EMOCIONES ENCONTRADAS

| 09/10/2022

El canto de un gallo

El canto de un gallo

Julia encendió la radio justo en el momento en que el locutor anunciaba que eran las siete de la mañana. Hacía un par de minutos que había salido de la pieza para hacer fuego en la cocina. Cruzó el pequeño corredor y después el patio, rumbo a la vertiente. El día ya comenzaba a desperezarse entre un colchón de nubes rosadas. Cargó la palangana que estaba sobre una banqueta, en la pequeña galería de la entrada y se lavó las manos y la cara. Sacó la hojita del taco del almanaque, que dejó ver la que indicaba que era el 27 de octubre. Se miró en el espejito redondo, enmarcado en un plástico de color verde, que colgaba de la pared y comenzó a alisarse el cabello. Lo hizo de manera pausada, sintiendo como el cepillo se deslizaba, quitándole rebeldías, luego lo ató con una cinta celeste y entró a la cocina para tomar una taza de cascarilla. Se sentó en la banca junto a la ventana que daba a la parte de atrás de la casa.

Como un ritual de los últimos veinte años, miró la foto de Ernesto, quien fuera su compañero. Se habían conocido en una señalada, en lo de Domínguez. No hubo tiempo para formalidades de compromisos ni casamiento. La negativa de sus padres a aceptar a ese muchacho del que solo se sabía que había llegado hacía un tiempo a lo de Barrutia, los obligó a escaparse de noche. Decían que venía de Chile, que había bajado de una veranada por la zona de Neuquén y después se hizo para el lado de la meseta rionegrina. Poco le importó todo ello, cuando aquella noche se fue hasta atrás del corral, donde entre los árboles, la esperaba Ernesto.

Tres días de a caballo anduvieron, para poner suficiente distancia entre esa casa que iba a quedar atrás para siempre y lo que les deparara el destino. Antes de sentarse a la mesa para tomar la cascarilla, se asomó a espantar al gallo, que porfiaba cantando en la galería. Ya lo había hecho al aclarar, pero esa mañana lo hacía insistentemente. Decidió estar alerta, sabía por demás que cuando un gallo canta fuera de hora, cerca de la puerta, anuncia visita. Miró para el lado de la huella, luego tomó un largo sorbo, con la mirada perdida entre las flores del hule color azul.

Recordó aquella mañana en que llegó una camioneta, con unos policías. Una sombra le cruzó el pensamiento, no era habitual que se llegaran al campo. Ernesto había partido hacía un mes largo con otros compañeros, con un arreo para el lado de Junín y se había quedado sola. Las palabras de aquel uniformado fueron tan heladas como el aire de esa mañana: Ernesto había muerto. Unos cuatreros los sorprendieron y, aparentemente en la pelea, fue herido de muerte. Se quedó en silencio, viendo como se alejaba esa camioneta, a la que pronto ocultó la polvareda. Fueron días duros, sin saber qué hacer ni como continuar. Ese campito fiscal en la meseta, era su único lugar en el mundo. Algún vecino la incentivó a que se quedara, que la iban a ayudar con el piño. El canto del gallo en la puerta la sacó de sus pensamientos.

Miró al cielo, podría ser que el gallo estuviera alborotado, anunciando temporal, pero nada hacía presumir que ello sucediera. Estaba limpio, de un celeste intenso por donde resbalaba el sol rumbeando al mediodía. Abrió el corral, no necesitó ningún ademán para que el piño salga buscando el mallín, atrás de la loma. Allí ya estarían los animales de Quilaleo y los de Ñanco, seguramente.

Acarició suavemente a Toki, su perrito, que había elegido quedarse con ella en lugar de seguir al piño. Había días que solo él era el destinatario de algunas palabras. En esa soledad no había con quien hablar, salvo ante la visita de algún vecino. Después de todo, la soledad le gustaba. La vida no le había dado opciones, la transitó casi toda así, sola.

El dolor por la pérdida de Ernesto era el segundo más grande de su vida. El primero, fue aquel de los quince años, cuando apenas despertaba a ser mujer. Un capataz abusó de ella, en lo de unos patrones a quienes sus padres la habían dado, para que ayudara en los quehaceres de la casa. Un embarazo transitado en silencio, oculto, hasta que llegó esa beba, a la que apenas amamantó un par de meses, la que le fue arrancada de su lado para darla en adopción. Nadie le preguntó si quería ser madre, tampoco si quería criarla o darla. Un arreglo entre los patrones y un juez había aplastado cualquier tipo de ilusión. No hubo espacio para sentires, solo largas noches, en las que empapaba con llanto la almohada.

Por eso, cuando conoció a Ernesto, vio en él una luz de esperanza, alguien que la arrancara de ese lugar que le representaba un dolor demasiado grande para su corta edad y le devolviera algo la dignidad pisoteada. Nunca supo si la habían buscado o no, después de la huida, pero poco le importaba. De Ernesto por lo menos le habían quedado un par de fotos y algunas ropas, pero de aquella beba solo esa maravillosa sensación de sentir el río de vida que le brotaba del cántaro del pecho, mientras la sostenía en sus brazos y esa piel, como una seda, a la que algunas noches de insomnio le parecía volver a tocar.

Había días, como ese que transitaba, que la pena le hacía arrastrar sus pasos por el patio. Era cada tanto, pero el dolor la obligaba a acurrucarse en las sombras de su pieza o a salir a caminar por el campo. Pensó en hacerlo esa tarde.

Con los años, sintió crecer la culpa, que a veces se ensañaba con ella y solía enfrentarla, diciéndole que no tuvo armas para oponerse, que más de una vez quiso saber de ese gajo suyo. Decidió ir hasta la despensa, que estaba detrás de la casa, a buscar un pedazo de carne que colgaba en la fiambrera. Sintió los ladridos de Toki.  Miró al campo y vio venir dos personas de a caballo. Uno era el gateado de Ñanco, montado por la Carmen, la hermana de él, que trabajaba en el Juzgado de Paz de El Caín. La reconoció, aunque no la veía desde el camaruco de marzo. El otro caballo era montado por una mujer, joven, vestida con ropas de la ciudad. Cuando Carmen terminó de hablar, un silencio espeso se apoderó de la cocina de la casa. Solo se escuchaba el grito de unos teros que llegaba desde el mallín. El gallo ya no estaba junto a la puerta, quizás se alejó con la satisfacción del deber cumplido.

Entre las paredes de la casa, se sentía el sollozo contenido de esa jovencita llamada Soledad. La observó con detenimiento. Tenía el cabello negro, que le caía pesadamente por la espalda. Su piel era cobriza y lucía cuidada, tal vez no había sufrido los rigores del aire del campo, como le había sucedido a ella a esa edad. Sacó el pañuelo que llevaba metido en la manga de su saco de lana y secó una lágrima que rodaba por su mejilla. Lloraba por esa muchacha y por ella misma, por su historia y ese presente. Algo se había roto en su pecho, desbordándose. Vio a Carmen salir al patio, tal vez en busca de ese aire que le faltaba. Llevó sus manos a la cara, tratando de detener el estallido de llanto que la dobló. Sintió que Soledad rodeó la mesa y se sentó junto a ella. Esa soledad, la de tantos años, estaba allí, en una mujer, abrazándola, grabando en el aire de la casa cuatro palabras, sanadoras, derrotando culpas: “Yo te perdono, mamá”.

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