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| 21/08/2022

El asado lo hace Surita

El asado lo hace Surita

Hay cosas que aún guarda ese pueblo que está escondido dentro del tremendo enjambre de historias anónimas en que se ha convertido Bariloche. Un teléfono que suena y un amigo, al que no ves hace un tiempo, te dice: "¿Tenés algo que hacer mañana al mediodía?” Y allá partimos, ignoraba adónde íbamos, pero seguro de que el convite depararía un buen momento.

El anfitrión fue el querido Luís Surita, un “chato ‘e la zona” nacido en Cerro Alto hace 79 años, que en la humildad de su casa en Dina Huapi, armó una mesa íntima, donde lucir su sencilla gala de asador.

Allí, un grupo de amigos echó a volar recuerdos y anécdotas: los hermanos “Cacho” y Roberto Herrera, Raúl Stuke, El “Toto” Lastiri, Jorge Montero, Oscar Espósito y El “Pescao” Galindo.

La palabra que va y viene a ambos lados de la mesa, de orilla a orilla de la vida, de aquel tiempo a este, con estallidos de risa y sentidos homenajes a quienes han partido.

Vaya a saber por qué capricho de la vida, un vasco llegado a esta tierra, halló el vientre fecundo de Juana Calfunao, para juntos dejar una herencia de varios hijos. Cerro Alto es un paraje situado sobre la original Ruta 40, que viene de Corralito y se va hasta Pilca Viejo, donde empalma con la 23.

“A mi papá casi no lo conocí, falleció cuando yo era chiquito. Fui a la escuela ahí, hasta 4° grado. Me trajo a Bariloche una tía, que vivía en la calle Tucumán y trabajaba en el hotel Jabalí, en la San Martín. En la calle Belgrano vivía Cosme Salamida. Empecé a cuidarle unos bichos que tenía en el terreno, conejos, gallinas y una huerta. Después me fui a vivir con él. Repartíamos desde la estación la mercadería a los negocios. En el 63 me fui a la colimba, a Bahía Blanca". Surita deja chillando las tortas fritas en la grasa mientras va hasta su dormitorio y trae su vieja libreta de enrolamiento, donde muestra la fecha de su paso por la Armada.

 

Ya de regreso comenzó a caminar las calles como cafetero. Preparaba el café en su casa y, con tres termos aferrados a la cintura, bajaba al centro, dos veces a la mañana y una por la tarde. “Con los hermanos Vélez vendíamos en el cine, en los intervalos. No había muchos lugares donde tomar café. Iba siempre al Automóvil Club, ahí atendía a los oficinistas, playeros, mecánicos. Algunos me pedían 'con gotita', quería decir que le eche un poco de coñac, que llevaba en una petaquita. Tanto ir, un día el jefe me dijo si no quería trabajar ahí”.

El año 1967 lo encontró nombrado como efectivo en el ACA. Primero como ayudante de los playeros y ordenanza, hasta que le dieron la billetera, para ser oficialmente naftero, cumpliendo turnos de mañana, tarde y noche. “Fui ascendiendo. Después me tocó estar en la oficina. Ahí me rendían a mí los playeros, controlaba a los choferes de los auxilios, las cocheras. Estuve de comisión en Mascardi, Villa La Angostura, Confluencia. Don Horacio Aragón, el papá de “Pucho”, era el administrador. Él me mandaba al Banco Nación con la recaudación del fin de semana. Yo quería ir de mameluco nomás, pero no me dejaba. Me hacía llevar con el camión auxilio o me mandaba en taxi. Tenía miedo que me roben: ¡Qué le iban a robar a este negro! Nadie imaginaría que llevaba tanta plata”. Durante veinticinco años trabajó en el ACA.

Más de un barilochense lo debe recordar con su bicicleta, recorriendo las calles, siempre con una sonrisa abierta y sus manos dispuestas al trabajo. “Un tal Rosales me enseñó a pintar. Él hacía el mantenimiento del Automóvil Club y yo lo ayudaba: así aprendí. Después me fui a trabajar con Carlitos Alvarado. Un día me dijo que me largue solo. Me compró lo que necesitaba y arranqué”. Recuerda haber comprado su primera bicicleta en Pefaure Sport, donde un maestro de la nocturna, de apellido Cortés, le salió de garantía. “Cuando ya era grande, Salamida me dijo: Andá a la nocturna, a que te hagan unos retoques”, dice divertido Surita, quien además, fue ganando fama de buen asador en encuentros de amigos o para fiestas, que aún hoy siguen requiriendo su mano experta. Entonces su talla menuda estará junto al fuego, con el trapo atado al cinto, apoyado en un palo largo, con el que arrimará brazas al asador o la parrila, hasta que adquiera su punto exacto.

“Don Tito Alaniz, que era socio del ACA, me llevó al club Estudiantes Unidos, a trabajar en la comisión. Arreglamos la cancha. Tiramos 24 camionadas de tierra negra. Después, cuando salió el pasto, Omar Criado largaba como 20 o 30 ovejas para que coman y abonen. Yo salía del Automóvil Club, me compraba una galleta, algo de fiambre y me iba al club. No jugaba, ¡criticaba nomás! Llevé jugadores: el Negro Contreras, que jugaba de 2. Era de Roca, trabajaba en el banco. También a un flaco que era 9, un carnicero que conocí por ahí”.

Luis Surita deja que la charla vaya por los recuerdos de su vida, en su casa de Dina Huapi, la que levantó con los pesos de su retiro y sus changas. Sus días van pasando, entre los cuidados de la yegua de un vecino, las visitas a algunos amigos, a los que les lleva unas tortas y algún asadito en su casa, en la parrilla del fondo, junto a un horno de barro, en un solar con césped y árboles, donde las bandurrias y los pájaros lo vienen a visitar, sabiendo que mora allí un alma buena y noble, que ha sabido ganarse el afecto de muchos vecinos.

Un “chato de la zona”, que entre la vida de campo, brochas, rodillos y tarros de pintura, los termos con café, los surtidores y el humo de los asados, ha transitado una vida de esfuerzo, cosechando afectos.

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