27/03/2022

EMOCIONES ENCONTRADAS: Bombitas de agua

EMOCIONES ENCONTRADAS: Bombitas de agua

Había llegado la época del carnaval y todos los pibes andábamos con la bolsa de bombitas para llenar de agua. Esa tarde se había organizado una guerra contra la barra de Pavito. Era un pibe que vivía un par de cuadras más arriba de donde nos encontrábamos; tenía una canchita pegada a su casa, le decíamos la cancha de Pavito. Así quedó bautizada por la barra que allí se juntaba.

El Flaco Uribe lo había bautizado Pavito, porque tenía un gesto que cada tanto tiraba el cuello hacia adelante y un costado, un tic. Se llamaba Jorge y no le gustaba para nada que le dijeran Pavito, lo aceptaba a regañadientes. De pavo no tenía una pluma, era hábil para el futbol, con una puntería letal con la gomera y dispuesto a todo tipo de hazañas.

La topada iba a ser en la esquina de la despensa de don Mario. Nosotros de un lado de la calle, al borde de la cuneta, junto a una hilera de álamos, esperábamos la llegada de los contrincantes. Un fuentón galvanizado de tamaño mediano y un balde, llenos de bombitas cargadas, era nuestro arsenal. Las bombitas esperaban remojadas en agua el momento del inicio de las acciones. Las guerras, igual que las de nieve en invierno, eran por las veredas, baldíos y la calle, total, pasaba un auto cada tanto. Usábamos de reparo a los que estaban estacionados. En nuestras filas estaba el Petaca, un petiso de lengua filosa y una velocidad de pensamiento que asombraba. En la casa de él habíamos llenado las bombitas. Tenía una canilla en el patio, casi al lado del paredoncito que daba a la calle.

–Compré una bolsita de las del arlequín –dijo contento Diego.

–Tomá. Agarrala despacio que se revienta –dijo Petaca, alcanzándole un par de bombitas a Chiche para que las meta en el fuentón.

–Están buenísimas. Duritas –aportó el petiso, pasándosela por la boca.

Salimos para la esquina, adonde iba a ser el encuentro. Petaca iba medio atrás. Como se demoraban los de Pavito dijo que bajaba a su casa a buscar un par de bombitas más. Vivía a media cuadra de allí, bajando por la calle lateral.

Chiche y Diego pateaban una Pulpo de las chiquitas, en la calle, mientras esperábamos.

–No la vas a patear contra el cerco que se pincha –recomendó Juancito, dueño de la Pulpo.

–Callate, si vos me rajaste la mía –lo paró Diego.

Esas Pulpo, de color marrón con rayas amarillas, venían de diferentes tamaños. Cuando se rajaban no servían más, quedaban como una naranja chupada.

Alguien les avisó que del lado izquierdo venía un Di Tella, color azul claro, se corrieron. En la vereda de enfrente ya se habían empezado a juntar los de la barra de Pavito, que venía doblando la esquina con un balde lleno de material bélico. Justo cuando el auto cruzaba la bocacalle, pasó. Vimos una bombita que apareció desde la calle que bajaba. Fue como en cámara lenta; la vi en el aire, luego miré el auto y calculé que le iba a dar. Lo que no calculamos, ni yo ni nadie, fue que iba a entrar justo por la ventanilla, que estaba baja, e impactar en la cara del hombre que conducía. Alcancé a ver que el auto se detenía unos metros más adelante y rajé, al igual que todos los que estábamos allí a un lado y otro de la calle, esperando para empezar la guerra.

No hubo bando, ni amigos o enemigos; todos disparando. Como explicarle a ese hombre, que descendió del auto bañado por el agua, que no habíamos sido nosotros, si estaban los baldes y fuentones ahí. Yo, del envión, salté limpito el cerco de la casa de Fredy. Él venía atrás mío, cayó encima de un rosal pero se quedó mudo. De no haber sido por la emergencia, el grito se habría escuchado desde la otra cuadra. Otros pibes corrieron calle abajo. El Pavito saltó un alambrado y se metió en la quinta que estaba cruzando la calle, la de don Fermín.

Se ve que el hombre pensó que a alguno tenía que agarrar y fue tras él. Diego, de la desesperación, se trepó a un pino del cerco de la casa de Miguelito, tenía una ubicación privilegiada y vio como aquel hombre intentaba saltar el alambrado, se enredaba y caía para atrás, sobre la vereda. Ahí quedó, en medio de una polvareda, con la tierra pegada al agua que empapaba su ropa. Se miró un instante, luego miró hacia adentro de la quinta y los alrededores, pero no vio a nadie, todo estaba quieto, de fondo se escuchaba la sierra de cortar carne del mercadito de don Mario, que por el calor tenía las puertas del negocio abiertas; ni él ni los clientes se enteraron de lo que pasaba afuera.

El hombre se acercó a su auto, que había quedado en medio de la calle. Por la calentura no atinó ni a estacionarlo. Antes de subirse miró los baldes y fuentones que habían quedado abandonados. Se acercó, los dio vuelta en la vereda y aplastó con sus pies las bombitas, reventándolas. A esa altura calculo que poco le importaba mojarse los zapatos, estaba de carnaval sin quererlo. Finalmente, arrancó el Di Tella y se fue. Cuando ya se había alejado empezamos a aparecer de a uno. Al cabo de unos minutos estábamos todos en la esquina, comentando lo sucedido, con la intriga de saber quién había tirado la bombita que generó el escándalo. Más tarde supimos que Norita, la hermana de Claudio, que vivía frente al

Petaca, vio como él salía de su casa para ir a reunirse con los demás, cuando tiró la bombita que entró por la ventanilla del auto.

– ¡Te voy a romper la cabeza! –le dijo Pavito, agarrándolo del cuello de la chomba.

–Salí, yo no hice nada –alegó el Petaca.

–No hice nada, no hice nada –bramó Pavito– vos tiraste la bombita.

Pavito estaba en llamas, sus ojos parecían salirse su órbita. Un silencio tenso los rodeaba.

–Yo que sabía que iba a pasar el tipo –alegó Petaca.

–Igual tiraste antes de que empezáramos, aunque no pasara el auto.

Pavito tenía razón, aunque no había un inicio formal de las acciones generalmente se acordaba en conjunto.

Petaca quedó herido en su honor. No hubiese podido defenderse, Pavito le sacaba una cabeza y algo más, aparte era musculoso. Lo que tenía el petiso era una lengua filosa, con una velocidad de respuesta asombrosa, ese era su fuerte, además de un ingenio llamativo, asociado al coraje.

Un par de días después se armó otro enfrentamiento; no era cuestión de que se pase el carnaval y no haber podido completar el desafío. Por las dudas, se decidió cambiar; la esquina de la despensa de don Mario no era segura, no fuera a ser que apareciera aquel Di Tella y su conductor. La cosa iba a ser en la calle de atrás, a media cuadra de la canchita; había buenos lugares donde esconderse, la cuestión era elegir muy bien cada tiro. Pavito estaba escondido atrás de un camión y desde ahí dirigía a los suyos y surtía al que se asomara.

Junto con Diego fuimos testigos de lo sucedido. Estábamos escondidos detrás de unas retamas de un baldío, del otro lado de la calle. El camión detrás del que estaba escondido Pavito, era un De Soto color amarillo con caja de madera y el buche encima de la cabina. Pudimos ver al Petaca subirse allí, sigiloso, como un gato a punto de abalanzarse sobre una presa. Llevaba en su mano un balde de plástico que estaba hasta la mitad de agua; había contenido las bombitas que ya utilizáramos. Pavito se asomaba apenas por encima del capot, pispiando a ver si veía a alguno. La guerra había caído como en un descanso. Unos cuantos ya acusaban en sus ropas los rastros de haber sido alcanzados por alguna bombita.

Pavito estaba tan entretenido que no advirtió al Petaca que estaba encima de él y le vació el balde. Fue como una cascada que se derramó desde lo alto del camión, acompañada por el sonido del agua al chocar contra el suelo. Pavito se quedó duro, un poco por el frío del agua y otro poco por la sorpresa. Petaca se descolgó como un monito por la escalerilla lateral de la caja y corrió hasta donde estábamos nosotros. Pavito fue hasta la parte trasera del camión pero ya no vio a nadie. No hizo falta que le dijeran quien fue, su intuición bastó.

Cuando corríamos calle abajo, ganadores por abandono, escuchamos la voz de Pavito gritando: “¡Petaca, te voy a matar!”

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