EMOCIONES ENCONTRADAS

| 16/10/2022

El Checho

El Checho

¡Qué pinta tenía el Checho, mamita! Trababa el lomo a la entrada del boliche y parecía una estatua. Se ponía una remera manga corta ajustada, que amagaba rajársele por las galletas de los brazos. El pelo negro, cuidado, con un peinado “a lo Sandro”, con patillas y el ceño medio fruncido, como desconfiando. No solo tenía pinta de guapo, lo era. Una vez se le plantó a un cancherito del turno tarde, a la salida del comercial y lo alineó para toda la secundaria.

En la barra de amigos, siempre fue la rueda de auxilio para lo que fuera. En los picados, jugaba donde hacía falta uno, si había alguna picardía colectiva recomendaba no hacerla. Medía las consecuencias, pero bancaba la parada. Un caballero el Checho.

Llegó a la escuela allá por quinto grado y de ahí fuimos pasando hasta quinto año. Vivía por La Cumbre, aunque nunca conocimos su casa, no había que ser muy bicho para darse cuenta que nada les sobraba. Medio duro para las matemáticas, de lengua remolona para castellano pero, con sacrificio, machetes y copiadas entre todos lo sacamos adelante.

Él pagaba con honestidad y nobleza: era de una pieza. Hijo único, heredó una gomería del viejo, lo que lo llevó a desprenderse de nosotros. Unos nos fuimos a estudiar, otros comenzaron a trabajar, casamientos, hijos y tantas cosas que fueron clausurando la etapa de la juventud, dando paso a la madurez.

Una tarde lo vi de lejos, o mejor dicho, me pareció que era él. Su aspecto, deteriorado, no me permitió reconocerlo del todo. Caminaba sin rumbo. Me dio la impresión de un tipo rendido, que andaba por las calles buscando algo, aunque sea un poco de afecto. Su manera de caminar me confirmó que era él. “¡Checho!” grité y le silbé, como lo hacía desde la esquina del colegio, cuando lo veía venir. Se dio vuelta, llamado por algo que venía de muy lejos, como un eco de aquellos años. Me miró con asombro, como sintiéndose descubierto, rescatado del anonimato. Le recordé quien era yo, a pesar de mi cabellera perdida y unos cuantos kilos de más. Su rostro cansado, le prestó media boca solamente, para dibujar una sonrisa. Lo abracé con ganas, fuerte. Sentí que su cuerpo se soltaba, como saliendo de una coraza y me abrazó también.

“Acá ando hermano, tratando de subirme a la lona. Perdí todo: casa, negocio y entré al trago. Mi compañera se cansó de pasar hambre y se fue, querido. Quedé en la vía. Este 'ispa' te reparte cartas de truco y cuando decís envido, te dice que estamos jugando al póker”. Lo escuché en silencio. Era como si dejara salir cosas que hace mucho tuviera guardadas. Fumamos un cigarro, sentados en el cerco de una casa cercana, saltando de ayer al presente. “No me quedó coraje ni pa' matarme hermano, y me corto las manos antes de salir a robar, así que cobro un subsidio que me dan en el corralón, changueo por ahí y la voy llevando”.

Esa noche no dormí, recordando los años de la barra, el colegio y todo el tiempo que pasó. A los pocos días me crucé con el Guille, uno de los muchachos de entonces y también con el Carlitos; ninguno había sabido nada de él, hasta ese día.

Como todos los miércoles, nos fuimos a cenar a lo de Jorge. Era al que mejor le había ido. Tenía una ferretería y un quincho al fondo del patio, que era nuestro reducto de recuerdos, truqueadas y charlas interminables. Lo conmocionó la noticia de mi encuentro con El Checho. Se acordó de ese día en que se quebró la canilla en un picado y el Checho lo cargó al hombro hasta la casa y, como los viejos no estaban, lo llevó a “cococho” hasta el hospital; después, lo acompañó todos los días de la recuperación, yendo a su casa a jugar al ludo, damas, dominó, y todo lo que hubiera a mano para acortar la convalecencia.

“Me siento un ingrato, loco. Nunca más supe de él”. Hasta ese día, el Checho era un lindo y dulce recuerdo, que aparecía cada tanto, pero la realidad nos había cacheteado a todos. Quedamos en pensar en algo para ayudarlo. Más que nada, una herramienta para pelearla. El Checho fue siempre un tipo de laburo, darle plata sería humillarlo.

Un par de días después, como tantas otras mañanas, pasé por la ferretería de Jorge, no a comprar algo, sino a chusmear, buscando un remanso en el trajín del comercio, para tomar un par de mates, hablar de fútbol, pesca, hojear el diario y lo que salga del día. El salón estaba lleno. Jorge me miró desde la otra punta, parecía estar esperándome. Vino con ese paso cortito y rápido, tan característico en él, nervioso. Me pidió que lo siga y salió al patio trasero. “Te presento a mi nuevo gerente de actividades especiales”. Ahí estaba el Checho, con un mameluco azul y unos papeles entre sus manos, controlando la descarga de unos hierros, con el ceño fruncido, como cuando se paraba afuera del boliche. Algo encorvado, pero estaba de pie.

Una emoción me subió desde el pecho a la garganta y los abracé a los dos. Desde ese miércoles en el quincho, agregamos una silla.

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