DÍA DE LA AFIRMACIÓN DE LOS DERECHOS ARGENTINOS SOBRE MALVINAS

| 09/06/2022

Carlos Cachón: la guerra y el extraño vínculo con un británico que sus bombas desfiguraron

Carlos Cachón: la guerra y el extraño vínculo con un británico que sus bombas desfiguraron
Foto: Matías Garay.
Foto: Matías Garay.

Carlos Cachón participó en el conflicto bélico del Atlántico Sur en 1982, pero pisó suelo malvinense recién en 2009, cuando tomó un crucero que desembarcó en Puerto Argentino.

“Lloré muchísimo… Cuando llegué al cementerio y vi las tumbas, era tremendo. En esa época, la mayoría decía Soldado argentino solo conocido por Dios…”, señala.

Carlos es un reconocido héroe de guerra.

Fue el piloto que, con sus bombas, causó el hundimiento del Sir Galahad, el buque donde iba la Guardia Galesa de la Reina.

Y nunca había caminado por Malvinas hasta 2009 porque, durante la guerra, despegaba desde Río Gallegos, actuaba en el sitio del conflicto y regresaba al continente.

“No había forma de que los aviones A-4 que volábamos operaran desde la pista de Puerto Argentino, porque era muy corta. Además, se necesitaba tener una dotación importante de mecánicos. Nos convenía operar desde el continente. Hacíamos un reabastecimiento en vuelo: llenábamos los tanques de combustible con los Hércules. Operábamos en la zona y volvíamos”, cuenta.

Cuando se le pregunta por la edad, Carlos indica que está por cumplir setenta años.

Nació en San Manuel, partido de Lobería, en la provincia de Buenos Aires, y desde joven vive en Mar del Plata.

La conversación transcurre en Bariloche, hasta donde llegó por una invitación a un casamiento.

Así, en la Patagonia, comienza a desandar recuerdos…

“Mi ingreso a la Fuerza Aérea fue un hecho fortuito. Ya vivía en Mar del Plata, y durante el verano trabajaba, así que nunca tenía posibilidades de tomarme vacaciones e ir a algún lado”, evoca.

Por eso, cuando un amigo le propuso acompañarlo a rendir el ingreso a la Escuela de Aviación, la propuesta no le pareció descabellada, porque, para él, tras escuchar que la institución quedaba en Córdoba, eso solo significaba tomarse un respiro…

Aquel verano en el que comenzó todo, igual tuvo que trabajar unos cuantos días, porque, tras enviar cierto papelerío que se requería, la convocatoria llegó para viajar en febrero.

“Mi amigo se había empezado a preparar en junio. A mí, él me avisó en noviembre. Además, yo trabajaba todo el día, no tenía tiempo de estudiar, así que ni me preparé… Igual, iba de vacaciones”, se sincera.

“Mi idea era ir a un hotel y, en el momento en que hubiera que rendir los exámenes, hacerlo y listo. Pero bajamos del tren y nos metieron en un micro para llevarnos a la escuela, cerraron la puerta y no salimos más”, sonríe.

Allí, Carlos rindió todos los exámenes, tanto físicos como académicos.

Cuando su amigo le preguntaba cómo le había ido con uno u otro tema, él contestaba: “¡Qué sé yo! Ni siquiera sé por qué estoy acá…”.

Cuando llegó el turno de la entrevista personal con las autoridades de la institución, apareció un inconveniente: “Había que ir de saco y corbata”, recuerda Carlos, que no había llevado ropa de ese tipo. “Yo había ido de jeans y zapatillas”, ríe.

“Un grupo que había de aspirantes a cadetes me pusieron una camisa, corbata, saco, pantalón, zapatos… Todo de cualquier color, nada combinaba”, carcajea.

Haciendo gala de una sinceridad extrema, cuando le preguntaron por qué había decidido entrar a la escuela, respondió: “En realidad, yo vine para acompañar a mi amigo”.

Las autoridades se miraron entre sí y rieron.

Luego le hicieron otras consultas, y cuando llegó la hora de decir si había volado alguna vez, Carlos, cuyo padre era un pequeño productor agropecuario, contestó que el único avión que conocía era el fumigador y, por supuesto, no lo había pilotado nunca.

Luego, fue regresar a Mar del Plata y aguardar los resultados: “A la semana, llegó un sobre a casa”.

Finalmente, Carlos ingresó a la Escuela de Suboficiales de la Fuerza Aérea, y el amigo que le había propuesto ir, no.

Cachón no estaba muy convencido de seguir ese camino.

El jefe de pelotón veía aptitudes en él. “No quería que yo me fuera, se presentaba a la noche, se sentaba y me hablaba de las ventajas que tendría, de las cosas buenas que vendrían… Académicamente me iba muy bien, y me fue convenciendo”, apunta.

“Además, hice amigos... Por ejemplo, tenía mucha afinidad con Fausto Gavazzi, ambos veníamos de familias humildes… Él después cayó en combate…”, suspira.

¿Y cómo fue el debut en las alturas para aquel muchacho que solo conocía a la avioneta fumigadora que volaba sobre él en el campo? “Me subí a un avión por primera vez cuando comencé el curso de aviador en 1975. No me voy a olvidar jamás, teníamos un instructor tremendamente exigente… Y gracias a Dios que era así”, sostiene.

En ese sentido, comenta: “No nos permitía tener fallas; estábamos obligados a ser rigurosos con nosotros mismos. Iba el alumno adelante, el instructor atrás. En ese momento, volábamos en un Mentor (un avión biplaza). Cuando hacíamos una macana, el instructor se levantaba y nos pegaba con un palo en el casco… ¡Se volvía loco! De acuerdo a la cantidad de errores, cuando bajábamos pagábamos sándwiches de milanesa. Él estaba gordo de tanto comer por nuestras equivocaciones”, ríe.

“A los cuatro que formábamos parte de ese pelotón, nos prometió: ‘Si me hacen caso, estudian y son dedicados como les digo, van a ir a volar aviones de combate’”, manifiesta, para luego continuar: “Y así fue. Fuimos a Mendoza a hacer el curso, que duró dos años”.

Tras aquello, en 1978, fue destinado a volar aviones de combate, como Pucará, A-4, Canberra…

Y el 2 de abril de 1982, llegó lo impensado: “Los grados bajos, como mi caso, que era primer teniente, nos enteramos de la guerra el mismo día que comenzó. Todo venía seguido de un gran secreto. Había algunos mandos altos que ya sabían de esto, pero no existieron preparativos ni nada que diera muestra de que iba a ocurrir algo”.

“Esa primera jornada, el vuelo de rutina se suspendió, y todos los pilotos fuimos al aula y empezamos a analizar los armamentos que tenían los británicos, cómo se hacía para hundir un buque y demás”,  informa.

“Desde el primer día, nos convencimos de que los británicos iban a venir; entonces nos adiestrábamos y preparábamos mentalmente”, revela.

“Ahí se comenzaron a estudiar las tablas con las capacidades antiaéreas de los buques. Uno tiene que analizar esos manuales y, de esa manera, deducir las capacidades del enemigo, para desarrollar las formas para oponerse. Así lo hicimos”, sostiene.

En cuanto a las técnicas que practicaban para lo que podía venir, explica: “Empezamos a volar bajo, teniendo un montón de problemas que conlleva hacer eso sobre el mar, como la formación de sal en el parabrisas”.

El 1 de mayo llegó el bautismo de fuego. “Por la tarde, cuando nosotros fuimos, serían las cuatro o cuatro y media, el sol estaba cayendo. Al entrar en la frecuencia no se podía meter ni un bocado, estaba todo el mundo hablando… Nos ayudaban desde el radar, al ordenar un poco el tránsito, porque era un lío bárbaro. Además, nos alertaban sobre la llegada de los Harrier (aviones ingleses), porque la flota británica estaba ahí nomás, a unas cincuenta o sesenta millas. Era un intento de desembarco, el cual no se concretó porque la Fuerza Aérea los atacó de inmediato. Así, ese primer día impedimos que la flota llegara a las islas e hiciera una cabecera de playa”, advierte.

Carlos considera que alrededor del 25 de mayo lograron, a partir de la práctica, una mejora notable en el accionar, encontrando, por ejemplo, el armamento adecuado. 

En ese sentido, aprecia: “Nosotros fuimos a las Malvinas tras tirar solo dos bombas de ejercicio a un velero metálico, encallado en la desembocadura de la boca del río Gallegos. Todavía tiene marcados los impactos de las bombas de ejercicio de doce kilos que tirábamos nosotros”.

En Malvinas, la actividad para Carlos, el 8 de junio, empezó temprano.

“Los buques Sir Galahad y Sir Tristram habían ingresado (en Bahía Agradable) como a las cinco de la mañana, para el desembarco. Estaba oscuro todavía. Tenían que bajar pertrechos, y además llevaban a la Guardia Galesa, que era algo más simbólico que efectivo: para ellos era importante que estuviera en el asalto final a Puerto Argentino”, aclara.

“Ellos supusieron que la Fuerza Aérea ya no atacaba más; no sé la razón, porque con menos aviones, pero estábamos operativos”, describe en relación a la situación en aquel momento.

“Fue un ataque tranquilo, pero todo sucedió rápido. Hay que imaginar que se vuela a doscientos metros por segundo. No puedo evocar una imagen como si fuera una foto. Por más que quiera, lo veo como una película: gente que se movía en cubierta y, cuando yo pasaba, se tiraba al agua”, narra.

“Tiré mis bombas y, obviamente, no vi la explosión, porque me fui. El piloto del avión número 2 me dijo: ‘¡Bien!, pegaron en la línea de flotación’”, relata.

Habían salido dos cuadrillas de aviones argentinos, tres de los cuales no pudieron reabastecerse y debieron pegar la vuelta. Entre ellos, quienes estaban al mando.

“Entonces quedé a cargo yo, como más antiguo”, detalla Carlos, que nunca había jugado ese rol.

“Nos salió todo a la perfección. Cuando uno está con suerte, contra eso no hay nada”, reflexiona cuarenta años después; luego, describe: “Mis bombas entraron en el Galahad y se metieron debajo de donde estaba el combustible de los misiles”.

De pronto, todo fue fuego y humo.

Tras dejar inactivos ambos buques británicos, los argentinos partieron.

“Hace un par de años me enteré que nos tuvieron enfocados con una batería de misiles Rapier”, sorprende Carlos, y especifica: “Me captaron como avión número uno. El operador me contó que hizo zoom y me observó. Dijo: ‘Te veía la cabeza, que mirabas para uno y otro lado, ibas muy rasante’. En el momento en que disparó, se reseteó el sistema y quedó bloqueado veinte segundos, en ese tiempo pasamos los cinco aviones…”.

Tras la guerra de Malvinas, Carlos se retiró en 1986, como capitán.

“Había empezado un proceso de desmalvinización, de degradación de las fuerzas armadas, donde no teníamos ni repuestos”, asevera.

En 1992, Carlos recibió un llamado que lo sorprendió.

Un productor de la BBC le habló de Simon Weston.

Weston es una especie de símbolo, un héroe en Gran Bretaña.

Estaba en el Sir Galahad, el buque bombardeado por Cachón.

Su rostro quedó desfigurado.

A partir de una gran cantidad de intervenciones quirúrgicas, se fue rearmando su perfil, pero las marcas aún permanecen.

En la comunicación, el productor de la BBC le contó al argentino que Simon, más allá de lo exterior, tenía serios inconvenientes por el trauma que lo acompañaba.

“Me explicó que sus problemas, además de físicos, eran psicológicos. Le habían hecho unas cincuenta operaciones, y su psicólogo le había recomendado, como terapia, conocer al piloto que le había producido sus daños físicos, para que viera que se trataba de una persona, no de un diablo, porque todas las noches soñaba con un avión negro, un casco, y debajo una persona con ojos diabólicos que lo miraba”, expresa Carlos.

“Me preguntaron si estaba dispuesto a hacer esa tarea para colaborar en su recuperación”, refiere el argentino, que lo habló con su esposa y luego, más allá de pensar que no tenía que hacer nada con los británicos, decidió aceptar el reto, sobre todo guiado por sus convicciones religiosas.

Se reunieron en Buenos Aires, donde se vieron en tres ocasiones.

“El primer encuentro fue durísimo, en un hotel”, recuerda Carlos.

Luego hubo un almuerzo en una quinta de Pilar, donde Simon casi no participó, porque fue a encerrarse a la combi en la que había llegado. Cachón se acercó y conversaron un poco en el vehículo.

Después, se vieron en el cenotafio en honor a los caídos en Malvinas, en el barrio de Retiro.

La historia continuó en 1996. Ese año, Cachón fue a Reino Unido.

Hubo dos encuentros en Londres, y otros tantos en Cardiff, Gales, uno de ellos en la casa de Simon. “Ahí conocimos a su madre, la esposa y los hijos. La relación con la mamá, al principio, fue muy tensa. Habíamos llevado unos presentes, y le di un caramelo a uno de los nenes, que vino y se sentó en mis piernas. Eso fue como un clic para que la mamá y la esposa cambiaran la actitud hacia nosotros”, reseña.

Las veces que se vieron a lo largo del tiempo quedaron registradas en documentales.

“Nos seguimos comunicando por mail. La relación nunca fue muy fluida; se trata de una cuestión humanitaria”, ilustra Carlos.

“Pasó mucho tiempo, hasta que en noviembre del año pasado me llamó para ver si me parecía bien hacer un encuentro en Malvinas. Le dije que sí”, señala el argentino, que luego detalla: “Cuando estaba todo listo para encontrarnos allá, Malvinas se cerró por el tema del covid… Entonces, decidimos vernos en Buenos Aires”.

Así lo hicieron. Se reunieron en febrero.

En esa ocasión, todo fue distinto. Ellos y sus familias pararon en el mismo hotel, compartieron desayunos, almuerzos y cenas.

Carlos notó una actitud diferente en Simon.

“Después vino a Mar del Plata e hicimos un encuentro en casa. Ahí fue la primera vez que lo vi realmente reírse a carcajadas”, describe.

Carlos considera que hizo lo que le pidieron hace treinta años: ayudar a recuperar a Simon por el trauma que lo envolvía.

No sabe cómo seguirá todo, pero tiene en claro que él cumplió con lo que le dictó la conciencia.

Y lo hizo más allá de que, como afirma, “no hay afecto de por medio”.

“Tampoco odio”, aclara.

Foto: Matías Garay.

–Simon tenía esos pensamientos recurrentes del avión negro, que, junto a los problemas físicos, lo hicieron caer en una especie de depresión profunda… ¿Usted, después de Malvinas, tuvo pesadillas? 

–Mucho tiempo soñé con aviones volando rasantes, buques, municiones, misiles…Durante veinte o veinticinco años… Pero no le di tanta importancia. Me sobrepuse. Tiene que ver con el carácter, la forma de ser, la manera en cómo ve uno el mundo.

–¿Y durante la guerra? ¿Hubo algún momento especial impuesto por el temor?

–Yo me despertaba todos los días a las cuatro de la mañana, pero no me quedaba en la cama, porque la cabeza me empezaba a dar vueltas. Me levantaba e iba a un lugar a tomar mates y escuchaba discos de Larralde. Así me tranquilizaba antes de salir.

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