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| 26/01/2019

Estancia La Verde

Estancia La Verde

 

La casa era de piedras y adobe, ubicada en el bajo, al lado del mallín, cerca de la vertiente. Allí vivían José y María con sus ocho hijos. Hacía años que andaban por la cordillera del Neuquén. Un día se conocieron y se casaron, sabiendo que la lucha habría de ser dura. Vivieron en distintos lugares, siempre criando animales: chivos, vacas, ovejas y caballos. 

Buscando su lugar, se mudaron más de una vez con todas sus cosas cargadas en catangos tirados por bueyes. María y las mujeres, arriba; José y los muchachos arreando la tropa, haciendo noche en los mallines o al costado de las aguadas.

José, jamás pisó una escuela, pero lo habían educado con los valores suficientes como para que su fama de honesto y capaz trascendiera por el pago. ¡Había que verlo! Cómo se las ingeniaba para contar las ovejas a la salida del corral: llevando un montón de piedras en su mano, dejaba caer una a su costado cada cinco animales que pasaban y así, finalmente, multiplicaba y sacaba la cuenta.

A José, un día le hablaron de una estancia que buscaba encargado, por Catan Lil, allá donde la precordillera se viste de coironales, neneos y lomadas altas, con sus crestas coronadas por piedras rojas, donde los vientos dejan sus penas olvidadas.

Una mañana partió a conocer el lugar y arreglar sus condiciones de trabajo. Volvió a la semana y le dijo a María: "Esta va a ser la última mudanza, me van a dar el puesto de encargado, un capital a cargo y un porcentaje de la lana y las crías". Así que, en unos días, ya estaban saliendo para La Verde, esa era el nombre de la estancia.

Fue en una primavera. Todo era fiesta. La casa era enorme para esos hijos acostumbrados a vivir en ambientes chicos, quienes no habían pasado necesidades, pero tampoco sobraba. La rutina era la de siempre. Los muchachos grandes ayudaban al padre en el campo, las mujeres en los quehaceres de la casa y a cuidar a los más chicos. María trajinaba… de amasar el pan a lavar la ropa, recorrer el gallinero y, por las mañanas, la ordeñada.
Una de las hijas, la Luisa, andaba siempre a la siga de su papá y lograba sacarle esa sonrisa difícil y la caricia tierna que José había dejado olvidadas en los rigores del campo. Llegadas las tardes, la sentaba en su falda y le desenredaba pacientemente los cabellos y la niña se adormecía en sus brazos, apoyada contra su pecho. Ya más grande, Luisa hacía rápido los mandados de su madre y se iba corriendo a la lomita que estaba a unos mil metros de la casa y allí miraba el campo, esperando a su papá. Se sentaba en una piedra grande, dejando caer su mano a un costado, para que acariciara la cabeza de Fiel, el perrito lanudo, regalón de la casa.

Las tardes sabían plagarse de trinos, que adornaban al monte y le bordaban guardas al viento que peinaba apenas al coironal. La Luisa, por ahí, se iba detrás del vuelo de las águilas moras que se descolgaban de las piedras de los cerros, flotando en el aire y, cada tanto, volvía sus ojos al campo, esperando ver a su papá que llegara montado en su tordillo pampa, con el infaltable cigarro armado entre los labios.

Cuando José llegaba le decía: "¿Qué hace mi flaca? o ¿cómo anda ‘Chichimilo’?". Este sobrenombre se lo había puesto, pues las piernitas flacas de Luisa, parecían las de ese pajarito que habita las lagunas. Sin desmontar, arrimaba el caballo a la piedra, Luisa se paraba sobre ella y la ayudaba a subirse al recado, llevándola hasta la casa. Se sentaba en su silla al lado de la cocina y, mientras María le alcanzaba un amargo, Luisa le sacaba las botas y se le subía a upa, rivalizando con alguna de sus hermanas que quería hacer lo mismo.

Fue una tarde de otoño, cuando ya el aire se vuelve helado y preanuncia la llegada de las primeras nevadas. María había ido a un paraje a unas cinco leguas de allí, a San Ignacio, donde los Namuncurá, a ver a un curandero que le decían “El Machi”, pues andaba con algunas dolencias y quería ver si la aliviaba o le daba algún “yuyo”. Se habían ido temprano, en el carro, con un peón y los más chicos. Dos de los muchachos se habían quedado arreglando el alambrado del potrero. José había salido al campo y Luisa había quedado planchando. Su madre le había encargado que, si se hacía tarde, metiera al horno un pedazo de capón para la cena, cargando bien la cocina con bosta seca de vaca.

Luisa planchaba, lamentando no haber podido ir a la piedra de la loma a esperar a su papá, en ese rito cotidiano que tan feliz la hacía, y lo miraba a Fiel, echadito debajo de la mesa, quien parecía compartir la pena de haberse perdido el paseíto de todas las tardes. Los ojos de Luisa iban y venían detrás de la plancha, que se deslizaba y se escondía entre las tablas de las bombachas de los hombres y los vestidos de las mujeres. De pronto, miró hacia afuera y se dio cuenta de que el sol se estaba yendo. Entonces, le pareció raro que no hubiera llegado su padre. La cruzó un presentimiento. Buscó una asadera, saló un buen pedazo de carne, que había sacado de la fiambrera que colgaba en la despensa y lo metió al horno. Se puso un saco de lana cruda que era de su mamá y, asomándose a la puerta, donde el aire helado le tajeó la mejilla, llamó a sus hermanos que estaban a unos doscientos metros, en el corral.

Con un grito y haciéndoles un gesto, les indicó que se acercaran. Cuando llegaron les dijo:

- Ya son las seis y el papá no llega. Por qué no van a ver... se fue por ahí, para el lado del cuadro grande.
Los muchachos ensillaron y salieron. Ella, con Fiel a la siga, agarró el vestido por delante con sus dos manos y corrió hasta la lomita. Llegó y pudo ver, entrecerrando los ojos, por el viento helado del atardecer, que allá a lo lejos estaba el tordillo del padre, solo, sin moverse, al lado de un neneo grande. Volvió su cabeza y haciéndose eco con sus manos les gritó:" allá”.

Los hermanos se dieron cuenta en el tono de voz de Luisa, que era urgente y, taloneando sus caballos, pasaron al galope, al costado de donde ella estaba, levantando polvareda y dándole un compás tenso al momento.

Llegaron al lugar y Luisa los vio descender presurosos. Luego de unos instantes vio que levantaban a José, que había estado tirado, junto al caballo.

Luisa comprendió que no podía ser una caída, su padre era lo suficiente buen jinete como para caerse en esa pampita. Vio como sus hermanos lo cargaron de costado en su caballo, con enorme dificultad. No se podía mantener sentado en el recado, así que luego de echar un vistazo y ver que ya lo habían acomodado, salió corriendo para la casa, para tener agua caliente y trapos, por si había que curar alguna herida.

Tardaron en llegar unos diez minutos, que a Luisa le parecieron eternos, y cuando finalmente llegaron, les preguntó:

- ¿Qué pasó?... y comprobó que su padre respiraba con gran dificultad, entrecortado; con un hilo de voz él les dijo: "llevenmé a la pieza". Una vez recostado, le pidió a Luisa que le sacara las botas. Ella fue al pie de la cama, con cuidado tironeó para sacarlas y volvió a la cabecera. Su pecho tenía ese silbido típico del cigarrillo, ese que ella estaba tan acostumbrada a escuchar cuando se quedaba dormida en su falda, pero este era distinto. Le desabrochó la camisa y le sacó el pañuelo del cuello. Él hizo un ademán con la mano, pidiéndole que acercara su cabeza, por lo que se recostó suavemente en la almohada y él dejó ir y venir sus manos por ese renegrido pelo que tantas veces había desenredado.

De pronto, Luisa sintió que la mano de su padre se quedó quieta y cesó el bramido forzado de ese pecho amplio, que tantas veces fuera su cobijo. Se incorporó de un salto, lo llamó: "papi, papi", gritó a su hermano, que estaban en la cocina "¡El papá, el papá!"

El más grande había salido al galope hasta el puesto vecino a buscar ayuda y el que había quedado, el menor, entró corriendo y se dio cuenta de todo. Sin saber qué hacer, abrazó a Luisa, que gritaba y lloraba; él también rompió en llanto. Don José había muerto.

Fue todo muy triste… A Luisa, le costó acostumbrarse a la ausencia de su padre. Por las tardes, subía a la lomita y se quedaba las horas mirando al campo, acariciando la cabeza de Fiel, mientras el viento le secaba las lágrimas.

A veces, venía doña María a buscarla y cambiando ese tono severo y firme con el que había criado a las hijas, le pedía tiernamente volver a la casa, acompañándola de regreso, mientras le rodeaba el hombro con un abrazo.

Hoy, Luisa peina sus canas. La vida le siguió dando buenas y malas. Se casó, crió hijos, que saben ir a visitarla con toda la cachorrada, que la saben fuerte como un roble, áspera como esos vientos cordilleranos que la vieron nacer, pero con un corazón noble.

Sus días pasan en la casa del pueblo pero, en algunas noches, cuando se van las visitas y todo se llama a silencio, se queda tejiendo, para algunos de sus nietos. Cada tanto apoya el tejido sobre su falda, su mirada se va lejos y, por la ventana, ve el coironal, el sillón es su piedra en la loma. Ella deja caer una mano al costado, como buscando la cabeza de Fiel y sus ojos se le humedecen de ausencia. Y lo vuelve a ver a su padre, don José, montado en su tordillo pampa, con su cigarro entre los labios, volviendo del campo.

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