LITERALIDADES

| 17/04/2019

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Es cierto, cuando la conocí parecía una dama de ajedrez. Su rodete coronario alucinado y feliz, su deslizarse descalza entre baldosas frías, su siempre latente amenaza de muerte y su altivez. Nada de otro mundo; simple pieza imprescindible de una red perfectamente estructurada. Paseábamos sin límites, disfrutábamos del placer de comer y observábamos el mundo con visión panorámica. Eso veníamos haciendo aquella noche singular, desde la partida.

También es verdad que, aunque limitado por mi escasa proyección de futuro, mis honores como teórico del escaque universitario habían rebrotado con este amor otoñal.

Albinegra, como me gustaba llamarla hasta las cuatro, entrelazaba pletóricamente mi mano derecha cuando sucedió lo inesperado, la sorpresa que motiva mi relato:

Observando el majestuoso lago y el reflejo de la luna -gibosa creciente al 82%-, con cadenciosas pausas en la fresca pero apacible Costanera, ella comenzó a emitir un sonido, primero imperceptible, luego atroz. Era una especie de grito ventrílocuo sin articulación lingüística, más bien proveniente del alma. Algunos transeúntes y conductores, turistas los más, detenían su marcha para observarnos cuando ese grito estallaba en el inasible vértice natural entre la expiración y la inspiración.

Por fortuna o iluminación lunar, llegó a mí una idea que ustedes -sí tienen una formación técnica como la mía- no hubieran dudado en aplicar:  Retiré el caparazón cefálico externo, desajustando las trabas inferiores, pero no hallé ninguna anomalía allí. (Solo el lubricante carmín y algunos conectores cilíndricos termofusibles de elasticidad media). Después, verifiqué meticulosamente los engranajes de la maquinaria y, en ese momento, noté con asombro que de las cuatro piezas superficiales había una con forma de “L” en la que debían ir cinco tornillos, pero sólo había cuatro. Asique simplemente tomé el chicle de su boca y sellé el orificio de fuga vibratoria por el que el grito emergía con implacable estridencia.

El lógico silencio fue irrefutable prueba de que mis capacidades profesionales estaban intactas, al punto de haber logrado reasociar el mundo de las ideas de mi emperatriz con su sensible cuerpo de marfil y esbelto cuello sin mayores herramientas que mi propio ingenio.

Ahora sí mi majestad dijo “gracias” con sus ojitos palpitantes; y al oído, con un silencio, “me volvió el alma al cuerpo”.

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