EMOCIONES ENCONTRADAS

| 14/08/2022

Las riendas del taxi

Las riendas del taxi

Cuando uno aborda un taxi, ignora la historia que hay detrás de quien está al volante. Ese trabajador que por unos minutos se asoma al universo de cada pasajero, escuchándolo e intercambiando palabras en el transcurso del viaje. Luego de llegar a destino, es abordado por otro y así, al final del día, habrá hojeado el libro de la vida de vecinos y turistas.

En esa tarea de andar “encontrando emociones” hemos de subir a bordo del 044 para conocer a don Domingo Segundo Paillalef. Un hombre de la raza vieja, nacido en el campo, que supo de los rigores del viento patagónico, del balerío de las majadas, del recado y las riendas del caballo, para luego sentarse al volante de un camión y finalmente, recorrer una vida como taxista. “Mingo”, como lo llaman familiares y amigos, es uno de los ocho hijos de Domingo Maripi, quien de niño llegó a la estepa rionegrina de la mano de unos gringos, se cree que acompañando una tropa, y fue “dejado” por Pipil Cura, donde lo adoptó una familia llamada Paillalef. Una historia que se remonta a principios del siglo pasado.

Don Maripi se instaló en Paso de los Molles y allí, junto a Julia Inalaf, sembraron semillas de vida, en medio de los coironales y pródigos mallines del lugar. El pequeño Mingo y sus hermanos, recorrían de a caballo el par de leguas que los separaba de la escuela del paraje, mientras su padre hacía crecer el capital del campo.

El joven Domingo en Paso de los Molles.

 

“Mi papá había comprado un camión De Soto. Con ese íbamos a Pilca. Llevábamos lana, cueros y traíamos cosas para el campo. Cargábamos ovejas, vacas, de todo. A veces llevábamos pasajeros. Era el único vehículo de la zona”, recuerda Domingo Paillalef. Después del Servicio Militar, a instancias de un conocido de la casa, se hizo cargo de un “Boliche” en Pichi Leufu. Los viajes a Bariloche le hicieron crecer la idea de radicarse en la ciudad. Finalmente lo concretó. Hoy, a sus 84 años, sentado en un sillón, en la calma de su casa de la calle Chubut, Mingo derrama retazos de su historia, deteniéndose por momentos algo contrariado por no recordar fechas y nombres, ante la atenta mirada de su hijo Pablo, heredero del volante.

Él, junto a Andrés, Verónica y Laura, son los cuatro que tuvieron con Jerónima Teppa, su compañera desde hace casi 60 años. “Acá en Bariloche conocí a la Jerónima. Mi mamá me había regalado como cien ovejas. Cuando nos casamos las vendí y compramos este terrenito. Allá al fondo había una piecita donde vivíamos. Tirábamos leña de toda la zona. Íbamos para el lado del Manso, Tronador y demás lugares. El patio estaba lleno de leña. La cortábamos con una sierra trifásica que tenía. La gente la venía a buscar o se la llevábamos. Todo esto surtíamos” dice, señalando imaginariamente el barrio El Mallín, al que se ve desde el ventanal del comedor.

Domingo en el puente de Paso de los Molles

Con su esposa andaban en ese camión, haciendo de la leña el sostén del joven hogar. El motor del viejo De Soto un día dijo basta y surgió la posibilidad de la adquisición de un auto para taxi. “Compré un Rambler, que tenía su historia: dicen que en él habían llevado a pasear a una reina o princesa, que visitó Bariloche. Con ese empecé de taxista, en el año 66. Después compramos un Morris, ¡estaba nuevito! Hice una buena temporada y nos fuimos de vacaciones al Valle, también a Chile. Por el 70 pude comprar un R12 0km. Con ese trabajé en la parada frente al Hotel Roma. Salían viajes para todos lados. Era lindo llevar turistas, mostrarles y contarles cosas. En invierno se ponía bravo. Había que usar cadenas, porque no había de esas ruedas que hay ahora”.

Don Paillalef hace algunos silencios, tal vez heredado de aquellos de la soledad del campo, quebrado por algún silbido, animando la tropa en Paso de los Molles.

El 044, un volante y cuatro ruedas que a veces amagaban no alcanzar para sostener a la familia. Noches estiradas, tratando de reparar alguna rotura en el auto, para poder salir temprano, otra vez a pelearla.

Siempre le gustó “El Alto”, allí donde tenía clientes conocedores de su solidaridad, fiándoles, ayudándolos a cargar bolsas y lo que hiciera falta.

Muestra orgulloso la casa que lograron levantar con su compañera, criando a sus hijos, dándoles estudio, proyectándose en ellos, en sus conocimientos y bondad. Un mapuche de pura cepa don Paillalef, a quien la vida ha golpeado fiero varias veces. Le llevó temprano a su hijo mayor (Andrés, reconocido docente), además de quitarle la visión, dejándole apenas un hilito de luz, para espiar la vida. Un árbol firme, que suele llenarse con los trinos de sus nueve nietos, los que han heredado su identidad.

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