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| 19/06/2022

Cartero y algo más

Cartero y algo más
Fotos: Facundo Pardo
Fotos: Facundo Pardo

“¡Cartero!”. El llamado desde el portón de la casa de la esquina halló eco en toda la cuadra y lo acompañó un coro de ladridos. Ernesto saludó a la señora que salió a recibir la carta certificada. Cuando se trataba de alguna Simple la dejaba en el buzón pero esta requería la firma de la destinataria. Luego de los saludos de rigor, mientras la señora firmaba la planilla, el cartero miró la siguiente carta a entregar, la cual llevaba en su mano izquierda.

Tenía por costumbre armar pequeños fajos de sobres, acomodados dentro de la valija marrón que colgaba de su hombro izquierdo obligándolo a caminar algo inclinado hacia la derecha para equilibrar el andar.

 Acomodaba las correspondencias de acuerdo a la numeración de las calles de El Mallín, esas cuadras que recorría desde hacía años. Siguió caminando por la vereda de tierra.

Era la mañana del 23 de marzo del año 71. El sol había comenzado a entibiar y el aroma de los pastos crecidos al borde de la cuneta le alegraba el pecho. Cruzó por un pequeño puentecito de madera en dirección a la casa de doña Margarita, del otro lado de la calle. Conocía desde hacía años a casi todos los vecinos y más o menos la asiduidad con que recibían correspondencias y quiénes eran los remitentes. Jugaba a adivinar de quienes se trataba. Por ello estaba seguro que la carta dirigida a doña Margarita sería de Eleonora Burgos, con dirección en Sarmiento 154, Trelew.

Alguna vez, en una charla circunstancial, doña Margarita le contó que era una amiga a la cual no veía hacía años. Golpeó las manos en el portón de la humilde casita de madera cuyas cortinas permanecían cerradas. Pensó que la dueña de casa todavía estaría durmiendo. Un vecino, desde la vereda de enfrente, le dijo que la señora estaba internada en el hospital desde hacía dos días.

A Ernesto lo conmovió la noticia. Se cruzó para obtener más información. El hombre le dijo que el lunes pasado se había descompuesto al salir de la despensa de don Joaquín y que la habían llevado hasta el hospital, donde quedó internada.

Ernesto pensó en ir a verla el día siguiente, aprovechando que estaría de franco. Sabía que era una mujer sola y aunque los vecinos estaban al tanto de su situación tal vez necesitaría algo o simplemente la alegraría conversar con alguien.

A las once de la mañana estuvo en el hospital. Caminó el largo pasillo acompañado del aroma a desinfectantes mezclado con el de la sopa que ya comenzaba a cocinarse y se apoderaba del ambiente. Se alegró de verlo. Le contó que le estaban haciendo estudios y que tendría para unos días más allí. Ernesto se puso a órdenes de ella para lo que necesitara y estuviera a su alcance. La señora le comentó su preocupación por un par de cotorras que tenía en su casa, las que eran su única compañía. Ernesto se ofreció a llevárselas a la suya y regresarlas cuando le dieran el alta.

A la tarde se acercó al barrio. Reparó en que era la primera vez que andaba por allí sin el uniforme ni la valija. Alguien lo saludó con gesto extrañado por esa situación. Debajo de una lata con geranios todavía florecidos estaba la llave. Al ingresar a la casa sintió el frío del interior, producto de un par de días sin que se encendiese fuego en la cocina. El comedor era pequeño y prolijo, donde todo estaba acomodado, presidido por una mesa redonda en el centro, donde unas rosas se marchitaban en el florero sobre una carpetita de color blanco.

Tuvo cuidado en utilizar los patines que había junto a la puerta, con los que se deslizó suavemente sobre el piso encerado. Las paredes de madera estaban pintadas de un rosa suave con detalles blancos en las aberturas. Se asomó a la cocina, desde donde las cotorras chillaron advirtiéndoles su presencia pero también que tenían hambre. Se acercó a verlas. Eran las llamadas australianas, una amarilla y la otra blanca.

Tal cual le dijera Margarita, en una lata dentro de la alacena estaba la comida para ellas. Pronto callaron y comenzaron a comer lo que les depositó en el comedero. Sintió curiosidad por recorrer esa casa a la que no conocía por dentro, solo la había visto desde el cerco. Aprovecharía también para comprobar que todo estuviera en orden.

La cocina tenía una ventana que daba al patio trasero. Por una puerta, descendiendo un escalón, se accedía al lavadero, donde se veía una pileta de loza y una tabla de lavar apoyada en su interior. A un costado estaba el baño, desde donde llegaba el repicar de una gota que caía desde la mochila sobre el inodoro, retumbando en el silencio de la casa, como un reloj que marcaba las horas de ausencia. En el centro de la habitación se hallaba la cama de hierro sobre la cual colgaba de la pared un crucifijo con una reseca rama de maitén. Contra una de las paredes había una pequeña cómoda, sobre la que se veían unos frascos de perfumes y cremas, un alhajero y una foto  en la que estaba Margarita, bastante más joven, junto a otra mujer. Ernesto no necesitó mucho para darse cuenta de que sería Eleonora, la amiga que le escribía semanalmente desde Trelew. Un par de cartas con ese remitente estaban al lado del portarretrato. Por un momento pensó en leerlas pero se detuvo. Le pareció una traición a esa mujer que había confiado en él. Lo tentaba saber qué dirían esas cartas que dibujaban una sonrisa en el rostro de doña Margarita al recibirlas. Pensó en qué haría esa amiga si se enteraba de lo que estaba transitando su amiga o tal vez le reprocharía no habérselo hecho saber.

Se quedó inmóvil, mirando aquella foto, pensando en cómo la había visto a Margarita, callada y triste, esa mañana en el hospital. La noticia de su internación había recorrido la cuadra, todos estaban preocupados por esa mujer solitaria a la que rara vez se la veía bajar al centro, que solo recibía la visita de sus vecinos.

Una semana después Ernesto llegó a la casa del barrio El Mallín. No llevaba el uniforme gris ni la gorra de cartero, tampoco colgaba de su hombro izquierdo la cartera. Sostenía en sus manos la jaula con las dos cotorras en su interior. Margarita lo recibió con un sentido abrazo, alegrándose de verlo. Lo invitó a pasar y dirigiéndose a una señora que estaba sentada en el sillón junto a la ventana dijo: “Este es el cartero. El picarón que te escribió diciéndote que yo estaba internada”.

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