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| 12/06/2022

Esperando un pasajero

Esperando un pasajero
Foto: Jorge Piccini (Mensajes al Poblador Rural)
Foto: Jorge Piccini (Mensajes al Poblador Rural)

La voz del locutor salió desde el receptor de radio y quedó colgada en el silencio de la casa: “Se le comunica a Fermín Paredes que a la tarde espere pasajero en la ruta”. Eran las ocho de la mañana de ese martes. Como todos los días, después de escuchar los sociales de la radio, se disponía a realizar alguna tarea. Había decidido salir a recorrer en el bayo del patrón. Cuando estuvo la semana pasada le encargó que lo haga tranquear un poco. Era un potro que le había amansado Paredes, hacía poco tiempo. La tarde anterior lo trajo desde el potrero y lo dejó en la caballeriza para ensillarlo temprano.

El mensaje de la radio cambió el rumbo de la jornada, por lo que desistió de la recorrida y decidió buscar otro caballo para quien fuera el pasajero que debía esperar en la ruta. Solía hacerlo en la camioneta pero había intentado arrancarla días pasados y algún desperfecto no lo permitía. Iría en el bayito y llevaría un caballo de tiro para el pasajero. Pensó en el tostado viejo, que era manso, por si quien llegaba no fuera baqueano en montar. Camino al potrero pensó en quién podría ser que llegara por la tarde. El patrón lo hacía en su vehículo, además andaba por Buenos Aires y le había dicho que recién estaría por el campo el mes siguiente. No quiso invertir mucho más tiempo en conjeturar sobre quien llegaría: a la tarde lo sabría.

Cuando tuvo los dos caballos ensillados entró a la casa para cambiarse de ropa. Quien fuera la visita no lo vería mal vestido. Le pareció un lindo plan arreglarse un poco. Un mes atrás anduvo por Comallo, desde entonces no había salido del campo.

Rumbo a la pieza pasó junto a la foto de Rosita, su compañera, a la que despidiera ya diez años atrás y a la que todavía extrañaba. Poco después de la partida de su compañera decidió hacerse a la huella y rumbear al sur. La recomendación de su antiguo patrón al actual le hizo fácil la llegada. Le llevó un tiempo adaptarse a los rigores de la estepa. Nacido y criado en La Pampa, ahí siempre vivió y trabajó. La única hija que habían tenido se la llevó una cuñada de San Luis. Le costó tomar esa decisión pero solo no podría con la crianza. Carmen, su hija, cada tanto le escribía y le pedía que la vaya a visitar. Hacía tres veranos ya que se habían visto por última vez, cuando ella lo visitó. Le dijo que estaba por ingresar a estudiar para maestra y que algún día le gustaría trabajar en una escuela de campo. Pensarla de guardapolvo blanco le llenaba de orgullo el pecho. Rosita justamente la soñaba maestra.

Antes de salir repasó la pieza que solían utilizar cuando llegaban visitas. La del patrón estaba bajo llave, solo él ingresaba allí. Quien fuera que llegara seguramente alojaría por lo menos esa noche. Lo intrigaba quién podría ser: tal vez algún veterinario o un consignatario, pero se movían en sus camionetas y llegaban solos por la huella. También pensó en algún vecino. Ya lo sabría. Le vendría bien conversar con alguien. Un par de semanas atrás habló por última vez con Raúl, el vecino del campo de atrás, que llegó a pedirle un rollo de alambre prestado para arreglar una cancela. A veces se sorprendía hablando solo, dándose órdenes o comentando lo que hacía, tal vez para escuchar una voz, aunque más no sea la propia.

Dejó a mano el brasero y un farol, además de alguna ropa de cama. También pensó en que tenía algo de carne en la fiambrera, café, yerba, fideos, algunos otros comestibles y pan amasado el día anterior.

Aunque el aviso no precisaba la hora de la tarde, calculó estar alrededor de las tres junto al camino. Si llegaba antes a quien debía buscar lo esperaría en la tranquera de ingreso al campo. En lugar de ir por el camino decidió cortar por el cuadro que bajaba hasta la ruta. Aprovecharía para controlar que todo estuviera en orden. Desde un poste del alambrado un ñanco le mostraba su pecho blanco. Se le dibujó una sonrisa en el rostro y le hizo un ademán con la mano en el ala del sombrero, agradeciéndole al ave que esté allí augurándole buen destino. El mismo patrón y unos vecinos le habían enseñado qué significaba la presencia de un ñanco.

Una vez arriba de la loma que estaba por delante pudo observar la ruta, desde allí se veía un buen tramo. No se observaba ningún vehículo, lo que le dijo que estaba a tiempo para esperar. En un par de minutos estuvo sentado en la piedra que estaba a un costado de la huella de ingreso al campo, con los dos caballos atados a la tranquera. Se detuvo Castillo, un poblador de la zona, que pasaba por la ruta. “Escuché en la radio esta mañana que te llega gente” le dijo, sin descender de la camioneta. Comentaron un par de cosas y siguió viaje.

Caminó hasta una vertiente que hay cerca de una piedra grande, rodeada de cortaderas. Se quedó mirando unos patos que nadaban en fila con sus pichoncitos siguiéndolos. Por un instante los observó pensando que quizás alguna vez él tendría como esos patos alguien que lo siga. Por el momento la soledad era su compañera. Alguna vez soñaron con Rosita una familia y hasta aventuraban tener un pedazo de tierra propio, pero la realidad golpeó con crueldad y derribó esos sueños.

El sonido de un motor lo arrancó de sus pensamientos. Vio venir una camioneta blanca a baja velocidad e intuyó que en ella vendría a quien debía esperar. Le pareció que era la de la Comisión de Fomento que solía pasar por la ruta dejando viajeros. Efectivamente, el rostro cobrizo de Marifil y su inconfundible boina de lana tejida marchaba al volante. “¡Acercate che, que te traigo 'lo convenido'!”, le dijo con picardía. Cuando se acercó a la camioneta vio descender a una mujer joven, que llevaba un bebé en sus brazos. Se quedó parado a unos metros, con los brazos abiertos como buscando una explicación a lo que veía. Ahí estaba La Carmencita, su Carmencita, aquella pequeña a la que se llevara su cuñada.

La última vez que Fermín había tenido a un bebé en sus brazos era a esa mujer que ahora le alcanzaba a su nieto. La brisa de la tarde le secó las lágrimas y por un instante pensó en Rosita. Cómo le hubiese gustado que esté allí. Marifil ayudó a la joven a montar, luego le alcanzó al bebé y se despidió. Pronto el recién asumido abuelo montó en el bayo y se dispusieron a tomar la huella. Pasaron cerca de la vertiente donde los patos nadaban seguidos por sus pichones.

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