqueando el paso de los demás. Poco importaba, Maximiliano no quería que pase el tiempo y ella parecía no tener apuro. Sin habérselo propuesto caminaron juntos, comprando, hasta llegar a la caja.

- ¿Andás en auto? -preguntó Maximiliano al salir.

- No, tomo el cole en la esquina -respondió ella.

- Te acompaño -propuso él.

Un par de mensajes de texto y otra visita al local desembocaron en aquel atardecer tomando un café.

- Vinimos a Bari un par de veces cuando era chica y después hice el viaje de egresados -dijo Romina, jugando con un sobre de azúcar- trabajé en una zapatería, ahí la conocí a Ornella y alquilamos juntas.

- ¿Volviste a Buenos Aires? -quiso saber Maximiliano.

- Sí, en el verano -contestó Romina- pero no me hallaba. Acá es increíble, te tomás un cole y a la media hora estas sola en el medio del bosque o a orillas del lago.

Maximiliano la escuchaba y miraba esos ojos del color de los olivos de la chacra de su abuelo. Se hizo un silencio y miró hacia la calle, por la ventana lateral. Se dio cuenta de que estaba enamorado. Suspiró cuando volvió la mirada hacia la mesa. Romina frunció algo el ceño, advertida por el suspiro, tal vez pensó que estaba cansado.

- ¿Querés que vayamos? -dijo ella.

- No, no tengo apuro -dijo él.

Ni una biblioteca entera de física o matemáticas le bastaba para entender ese deseo de que la hora se detenga, de que el tiempo no tenga medida, de que no oscurezca por el cielo ni que vuelva otro día mañana. Era ese instante y nada más. Ni nada menos. Solo quería estar allí. Le pareció que Romina también había dejado de verlo y comenzaba a mirarlo.

- Me volví triste del viaje a mi casa, porque se murió mi gata, Perla. Justo estaba por averiguar cómo traerla.

Le mostró una foto que tenía en su teléfono. Maximiliano vio que un par de lágrimas rodaban por las mejillas de esa muchacha que estaba frente a él. Ella sonrió nerviosa.

- La extraño. A veces me siento sola -dijo mientras secaba su llanto con un pañuelo. Él, tímidamente acarició la mano.

Ya había oscurecido cuando salieron del café. Él la acompañó hasta la parada de colectivos. Quedaron en verse el viernes, para salir a cenar.

A Maximiliano le pareció que esa semana transcurría más lenta que las anteriores. Pensó en llevarle algún regalo, por momentos desistió. A una muchacha de ciudad le parecería algo cursi esa costumbre tan propia de un chacarero del interior. ¿Cuáles serían los gustos de ella?

La noche del viernes llegó y Maximiliano golpeó la puerta de la casa de Romina, llevaba una caja de zapatos bajo sus brazos. Ella lo invitó a pasar, él le entregó el regalo. Algo hacia ruido dentro de la caja, algo se movía. Ella clavó el olivar de su mirada en los ojos de Maximiliano, que le hizo un gento invitándola a abrirla. Al hacerlo, encontró una pequeña gatita, acurrucada, esperando un hogar. Ambas, desde esa noche, dejaron de estar solas.

Edgardo Lanfré

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