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| 03/07/2022

Días de descanso

Días de descanso
Foto: Facundo Pardo
Foto: Facundo Pardo

La lluvia se había apoderado del cielo y golpeaba monótona sobre las chapas del techo de la casa, aquella tarde de junio de 1975. El invierno ya venía a hacerse cargo de los días. Estela dio un sorbo suave al té que contenía la taza que sostenía con sus dos manos. Se quedó un instante con la mirada fija en las maderas del piso del comedor.

Desde que se había jubilado comenzó con ese ritual de dormir la siesta y, al levantarse, tomar una taza de té. El aroma de la salvia mezclado con el limón la invitó a aspirar profundo. Siempre soñó con tan poco: un simple momento como ese.

La vida la llamó al trabajo muy joven. Apenas sexto grado y la necesidad de aportar a un hogar que pesaba demasiado para un empleado de la cuadrilla municipal con esposa y seis hijos.

El primer trabajo fue cama adentro, en un chalet de la Península San Pedro, sin tener en claro la diferencia entre el horario de descanso y el de trabajo. La madre del patrón, ya anciana, le enseñó a bordar. Lo que para aquella mujer era un pasatiempo, para ella, años después, fue un pequeño ingreso extra.

Se levantó del sillón para dejar la taza en la cocina. Miró el reloj en la pared, marcaba las cuatro de la tarde. A las seis llegaría Humberto. No había encendido la radio, quería escuchar la lluvia en el techo, le gustaba. Esa lluvia con la que ahora se había amigado. Antes, le causaba un poco de fastidio. Tantas veces, de ida al trabajo o de regreso a casa, tuvo que lidiar con ella. Solía salir con botas de goma, llevando en una bolsa zapatillas, para trabajar con los pies más livianos. Por suerte siempre trabajó bajo techo, en hoteles, oficinas y hasta en una confitería, pero le gustaba más el servicio doméstico.

No podía quejarse de los patrones que tuvo, todos, en mayor o menor medida la trataron bien. Recordó la casa de los Martínez. Doña Rosa, su patrona, le ayudó con un crédito en un corralón, para ayudarlos con la casa, cuando se casaron con Humberto. Él tenía un terrenito en El Frutillar y empezaron a levantarla. Lo conoció en un baile en el Boca, una amiga que trabajaba con él en el hotel de la isla Victoria los presentó. Se casaron en la parroquia Inmaculada y la fiesta la hicieron en el solar de Rosales, el padrino de Humberto, quien asó una ternera que les regaló don Martínez. Hubo baile con una orquesta que pagaron los compañeros de trabajo del hotel.

Ahí estaba, cuarenta años después, camino a la pieza. Encendió la radio. Pensó en que Humberto llegaría empapado, le haría bien un baño caliente y algo de ropa seca.

Le costó acostumbrarse a andar pausado, deteniéndose el tiempo necesario para hacer las cosas. Sus cosas. Tantos años haciéndolo en casas ajenas, dejando la suya para los tiempos libres.

La vida les quedó debiendo un hijo, que vaya a saber por qué nunca llegó. Le hubiese gustado, aunque ese vacío en el corazón lo llenaban algunos sobrinos.

Llevaba seis meses de jubilada y recién estaba experimentando la sensación del tiempo libre. Al principio le había costado pero de a poco lo fue entendiendo y disfrutando. Se quedaba un rato más en la cama, tomaba mates tranquila, regaba las plantas y algún otro quehacer. Estiraban la sobremesa con Humberto. Esas cosas que hacía en sus días de descanso ahora eran su rutina. Se había ido un molesto dolor en las piernas y la piel suave de las manos le marcaba ese nuevo tiempo que transitaba. De a ratos la embargaban las ganas de tener algún trabajo, liviano: unas horas en una casa o cuidar a una persona mayor. Las horas pasaban cada día de diferente manera, a veces más lentas que otras. Los bordados ayudaban, aunque se le cansaba la vista. Siempre guardó en una lata los ingresos que ellos le daban. Con esos ahorros compró el lavarropas y la heladera. Recibía encargues de gente conocida y también los entregaba a una mercería del centro. Humberto no quiso que siga trabajando. Él sí lo hacía, aunque también se había jubilado, hacia extras de mozo. Le encantaba su trabajo. Miró el retrato donde se lo veía de impecable traje negro, con el moño atado al cuello de la camisa blanca. Había llegado a ser metre. Todas las noches antes de acostarse le dejaba una percha con la ropa planchada, lo disfrutaba. Nunca lo vio trabajar en el salón, lo hacía en los comedores de los hoteles.

Hasta que terminaron su casa vivieron un tiempo con los padres de él, también en la casa del compadre. Cuando se mudaron solo tenían la cama y una mesa con dos sillas. Parientes y amigos le fueron prestando cosas que poco a poco fueron devolviendo.

Los días que Humberto hacía desayuno o almuerzo, lo esperaba en el Refugio Municipal y subían juntos hasta el barrio. Si llovía o nevaba tomaban un taxi.

Miró el reloj despertador que estaba sobre la mesa de luz, eran las seis menos cuarto. Dejó la ropa sobre la cama junto a un toallón. Ya en la cocina, avivó el fuego y puso algo más de agua en la pava. Sacó del aparador un pan casero que parecía un sol en el cielo celeste del hule de la mesa, un frasco de dulce de mosqueta y el pan de manteca. Sintió el motor de un auto y voces que llegaban desde la vereda. Se asomó, era el Rambler de Alfredo, el vecino de media cuadra. Ahí estaba Humberto, despidiéndose y presto a ingresar a la casa. Estela se sintió plena. Lo que había sido un día de descanso durante tantos años, hoy era un día más.

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