16/03/2019

EMOCIONES ENCONTRADAS: El “Loco” Antonio

EMOCIONES ENCONTRADAS: El “Loco” Antonio

El oficial Figueroa estaba a cargo de la comisaría del pueblo. Era el suboficial más antiguo y, por la ausencia del comisario, era la máxima autoridad. Mucho no le gustaba, él más bien se hallaba en la patrulla, ya sea en el móvil o por las calles, las del centro, de los barrios o en las huellas de campo, hasta donde llegaba la jurisdicción. Corto de carácter, componedor y enemigo de la violencia, pero si no había otro remedio no le esquivaba el bulto a los entreveros. Todo sea por cumplir la ley, “hagamos lo que corresponde y sin titubear” era su frase de cabecera ante alguna circunstancia complicada, cuando había que tomar decisiones.

Había habido cuadreras en la rural ese fin de semana y tenían los calabozos completos. A los que eran de cuidado, los tenían encerrados; a otros sólo los mantenían en la comisaría hasta que se les pasara la borrachera; a modo de castigo los hacían cebar unos mates o barrer para luego soltarlos. Como el martes era feriado por el 25 de mayo, a algunos decidieron dejarlos hasta el 26, por las dudas que les quedaran ganas de seguir alborotando el orden. Tal era el caso del “Loco” Antonio. Bien ganado tenía el apodo; si era peligroso fresco, alcoholizado era de temer. Lo habían traído de la rural por algunos desmanes en los que fue protagonista. Más que por castigo, lo habían resguardado. Le espantó el parejero a un gaucho y aquel hombre lo corrió por todo el predio blandiendo su rebenque para ajusticiarlo, ante las risas de toda la concurrencia, eso sin dejar de mencionar que antes se había cruzado por la pista de carreras, ya en estado de ebriedad, poniendo en riesgo su vida.

Caía la tarde del lunes, era la víspera del feriado y el suboficial Figueroa se hallaba reunido con el personal de la comisaria, organizando el servicio nocturno y el del otro día. Había algunos bailes en diferentes puntos del pueblo, además de los bares y algunos otros lugares donde se diera cita la gente. A pesar de lo ocupado que estaba, a Figueroa le llamó la atención que el Loco Antonio no anduviera merodeando y le pidió a un cabo:

- Che, fijate dónde anda Antonio.

Luego de unos minutos el cabo se acercó a la oficina.

- No lo veo mi sargento – dijo el joven uniformado.

Figueroa elevó la voz para que se escuchara en todo el edificio.

- ¡Che!, ¿alguien vio al Loco? – retumbó la voz.

Las sospechas se confirmaron: Antonio había escapado.

“Este me va a sacar canas verdes”, dijo el suboficial dirigiéndose a la radio para alertar a las patrullas. No lo consideraba un peligro para la sociedad pero no podía soportar aquella falta de respeto hacia la institución. Se subió al patrullero para comenzar la recorrida, dejando al personal a cargo de la comisaría y al cuidado de los detenidos que en ella se encontraban.

Cerca de la medianoche, se escuchó en la radio de la camioneta la voz de un agente que manifestaba haber visto a Antonio ingresando a un edificio, por el alto. Allá se dirigió rápidamente Figueroa y su acompañante. Se trataba de una casa, ubicada en una esquina. En la planta baja, funcionaba una parrilla y, en la parte superior, tenía habitaciones en las que moraban pensionistas permanentes. Era una construcción en forma de “L”, a cuyo local se ingresaba por la ochava y, por un lateral, al patio interno; de allí, subiendo la escalera, a las habitaciones superiores. Se había organizado aquella noche una cena con baile, con número en vivo. Ya, a media cuadra, se escuchaba la música y se veía el local con guirnaldas con luces de colores que invitaban a acercarse.

Figueroa decidió ingresar solo, ordenando a los agentes que se dispongan uno a cada lateral del edificio para contener cualquier intento del fugitivo. Habían corrido las mesas a los costados, contra las paredes y la mayoría de la gente se hallaba bailando al compás de la orquesta, que desde un costado del salón desgranaba pasodobles y rancheras. Allá en la punta, acodado en el mostrador, estaba Antonio. Figueroa decidió acercarse sin llamar la atención, fingiendo andar sólo de recorrida, saludando a la mayoría de los presentes, a quienes conocía, ya sea por su uniforme o de las calles del pueblo en el que había nacido.

Conversaba con una señora, cuando vio por el rabillo del ojo que el Loco, al verlo, salió al patio por la puerta lateral del local. El suboficial lo siguió, pidiendo al propietario que lo dejara pasar. Iniciando oficialmente la persecución.

- ¡Peralta! – gritó hacia el portón. Pronto su ayudante estuvo junto a él.

En el centro del patio, había un árbol bastante grande, al lado del que se encontraba la canilla comunitaria, con un fuentón por delante, donde caía el agua. Contra una de las paredes, una pila de cajones de cerveza y gaseosas vacíos. En el rincón, una especie de depósito.

Alertada por los gritos, se asomó al corredor de la planta alta, que daba al patio, una señora.

- ¿Vio subir a alguien? – preguntó Peralta.
- No, señor. Están todos abajo. Las piezas están cerradas – contestó la señora, intrigada.

Sólo quedaba como opción que hubiera saltado el paredón, hacia la casa lindera. Les pareció demasiado alto para que lo intentara sin la ayuda de una escalera y no se veía ninguna en las inmediaciones. Sólo quedaba el galponcito, allá en la esquina del terreno.

Algunos concurrentes a la fiesta, alertados por la presencia policial, se habían asomado al patio, amenazando convertir aquello en un escándalo que opacaría los festejos.

- Dejémoslo, mi sargento – se animó a sugerir Peralta, evaluando la situación, teniendo en cuenta las características del fugitivo.
- No, no. Hagamos lo que corresponde, no vamos a andar titubeando – dijo Figueroa, apelando a su frase de cabecera.

Tanteó el picaporte de la puerta, estaba trabada. Golpeó con vehemencia. “¡Abrí!” dijo, ya convencido de que el Loco estaba allí. Al no obtener respuesta, acercó su cara al pequeño vidrio en el centro de de la puerta, pero la oscuridad no lo dejó ver hacia el interior.

- Vamos, mi sargento – volvió a insistir Peralta.
- No, señor. A este lo sacamos – contestó con prepotencia.

Ya toda la concurrencia al baile y los de la planta alta estaban pendientes del desenlace de aquella situación, que no figuraba en los planes de nadie pero se agregaba a los atractivos de aquella noche. El Loco Antonio era parte del pueblo y todos sabían, que, a pesar de sus locuras, no era peligroso, pero había herido el orgullo del suboficial y no estaba dispuesto a dejarlo pasar.

El uniformado tomó su cachiporra y con la parte del mango golpeó el vidrio, el cual se rompió. Con otros pequeños golpes, despejó el camino para poder ingresar su cabeza y mirar en el interior. Lo hizo y fue un error. El Loco Antonio lo estaba esperando desde la oscuridad, con un pedazo de madera en sus manos, dispuesto a vender cara su libertad. Como un tenista, que suelta desde lo alto su raqueta para impactar a la pelota, así fue aquel pedazo de madera a dar contra la cara del uniformado, la que se encontraba asomada, indefensa, en aquella pequeña ventana. Figueroa cayó hacia atrás, tomándose la cara con ambas manos y hasta llegó a perder el conocimiento por un instante. Finalmente, el Loco Antonio fue apresado.

Aquella aventura le costó varios días en el calabozo y también una estadía en salud mental del hospital. El suboficial Figueroa aprendió en su cuero lo que es, a veces, “hacer lo que corresponde y sin titubear”.

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