31/03/2018

EMOCIONES ENCONTRADAS: Las cartas que nunca llegaron

Por Edgardo Lanfré

Edgardo Lanfré
EMOCIONES ENCONTRADAS: Las cartas que nunca llegaron

 

Hortensia se levantó cuando aclaraba. Vaya a saber qué día de la semana sería, qué fecha. Si, al fin y al cabo, en su solar, todos los días eran iguales, de una rutina agónica y previsible. Los pocos animales que tenía no sabían de días de la semana o feriados. Había que alimentarlos diariamente. Se vistió todo lo rápido que pudo para amenguar la helada, se acercó a la cocina e hizo arder las ramas que estaban dentro. De paso hacia la mesa donde descansaba el balde con agua, miró la foto de su hijo Rafael que estaba posando con un traje de marinero de color blanco a orillas de lo que parecía ser un inmenso muelle; se veía, al fondo, un barco de gran tamaño.

 

Hacía un año largo ya que se había ido al servicio militar. Ella lo acompañó aquella mañana de febrero hasta la estación de trenes de Bariloche, desde donde partió rumbo a Bahía Blanca para presentarse en la base naval. Aquella mañana, lo notó nervioso, con ansiedad. No habían salido nunca de la orilla del Limay, donde se habían criado, yendo a la escuela de a caballo y bandeando el río para llegarse hasta la ciudad cada tanto.

 

Partir tan lejos lo movilizaba, aunque temía todo lo que se decía respecto del servicio militar. “Su padre se habría sentido orgulloso”, pensó Hortensia al despedirlo desde el andén, viéndolo que se iba a defender la patria. “Ese muchacho no tiene que hacer la conscripción”, le advirtió un día don Nicanor, el fletero que solía traerle los pedidos y acarrearle los pocos fardos de lana después de la esquila. “Es su único sostén Hortensia. Vaya a hablar con las autoridades. Usted es viuda”.

 

Su esposo Aníbal, padre de su único hijo, había muerto hacía unos años y quedaron los dos en el campito. No habría de ser tan grave quedarse sola ni tan largo un año lejos de la casa para Rafael. “Por ahí le hace bien”, pensó.

 

Se sirvió un tazón de cascarilla y cortó una rodaja de pan, miró hacia el río, que venía crecido; ya había alcanzado la marca de todos los inviernos y este recién empezaba. El cacareo del gallo cerca de la puerta la alertó. “Ha de llegar visita”, pensó e instintivamente miró al otro lado del río, en esa lomita donde solían tocarle bocina o gritarle quienes rara vez se acercan a verla; los demás pasaban indiferentes por la ruta, quizá mirando la alameda y los sauces que esconden la casita.

 

Se puso su saco de lana y salió hasta la parte trasera de la casa, donde en el galponcito, guardaba los granos para sus gallinas, pollitos y pavos, que la siguieron, sabiendo que era hora de su ración. En una palangana enlosada, ya vieja, cargó maíz molido que guardaba en una lata de veinte litros que alguna vez contuviera aceite para automóviles. “Queda poco”, pensó. “A la tarde voy a moler”. En esa soledad, hablaba en voz alta con sus pensamientos, para no perder la costumbre. Con la palangana debajo del brazo, esparció el maíz por el piso y las aves se arremolinaron y comieron. Miró el corral y, entre el balerío, adivinó la intención del piño de querer salir a pastar. Un poco más allá, en el potrero, el moro de Rafael. Desde que se fue su hijo, lo había montado una sola vez, con la ayuda de Sergio, ese vecino que siempre estaba dispuesto a ayudarla con los quehaceres de la vida rural. El viento le soltó un mechón de su pelo canoso, lo llevaba atado por detrás con una cinta. Su mano, árida como la tierra patagónica, lo puso nuevamente a su lugar.

 

Mientras cruzaba al corral, recordó aquella mañana en que escuchó por la radio que había empezado una guerra con los ingleses por las Islas Malvinas; al poco tiempo, una carta de su hijo le contaba que marcharía al sur, en un barco, a defender las islas.

 

Siempre fue de poco hablar, en ese lugar no hay mucho que contar, la vida pasa tan lenta y rara vez se quiebra la rutina, así que no le asombró lo breve de aquella carta. En ese sobre, le mandó la foto que tenía en la cocina. Poca información para tanta angustia de una madre sola y tan lejos. Cada tanto, miraba al otro lado del río. El canto del gallo cerca de la puerta era más que una superstición, estaba convencida que algo pasaría. Como siguiendo un llamado desde algún rincón de su alma, entró a la cocina a mirar un rato sostenido la foto de Rafael, con su traje de soldado. Cargó un poco más de leña en la cocina y escuchó a los perros correr ladrando hacia la orilla, al tiempo que sonaba la bocina de un vehículo.

 

Antes de salir, agarró de atrás de la puerta la soguita que sostenía la llave del candado del bote. Con paso rápido cruzó el guardapatio y, siguiendo la hilera de álamos, se acercó al río. Desató la cadena, que amarraba el bote a un sauce y subió a aquel cascaron de madera de color verde oscuro.

 

Desde que se casaron, lo tenían y Aníbal le había enseñado a bandear el río con seguridad y sin miedo. Ella era de Las Bayas y el la trajo a Llanquín abajo, allí le enseñó la vida a orillas del Limay. Las tablas estaban húmedas, por la lluvia del día anterior y heladas, como esa mañana de julio. Hizo todas las maniobras con más premura que de costumbre, para no hacer demorar a aquella gente que le hacía señas con los brazos desde la otra orilla. Remó suave, por la orilla, corriente arriba. No tenía idea de cuántos metros había que hacerlo, tantos años realizando aquella maniobra le hacía llevarla a cabo casi sin necesidad de medir la distancia para saber en qué momento debía dejar al bote ser llevado por la corriente río abajo; sólo debía remar con el remo del lado contrario, mirando hacia atrás, dejándolo derivar de costado para ir a dar justo a la piedra que oficiaba de muelle, en la otra banda.

 

Mientras cruzaba vio que se trataba de un par de hombres de uniforme militar y una camioneta de color verde. Le pareció que ese día era más frío aún y una sombra tan oscura como esas nubes del cielo le atravesó el corazón. Hizo todo más lento, como no queriendo terminar la rutina de amarrar el bote y subir la lomita hasta el costado de la ruta. Le pareció una eternidad el tiempo que transcurrió. Al llegar arriba, los dos hombres vestidos con ropas militares de gala, se sacaron sus gorras y se adelantaron. Hortensia miraba el piso, casi no se animaba a levantar la cabeza. Sintió la sensación de que esos soldados no podían empezar a decir lo que venían a decir. Uno de ellos se adelantó, golpeó los tacos de sus botas y estiró sus brazos hacia ella; en ellos, tenía una bandera y un puñado de sobres de cartas.

 

-“Señora, usted perdió un hijo y la patria a un soldado”, fue todo lo que escuchó.

 

Esas palabras se le mezclaron con el murmullo del viento y el agua, que desde allá abajo se iba, indiferente.

 

En silencio miró en sus manos esa bandera y el atado de cartas que nunca le habían llegado. Le pasaron por su mente, en un instante, desordenadas imágenes de ese hijo, de sus dieciocho años de vida. Carmelina, la machi de la comunidad, cuando él nació, le miró las manos y le dijo que iba a ser un hombre muy noble y justo. De fondo, llegaba la voz de aquellos hombres que hablaban de un barco hundido, de la defensa de la patria y otras cosas que no alcanzó a entender.

 

El viaje de vuelta en el bote fue casi sin ganas. Hizo la maniobra de rutina y el jadeo de su perro fiel, al lado de ella, le hizo entender que había llegado al otro lado. Antes de atar el bote, miró allá enfrente, como intentando ver si aquellos hombres todavía estaban allí, quizás también imaginando si aquello había sido cierto. Ellos ya no estaban pero la bandera y las cartas en sus manos le gritaban la cruel realidad, que sólo le quedaba de Rafael aquel puñado de hojas y esa bandera por la que había dado la vida, sin entender mucho de qué se trataba esa entrega, a tan corta edad.

 

Un par de días estuvo leyendo las cartas, apenas descifrando aquellas palabras, con las pocas herramientas que le había dado la escuela pero adivinando la tibieza de la mano de su hijo al escribirlas. Como pudo, fue haciendo las cosas de la casa; todos sus animales, tal vez, presintiendo el dolor, la dejaban hacer, callados, haciendo el silencio que era un responso para acompañarla en su dolor y honrar a aquel muchachito al que vieron crecer en ese lugar. Seguramente, cuando viniera su comadre, iba a poder hablar algo o comentarle a Sergio, cuando viniera a ayudarla con el piño. “Parece que en septiembre nos van a dar licencia”. “Ayer tiré con un fusil. Ni parecido al 22 del papá”. “Dicen que nos vamos a las islas en un par de días”. “El barco es enorme, debe de ser de largo como de la casa al río”. “El barco se zamarrea bastante, casi todos nos descomponemos”. “Dicen que los ingleses no van a venir”. Todas frases desordenadas que le iban golpeando la mente y el corazón.

 

En la cabecera de la cama, Hortensia tenía la bandera y, pegada sobre ella, la foto de su hijo. Y sobre la mesita de luz, las cartas que, cada tanto, leía. “Usted perdió un hijo y la patria un soldado”, cada tanto escuchaba entre sueños.

Edgardo Lanfré

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